sábado, 1 de marzo de 2014

ANNIE HALL


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Escribir que según todos los pronósticos este Marzo será templado
sería para David un buena manera de emprender un poema
salvo que me objete que el recurso a la metereología está trillado,
pero para definir mi relación con Alvin, de quien hasta hace una hora
he estado rematadamente enamorada, el que me aconsejó matricularme
en este taller de poesía dirigido por David, ensayaré la metáfora
de compararla con uno de estos taxis amarillo mostaza de Nueva York,
que para ser rentables, para que vayan bien, igual que Alvin y yo,
tienen que estar siempre funcionando, de Manhattan a Broadway,
en marcha, de Park Avenue a la Séptima, o el asunto no carbura,
y aunque parece que esto de las metáforas no se me da nada bien,
con este poema voy a demostrarle a Alvin que no soy más pija que lista.
Ya no veré más los reflejos de su lacia cara multiplicarse
como un cuadro pop en cada ventana de algún rascacielos de cristal,
ya no oiré sus quejas existencialistas graznar con los gansos de Central Park,
ni sus chistes baratos desmentidos por los escaparates de Tiffay's,
ya no veré su admiración colgarse como una araña del Puente de Brooklyn.


Si ahora escribo que a veces Alvin es gracioso y depresivo, torpe y genial,
tímido e histérico, reproduciré otra figura retórica, la antítesis,
según David eficaz para conmover al lector, por lo que sigo:
ególatra y pesimista, pero no, esto más bien es una redundancia,
famoso e infame, irónico y paranoico, un gracioso que nunca ríe,
un cruce entre Groucho Marx y Billy Wilder, o más bien Woody Allen,
un triunfador de su fracaso, alguien que con la pose de su desgracia
y tendiendo el platillo miserable de la autocompasión y la inferioridad
recauda las risas y carcajadas del público a tres y cinco centavos la unidad.
David me reñiría de no haber aún dicho que él es humorista y yo cantante,
y reconozco que de no ser por el interés de Alvin por cultivarme,
seguiría sin captar la gracia de sus chistes ni la letra de mis canciones.
La verdad, me ha estirado el intelecto más que la voz de Billie Holyday.


Me ha contagiado su fe en psicoanalistas de cincuenta dólares la hora
y para hacerme adicta a los divanes y a las orgías del subconsciente,
lloriqueos sublimados con una jerga y simbologías tan alambicadas
como las metáforas del taller, y confesiones como las de los católicos,
me convenció de que yo era sosa y patosa, árida e insegura,
cuando lo que pretendía era que el terapeuta me prescribiera
intensificar mi gimnasia sexual con él, y que me sintiera culpable
de que él me sufragara la curación de mi complejo de culpa,
y con tal de animarme me decía que yo era una sultana en la cama,
que mi cuerpo era un abecedario donde solo existía la letra G,
sopa de letras que él sorbería, y que hasta mis uñas eran erógenas,
y para que me compadeciera de su ayuno sexual ese judío me llevaba
al cine a ver documentales de cinco horas y media sobre los nazis.
Pero ahora que recuerdo aquellos subidones y bajones en la montaña
rusa de mi ánimo, recapacito en que después de seis meses de terapia
un lúcido foco me ha alumbrado los sentimientos y en el escenario, la verdad,
me siento más segura: espero que David me siga pagando las sesiones.


Recordaré a Alvin como un ser de sexo obsesivo y autodestructivo,
de cabello hipocondríaco y celos masoquistas, un ocioso masturbatorio
que no dejaba de fantasear: hablaba con su doble, con el mío,
imaginaba hablar con los transeúntes, con los fantasmas de sus padres,
y hasta con los espectadores de sus actuaciones, y aunque fueran certeras
estas visiones o intuiciones, es imposible convivir con un novio de la ironía:
ésta es una lepra que reduce lo real a una calavera sobre tibias cruzadas.
Para ahora practicar la enumeración diría que mientras que su vida era
Mozart, Kafka, Bergman, Brooklyn, Julius Erwing y Patrick Ewing,
la mía es Wisconsin, Wolkswagen y Wagner, hípica, langosta y tenis
(nos conocimos jugando: el revés cruzado y la derecha paralela
que me lanzaba ya delataban su inconsciente hostilidad hacia mí).
Seguiré encontrándome con Alvin, esta ciudad no es una manzana
tan grande, ni horadada por tantos gusanos como él cree,
y la reconciliación parece el deporte favorito de los neoyorquinos,
pero tenía razón, la verdad, en una cosa: la educación para adultos
es maravillosa porque aunque las metáforas no sean lo mío
en el taller he conocido a David: él escribirá la letra de mis canciones.


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