Escribir que según
todos los pronósticos este Marzo será templado
sería para David un
buena manera de emprender un poema
salvo que me objete que
el recurso a la metereología está trillado,
pero para definir mi
relación con Alvin, de quien hasta hace una hora
he estado rematadamente
enamorada, el que me aconsejó matricularme
en este taller de
poesía dirigido por David, ensayaré la metáfora
de compararla con uno
de estos taxis amarillo mostaza de Nueva York,
que para ser rentables,
para que vayan bien, igual que Alvin y yo,
tienen que estar siempre
funcionando, de Manhattan a Broadway,
en marcha, de Park
Avenue a la Séptima, o el asunto no carbura,
y aunque parece que esto
de las metáforas no se me da nada bien,
con este poema voy a
demostrarle a Alvin que no soy más pija que lista.
Ya no veré más los
reflejos de su lacia cara multiplicarse
como un cuadro pop en
cada ventana de algún rascacielos de cristal,
ya no oiré sus quejas
existencialistas graznar con los gansos de Central Park,
ni sus chistes baratos
desmentidos por los escaparates de Tiffay's,
ya no veré su
admiración colgarse como una araña del Puente de Brooklyn.
Si ahora escribo que a
veces Alvin es gracioso y depresivo, torpe y genial,
tímido e histérico,
reproduciré otra figura retórica, la antítesis,
según David eficaz para
conmover al lector, por lo que sigo:
ególatra y pesimista,
pero no, esto más bien es una redundancia,
famoso e infame,
irónico y paranoico, un gracioso que nunca ríe,
un cruce entre Groucho
Marx y Billy Wilder, o más bien Woody Allen,
un triunfador de su
fracaso, alguien que con la pose de su desgracia
y tendiendo el platillo
miserable de la autocompasión y la inferioridad
recauda las risas y
carcajadas del público a tres y cinco centavos la unidad.
David me reñiría de no
haber aún dicho que él es humorista y yo cantante,
y reconozco que de no
ser por el interés de Alvin por cultivarme,
seguiría sin captar la
gracia de sus chistes ni la letra de mis canciones.
La verdad, me ha
estirado el intelecto más que la voz de Billie Holyday.
Me ha contagiado su fe
en psicoanalistas de cincuenta dólares la hora
y para hacerme adicta a
los divanes y a las orgías del subconsciente,
lloriqueos sublimados
con una jerga y simbologías tan alambicadas
como las metáforas del
taller, y confesiones como las de los católicos,
me convenció de que yo
era sosa y patosa, árida e insegura,
cuando lo que pretendía
era que el terapeuta me prescribiera
intensificar mi
gimnasia sexual con él, y que me sintiera culpable
de que él me sufragara
la curación de mi complejo de culpa,
y con tal de animarme
me decía que yo era una sultana en la cama,
que mi cuerpo era un
abecedario donde solo existía la letra G,
sopa de letras que él
sorbería, y que hasta mis uñas eran erógenas,
y para que me
compadeciera de su ayuno sexual ese judío me llevaba
al cine a ver
documentales de cinco horas y media sobre los nazis.
Pero ahora que recuerdo
aquellos subidones y bajones en la montaña
rusa de mi ánimo, recapacito
en que después de seis meses de terapia
un lúcido foco me ha
alumbrado los sentimientos y en el escenario, la verdad,
me siento más segura:
espero que David me siga pagando las sesiones.
Recordaré a Alvin como
un ser de sexo obsesivo y autodestructivo,
de cabello
hipocondríaco y celos masoquistas, un ocioso masturbatorio
que no dejaba de
fantasear: hablaba con su doble, con el mío,
imaginaba hablar con
los transeúntes, con los fantasmas de sus padres,
y hasta con los
espectadores de sus actuaciones, y aunque fueran certeras
estas visiones o
intuiciones, es imposible convivir con un novio de la ironía:
ésta es una lepra que
reduce lo real a una calavera sobre tibias cruzadas.
Para ahora practicar la
enumeración diría que mientras que su vida era
Mozart, Kafka, Bergman, Brooklyn, Julius Erwing y Patrick Ewing,
la mía es Wisconsin,
Wolkswagen y Wagner, hípica, langosta y tenis
(nos conocimos jugando:
el revés cruzado y la derecha paralela
que me lanzaba ya
delataban su inconsciente hostilidad hacia mí).
Seguiré encontrándome
con Alvin, esta ciudad no es una manzana
tan grande, ni horadada
por tantos gusanos como él cree,
y la reconciliación
parece el deporte favorito de los neoyorquinos,
pero tenía razón, la
verdad, en una cosa: la educación para adultos
es maravillosa porque
aunque las metáforas no sean lo mío
en el taller he
conocido a David: él escribirá la letra de mis canciones.
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