martes, 29 de julio de 2014

UN TRANVÍA LLAMADO DESEO



                 

Sería mejor si no me oyeras a mí,
a Blanche, mucho mejor para ti, Miss Dubois,
así que ahógame en tu seno como al hijo que nunca has querido,
sofoca mi voz bajo tus plumas y pieles
y sigue creyéndote una dama de ponche en el porche
y no la vieja conocida de todas las llaves del Hotel Flamingo,
sigue creyéndote una refinada profesora de vacaciones
y no la corruptora de menores que ninguna madre olvidará,
sigue creyéndote la viuda de un poeta angelical
y no del suicida que le hizo la última felación a un revólver.

Toda la vida, miss Dubois, llevas escapando
primero de la marchita música que emanaba de las coronas fúnebres,
del mausoleo que fueron habitando las sombras de los nuestros,
luego de Belle Reve, que la degeneración de cada generación
fue hipotecando con la garantía de nuestra sangre corrupta,
de tus caricaturas obscenas en las pizarras del colegio,
de los sepulcros blanqueados de la ciudad de Auriol
donde profanaste el cadáver de nuestro nombre,
de las moquetas esqueléticas del Flamingo,
siempre escapando, Miss Dubois,
de mí, de Blanche, sobre todo
de mí.

No enciendas la lámpara, Miss Dubois,
o ponle una pantalla de seda ornada con dragones ciegos,
escóndete en el humo de la locomotora que te trajo a Nueva Orleans
o en el de tus sueños, maquíllate bien,
íntima que eres de los vapores del baño y del vino,
del vaho de niebla y de los nimbos de calor,
tejedora de la bruma de tus fantasías,
de cualquier velo que te filtre el mundo
y que a ti te pueda filtrar al mundo,
que te vele la verdad y pueda velarte a la verdad,
Miss Dubois, que solo te vele una vela encendida,
y no vayas a encender la lámpara de cuentas de vidrio
que revele tu cutis de cadáver velado,
las grietas de la edad,
los resquicios donde se ocultan las lagartijas de tu ruina,
no enciendas la luz
no sea que como un estrépito de hierro
vengan a atropellarte los pilotos del tranvía,
como hicieron los violines con la cordura de tu marido
al descompuesto compás de aquella polca en el baile
del que escapó para hacerle una felación al cañón.

Sería mejor, Miss Dubois, si no me oyeras a mí,
a Blanche, mucho mejor para ti,
así que ahógame en tu interior
como a la generosidad que nunca has sentido,
acalla mi voz con los sollozos de los violines de tus valses preferidos,
atúrdeme bajo los pétalos de glicina y las telas de muselina,
y sigue creyendo que tu hermana no debería haberse casado con Stanley
ni para renovar la sangre de nuestra estirpe,
y sigue creyendo que su hogar cavernícola
no es la última parada en tu descenso a las cloacas,
y sigue creyendo que Mitch, el marido nato,
no es el último al que gratis le tumbarás tu madurez.

Toda la vida, Miss Dubois, llevas escapando,
de las hablillas que sobre ti insinuaban los guiños de los camareros
o los codazos de los camioneros que paraban en el Flamingo,
toda la vida escapando,
de las flemas de tabaco que aciertan en la escupidera,
del humo lacrimógeno del póquer,
de los bolos rodando como cabezas decapitadas,
toda la vida escapando de la vulgaridad,
de la realidad y de la cordura,
y ahora del odio en bruto de tu cuñado
que se ha aprovechado de tu locura,
pero sobre todo de mí, de Blanche,
de mí.

No enciendas la luz, Miss Dubois,
embóscate tras tus cortesías y reverencias,
disfraza la verdad con tus galas,
apaga la luz y mi voz,
sería mejor que no me oyeras
mejor para ti pero peor para mí,
y que siguieras creyendo que Mitch es sordo a las habladurías
y que has sido tú quien ha espantado su cortejo,
toda la vida huyendo de la vulgaridad,
evadiéndote de la verdad por el túnel ciego,
apágame, no enciendas mi voz,
porque nadie creerá que Stanley te ha violado
y ha barrido las últimas cuentas de la lámpara de tu razón,
y la estruendosa mímica de la locura se te acercará
como la melodía de una polca dodecafónica
o las luces estrepitosas de un tranvía que viene a atropellarte,
no oigas la lámpara ni me enciendas como a una radio,
será mejor para ti pero mi muerte,
el entierro de aquellas cuentas de vidrio
que dejarían de emitir los últimos reflejos de la razón
ya que entonces tú, Miss Dubois, me habrás devorado a mí, a Blanche,
y seremos Blanche Dubois, la mujer rematadamente enamorada de sí misma
que ya conversa con la puerta, sirve un cóctel al armario,
valsea con una silla, sonríe a la vajilla,
y sigue creyendo que en la entrada le espera un millonario
para invitarla a un crucero por el Caribe
y no un viejo de negro que se parece a su destino
y calcula las duchas y electroshocks que merece,
el director de todos los manicomios de la noche.
    

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