jueves, 17 de julio de 2014

LA BARRACA


                  

Una de las asignaturas pendientes del cine español reside en el hecho del escaso aprovechamiento que el séptimo arte patrio ha consumado de la espléndida literatura hispana. A diferencia de cinematografías europeas tan potentes como la británica o la francesa, las cuales han plasmado en pantalla las obras inmortales de sus letras de oro, la española apenas ha recreado ínfimamente las novelas legendarias de nuestra época literaria de oro y no con excesivamente óptimos resultados. A nuestros cineastas no se les ha dado bien históricamente adaptar al lenguaje cinematográfico nuestros grandes escritos siendo esto un aspecto que para mi gusto ha empobrecido desde tiempos ancestrales nuestro cine.

Resulta sorprendente que fuera el cine de oro mexicano de los cuarenta el celuloide que llevara a cabo las mejores y más emblemáticas adaptaciones al séptimo arte de las letras españolas, lo cual demuestra la profundidad y calidad de una época que sigue marcada con letras de oro en la historia del cine. En este sentido, claros son los ejemplos de La malquerida, fantástica cinta dirigida por Emilio Fernández sobre la novela de Jacinto Benavente y sobre todo para el que escribe, La barraca, extraordinaria y portentosa adaptación realizada por el mítico Roberto Gavaldón tomando como base la novela corta valenciana escrita por Vicente Blasco Ibáñez. 

Lo primero que llama la atención de la adaptación mexicana de La barraca es su espléndida recreación y ambientación para pintar la atmósfera esencial de la huerta valenciana de finales de siglo XIX (época en la que situó el novelista valenciano la trama descrita). Así, si no supiéramos el origen de la cinta, podríamos pensar sin ninguna duda que el film es de producción española. Fascinante es el esfuerzo dramático desempeñado por todos y cada uno de los actores, los cuales esconden su originario acento mexicano para hablar con el deje y léxico característico del levante ibérico (incluyendo chascarrillos y frases en valenciano), aspecto este que Gavaldón hilará mediante la participación de algunos actores de origen español, pero también gracias al esfuerzo de actores de oro mexicanos como el fundamental Domingo Soler, intérprete que como no podía ser de otra forma dado su país de nacimiento, poseía un profundo e intenso acento mexicano que en La Barraca no hará en ningún momento acto de presencia. Este cosmos realista se potencia además con un portentoso diseño de producción que reproducirá milagrosamente la arquitectura valenciana de final de siglo así como edificios emblemáticos de la capital como por ejemplo el pórtico del a catedral de la ciudad del Turia.

             

La cinta es ante todo una admirable adaptación de las letras emanadas de la privilegiada mente de Vicente Blasco Ibáñez, y es que a pesar de contar con una duración ajustada al lenguaje cinematográfico (a diferencia de la miniserie producida por la Televisión Española a finales de la década de los setenta dirigida por el argentino León Klimovsky y admirablemente protagonizada por un fantástico Álvaro de Luna que se basada en el mismo escrito), el director de Macario hizo gala de una sugestiva capacidad de condensación logrando pues captar el espíritu seminal que desprendía el libro sin necesidad que requerir un metraje excesivo.

No me extraña para nada que la novela de Blasco Ibáñez atrajera profundamente a un director de la garra y el talento de Gavaldón, puesto que la misma ostentaba buena parte de las obsesiones y mitología necesarias para conquistar el interés de uno de los grandes cineastas de la época de oro del país azteca, siendo especialmente reseñables el hecho de ser una historia intensa que segregaba los temas fundamentales del melodrama mexicano como eran esencialmente la tierra, la familia, los odios ancestrales de raíces tan profundas como las del más vetusto árbol, la injusticia social, la xenofobia y principalmente, los choques de clases reflejando así los padecimientos sufridos por los campesinos en su trabajo dirigido a enriquecer de forma injusta a los caciques del lugar. 

Como los buenos aficionados a la literatura hispana conocerán, la película narra la tragedia padecida por la familia de Batiste Borrull (hipnóticamente interpretado por un Domingo Soler que da el do de pecho en su recreación de un pagés valenciano), un honesto, bondadoso y trabajador campesino que se trasladará junto con su estirpe a las míticas tierras anteriormente cultivadas por el tío Barret, un campesino que osó enfrentarse al terrateniente para el cual laboraba su parcela, cayendo de este modo en desgracia siendo expulsado de su hogar por representar una amenaza de sublevación campesina. El misticismo adquirido por el tío Barret provocó que los vecinos del lugar juraran que protegerían las tierras del paisano Barret ante cualquier extranjero que se aventurara a ocupar la hacienda arrebatada injustamente a su inicial dueño. De este modo, la llegada de Borrull y su familia desatará el odio, la brutalidad y el acoso de los campesinos colindantes al campo cosechado por Borrull y los suyos, de tal manera que el piadoso Borrull deberá hacer frente a los más bajos instintos de sus vecinos que tratarán mediante la coacción y la presión expulsar de su latifundio al extranjero arribado al lugar. 

Gavaldón no dudará en exponer la brutalidad, las mentiras, los resentimientos, el salvajismo y la crueldad imperante en los paisajes rurales de la Valencia de finales de siglo XIX, y asimismo exhibirá su talento en la composición de paisajes edificando un hábitat en el que se reconocen fácilmente las costumbres y ritos de la Valencia más profunda adaptadas al lenguaje del cine mexicano de oro (ciertamente seductora resulta la típica escena musical tan característica del cine americano de los años cuarenta en la que contemplaremos una increíble coreografía de una jota valenciana), siendo un punto particularmente positivo para el disfrute de todos los aficionados la fantástica fluidez narrativa aportada por el cineasta azteca que sirve para entrelazar las diferentes elipsis temporales que tejen la trama sin que de este modo el espectador perciba ningún punto de ruptura argumental en el devenir del argumento. 

Nos hallamos pues ante una de las grandes cintas del cine de oro mexicano, elaborada con la técnica de los viejos artesanos del cine clásico originarios del país norteamericano que posee un especial encanto para los espectadores españoles gracias al hecho de ser una de las mejores adaptaciones al cine de una de las novelas emblemáticas de las letras españolas del siglo XIX. Una cinta que seguro disfrutarán los buenos aficionados al cine y a la literatura.


Autor: Rubén Redondo. 


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