A pesar que en estos últimos años han sido las figuras de Charles Chaplin y de Buster Keaton las que han mantenido con vida la llama de la popularidad del cine mudo, no sería justo olvidar al que para un servidor es sin duda el icono del cine comercial y urbano producido en el fabuloso cine silente estadounidense de los años veinte. Me refiero, como habrán adivinado, al maestro Harold Lloyd. Y es que si bien es cierto que el cine de Lloyd no goza de ese tono crítico que poseen las obras de Chaplin ni tampoco la poesía derrotista que conservan las de Keaton, resulta indiscutible que sus películas son las que mejor han envejecido manteniéndose en todo momento frescas, atractivas y muy simpáticas a pesar de los casi cien años que han pasado desde que fueron moldeadas por las mentes de esos pioneros de Hollywood.
Tras una prolífica carrera en el mundo del cortometraje, Lloyd dio el paso hacia el largo en los años veinte, produciendo una serie de filmes protagonizados por una figura que convertiría en su seña de identidad: la de un tímido hombre bastante patoso e ingenuo vestido con unas llamativas gafas negras de pasta que terminará inmerso en una compleja trama persiguiendo un amor en principio imposible. En medio de estos románticos argumentos, Lloyd insertaba para culminar sus historias unas fantásticas escenas de marcado sentido físico donde daba muestras de sus aptitudes de atleta sorteando todo tipo de obstáculos en las alturas de los rascacielos de Nueva York o esquivando los volantazos de unos delirantes vehículos zambullidos en frenéticas persecuciones.
Tras una prolífica carrera en el mundo del cortometraje, Lloyd dio el paso hacia el largo en los años veinte, produciendo una serie de filmes protagonizados por una figura que convertiría en su seña de identidad: la de un tímido hombre bastante patoso e ingenuo vestido con unas llamativas gafas negras de pasta que terminará inmerso en una compleja trama persiguiendo un amor en principio imposible. En medio de estos románticos argumentos, Lloyd insertaba para culminar sus historias unas fantásticas escenas de marcado sentido físico donde daba muestras de sus aptitudes de atleta sorteando todo tipo de obstáculos en las alturas de los rascacielos de Nueva York o esquivando los volantazos de unos delirantes vehículos zambullidos en frenéticas persecuciones.
De entre los magníficos filmes que adornan la filmografía del maestro, uno de los que más me gustan es este ¡Ay, mi madre!, cinta que se convirtió en una de las más taquilleras de la historia del cine mudo de la época y de la que parece Lloyd acabó renegando no contento con los resultados artísticos obtenidos. Muy exigente nuestro Tenorio Tímido, porque ¡Ay, mi madre! es una de esas cintas desternillantes, alegres e hilarantes que yo recomendaría a cualquier espectador que se encuentre en estado depresivo o triste, puesto que no me cabe duda que al finalizar su visionado seguramente habrá recuperado en parte las ganas de vivir.
En ¡Ay mi madre! Lloyd contó con buena parte de su equipo de confianza, siendo sobre todo reseñable la presencia en la silla de director del autor que mejor supo captar la esencia del humor del americano: el hoy olvidado y muy reivindicable Sam Taylor. Este es un punto muy a favor de la cinta, porque la misma ostenta esa pulcritud y elegancia inherente al cine de Taylor. Una perfección técnica que se combina con talento y sapiencia con ese ritmo trepidante dotado de fantásticos tics humorísticos. De modo que en un abrir y cerrar de ojos acontecerán una multitud de peripecias sin que exista hueco para el respiro o el aburrimiento.
Como en las buenas películas de LLoyd la trama cuenta con pocos, innominados –siempre identificados con una profesión o aptitud en lugar de con un nombre definido- y muy delimitados personajes, cada uno de ellos poseedor de un perfil concreto. Un hecho que ayudará a empatizar o generar rechazo en el espectador en virtud de la silueta con la que será pintado el contorno de cada uno de ellos. Así, la película arrancará informando de la existencia de dos distritos en una gran ciudad – claramente uniformada con el rostro del Nueva York que tanto amó el actor nacido en Nebraska- de rasgos divergentes: El barrio alto habitado por la alta burguesía y ricachones sin escrúpulos y el Barrio bajo morado por las clases más humildes y de buen corazón pero también por toda una galería de gángsters y malhechores.
En medio de esta dualidad, en ese distrito más marginal habita un predicador preocupado por proveer, con la ayuda de su bella y bondadosa hija, de alimentos y caridad cristiana a los más necesitados. Mientras en el sector alto de la urbe reside un pijo y adinerado heredero (interpretado por el protagonista de Cinemanía en un papel en principio menos amable de los que interpretó a lo largo de su carrera) que malgasta su fortuna sin preocuparse por los demás.
La película arranca con fuerza gracias a una espléndida secuencia exterior donde observaremos como el lujoso coche que conduce el chofer del personaje de Lloyd (un hombre negro que resalta la preocupación de éste por incluir actores afro americanos con asiduidad en sus filmes, habitualmente sombreados con un talante muy campechano para nada caricaturesco) chocará con la furgoneta de reparto al tratar de esquivar a un gato que se encontraba en medio de la carretera. Lejos de agitarse por el accidente, el ricachón saldrá por sus pies y con actitud muy prepotente del coche con dirección a un concesionario con objeto de adquirir una nueva pieza de colección para su patrimonio.
La radiografía de este antipático personaje se irá forjando a través de diferentes gags de tono muy físico. Así a continuación tendrá lugar una secuencia de persecución protagonizada por el recién estrenado vehículo adquirido por el personaje de Lloyd en virtud del robo que tiene lugar en la tienda situada en frente del concesionario. Este capítulo permitirá insertar sucesos de alto voltaje como esa magnífica y arriesgada secuencia en la que un tren destruirá el automóvil adquirido por Lloyd originando asimismo más de una carcajada a través de la observación de la mala suerte que persigue al adinerado protagonista.
En este sentido, la obra avanzará a través de pequeños episodios hasta que por una metedura de pata ejecutada por nuestro héroe (la quema por accidente del puesto regentado por el predicador presentado al iniciar la trama), éste cruzará su camino con los humildes benefactores del barrio bajo, enamorándose a través de una divertida historia de enredos y malentendidos de la hija del benevolente misionero. Este enamoramiento culminará con la petición de la mano de la hija del canónigo, punto que inducirá a los pijos amigos del protagonista a secuestrarle para intentar convencer a su compañero que detenga sus planes nupciales. Pero con la ayuda de los joviales gángsters reinsertados por la acción de la misión, Lloyd escapará de su cautiverio con dirección a una ceremonia cuya celebración peligra por la ausencia del novio.
Esta sencilla trama será empleada de base para una película apasionante y arrebatada que en tan solo cincuenta minutos de duración ofrece toda una lección de oficio y arte cinematográfico. De este modo, partiendo de la típica historia que narra las andanzas de un rico caprichoso aislado del mundo que se convertirá en un bondadoso benefactor por efecto del amor verdadero, el dúo Taylor-Lloyd supo edificar una película diferente, moderna y muy urbana cuyo desarrollo se engarza a través de pequeños eventos humorísticos que vertebran un todo con sentido crítico y romántico.
Son innumerables las situaciones cómicas que merecen ser resaltadas a lo largo del film. Pero me quedo sin duda con dos de ellas. La primera el incidente en el que un Lloyd consciente de la falta de feligreses que acuden a la misión, decidirá acudir por su cuenta y riesgo a los billares del barrio para atraer hacia la morada de su amada a los criminales y ladrones que habitan el barrio. Sin duda una escena maravillosa forjada mediante la comedia de situación y enredo donde los golpes, carreras y persecuciones en plena calle colmarán de carcajadas y belleza la pantalla – fantásticas son las patadas en el culo y tortazos que rematan las diferentes persecuciones encadenadas de esta magistral secuencia cómica-.
La segunda, sin duda de las escenas más ingeniosas de la historia de la comedia muda, es la página que concluye la obra, donde el personaje de Lloyd será rescatado de su secuestro por sus amigos gánsgters en la zona alta de la ciudad. Este capítulo se eleva como magistral gracias a su magnífico planteamiento y estructura labrada por un principio, un nudo y un fin. Así, arrancará con el arribo de los ladrones al lujoso edificio donde se halla secuestrado Lloyd, siendo liberado por la irrupción salvaje de los andrajosos colegas del cautivo. El nudo se hilará a través de la huida del ricachón y sus compinches por las calles de la ciudad sorteando para ello el tumultuoso tráfico y sirviéndose de diferentes trucos amparados por el estado de borrachera que contamina la mente de los ladrones, ocurrencia que hincará más de una situación tan surrealista como divertida. Y finalmente la culminación de la aventura se construirá gracias a la típica secuencia de persecuciones frenéticas en este caso a bordo de un tambaleante autobús conducido por los ojos ebrios de su conductor. Una escena donde el autor de El hombre mosca dará muestras de sus innatas dotes atléticas para el humor físico que bordó a lo largo de su carrera.
Y es que si hay una palabra que define a esta magnífica obra de la pareja Taylor-Lloyd es sin duda su vitalidad. Un brío vestido con un traje divertido, ardiente, entretenido y muy romántico que permite pasar un rato muy agradable y ameno. Porque el cine de Lloyd estaba diseñado para hacer disfrutar al público sin verter para ello complejas maniobras ni reflexiones. Puesto que para saborear ese regocijo sin límites es necesario abandonar las preocupaciones y contemplar los trajines y golpes que sufren unos personajes adornados con la sustancia de los buenos sentimientos a los que les aguarda un final feliz made in Hollywood. Pasen y vean.
Autor: Rubén Redondo.
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