domingo, 25 de octubre de 2015

OJALÁ FUERAS DIFERENTE, SAMUEL (HOMENAJE A BECKETT)


                    

Adelante, estáis en vuestra casa, ya que no hay más remedio. Podéis llamarme Henry; por la confianza que infundo, todo el mundo lo hace sin menoscabo del respeto, y sólo los alumnos me llaman Mr. Smith: seguro que soy el único profesor sin apodo. Lo digo por si os habéis confundido de casa. Nací aquí mismo, en Cork, Irlanda, la mejor tierra del mundo, y no sólo por el whisky o porque sea mi cuna, sino merced a las ráfagas de eucalipto y satisfacción que trae el viento de las montañas, a la pureza de una atmósfera inspiradora de pensamientos nobles, o a los ubérrimos patatales que nos hacen crecer sanos y robustos. Gracias a eso y a las vitaminas que me daban en casa, mi estatura me permite mirar desde arriba a casi todo el mundo; tengo el cutis rozagante y ruboroso, pese a que nunca me avergüenzo de nada, y las madres de los niños me solicitan entrevistas de tutoría con una insistencia sospechosa: soy de esos saludables rubios con ojos felices que nunca envejecen. Desayuno cereales y voy al gimnasio cuatro veces a la semana; ahora que estoy en slips, desvío la vista de la caja de bombones y aprecio mis deltoides, los bíceps y los músculos de las piernas. No enciendo más que habanos ante los fumadores influyentes y solo bebo alguna copa del vino más selecto en ocasiones especiales, para demostrar a los invitados a qué mesa se sientan. Soy licenciado por Oxford y católico practicante, no como vosotros; aún estáis a tiempo de lo segundo. Mi mujer y yo impartimos clases de matemáticas –por eso seremos tan ahorrativos- en el instituto de la ciudad, que además comando; he sido el director más joven de su historia. Os doy tantos detalles por si os habéis confundido de persona, pero ya veo que no. Por más que no seáis de nuestra clase y en vez de cumplidos más bien traéis problemas, ya veis que os recibo con cortesía, duendes de la duda, espíritus críticos -aquellos que me visitáis cuando hay alguna complicación-, aunque sería mejor que no volvierais por esta casa; ojalá la hubierais dejado dormitar en paz esta mañana de domingo, pero las tejas árabes o la chimenea de piedra caliza os habrán llamado la atención desde arriba. Cojo otro bombón y admiro cómo la luz soleada exalta la vidriera de la cocina; es tan plena, ardiendo en un fulgor que no sustenta ni una mota de polvo, ilumina con tal nitidez la simetría de mis costumbres, que he estado a punto de tranquilizarme y callar, pero habéis vuelto a cosquillearme en la garganta con vuestros insinuantes dedos.
 Ya veis que la cocina mira hacia las dalias y la glorieta. Como la parcela se extiende más de mil quinientos metros, tenemos un perro Terranova, he sembrado manzanos y mi mujer cultiva flores, y el año pasado hicimos una pista de tenis detrás del cenador, donde al menor descuido siguen brotando esos malditos hierbajos. Ahora mismo puedo oír el tempranero peloteo de Anne y mi cuñada, que vino ayer de Escocia para asistir al cotillón del Excelsior, aunque apenas suenan dos o tres golpes cada vez, seguidos del grito de rabia de la que haya fallado. Quiero a Anne, mi mujer: es bonita y casi inteligente. Nuestra última discusión fue el año pasado, a causa del perro: el pobre padece incontinencia y hay que ser paciente con él; nos costó una fortuna. Jamás me acuesto con las mujeres de mis amigos, a no ser que no pueda evitarlo: si algunas se sintieran despreciadas, podrían perjudicarme. Nuestros tres hijos son maravillosos; las fábulas de astutos animalejos que me enseñara mi madre les sirven de guía moral. Por lo demás, llevo un diario que escribo casi todas noches en la cama menos cuando estoy cansado o mi mujer quiere hacer el amor, cosas que por desgracia coinciden con frecuencia. Me sienta bien ajustarle cuentas a la gente por escrito. Bien, ya veis lo que he progresado desde nuestro último encuentro, cuando voté por primera vez y hube de elegir entre aquellos dos candidatos conservadores, así que ¿por qué habéis atosigado la chimenea con semejantes humos al colaros por ella? ¿A qué venir a cuestionarlo todo a estas alturas? ¿Os conformareis con que cambie de equipo de fútbol, voto o confesión, o pretendéis que abandone a mi mujer y a mis hijos -¡y mi casa!-, eche una Biblia al hatillo y me vaya a predicar por los caminos? ¿Que deje el colegio para ingresar en un convento, me embrutezca de vicio en los bajos fondos de Londres o me embarque a ultramar? Estáis chiflados y vais a volverme loco.
            No sabéis –y no os gustará- que los sábados por la tarde, mientras Anne prepara la cena, tengo la costumbre de arrellanarme en mi hamaca con una copa. Hago tintinear los hielos mirando al crepúsculo más allá de la uña del pulgar descalzo, y me complazco en recordar cuánto ha mejorado conmigo el colegio y lo bien que me ha ido en la vida. Doy las gracias a mis padres o rezo un padrenuestro, bebo un trago de whisky y, si no es el primero, los ojos se me empañan. Oigo unos pasos quedos y el suspiro que a veces Anne aún deja escapar al verme, y al inclinarse para llenarme la copa, adelanta sus pechos, aspiro la nostalgia de su perfume francés y el del jazmín, entreverado con el olor a cloro de la piscina, y puede que hasta la deje saltar a la hamaca. Es el mejor momento de la semana, pero ayer me lo perdí: tuvimos una cena familiar antes de asistir al baile del Excelsior.
            Ya veis, soy moderadamente feliz; por eso no entiendo a la gente como mi primo. Sí, tengo un primo segundo o tercero al que preferiría no haber conocido. Vive en el continente. Hace unas semanas me escribió haciéndome saber que quería volver una temporada a Irlanda para rememorar los viejos tiempos, y que ésta sería una buena oportunidad para conocernos. No lo dijo exactamente así, pues me extrañó su estilo tan escueto como si fuera un telegrama o una citación, en vez de expansionarse, y a ver si dejan de gritar ahí afuera esas dos arpías, que me va a explotar la cabeza. Parece que a mi primo no le queda ningún familiar por aquí, o quizá ya se hayan cansado de él, y a Anne se le ocurrió que éste sería un buen fin de semana para invitarlo a casa y que asistiera a la fiesta. Puede que quisiera presumir un poquito de tener algún famoso en la familia, pero también pretendía que mi primo coincidiera con su hermana porque lleva quince años intentando casarla. Mi cuñada ha tenido ocho o diez compromisos serios, pero ya ha devuelto un montón de anillos por los motivos más peregrinos. No es que descubra que el novio de turno tenga números rojos o sea comunista, sino simplemente que se aburre con él o lo sorprende con otro o varios hombres en la cama.
            Mi excéntrico primo se dedica a escribir y cultiva todos los géneros, si bien no es un autor popular, ni siquiera moralizante; sus escabrosos textos escandalizarían a un taxista si no dieran jaqueca: nunca he pasado de la décima página. Aparece en los últimos temas de los libros de texto, aquellos que nunca se dan por falta de tiempo; es objeto del estudio de miopes eruditos, y algunos jóvenes con greñas escriben tesis sobre su obra. Se llama Samuel Beckett.
            Cuando ayer fui a recogerlo a la estación, me lo encontré bajo la marquesina del autobús; lo reconocí por las fotografías de las revistas y los periódicos. Tenía una mochila a los pies y miraba hacia el fondo de la tarde, como yo hubiera debido hacer en mi hamaca, los hombros tensos y la barbilla sostenida por el puño derecho; el viento le revolvía el pelo –de repente empeoró el tiempo-, y un rayo de sol le hizo ponerse la mano en la frente como una visera. Al pronto pensé que habría creído que el baile del Excelsior sería de máscaras y vendría directamente disfrazado de vagabundo. Durante los instantes que lo borró de mi vista un autobús, vencí, por desgracia, la tentación de escabullirme a casa. Al acercarme, lo miré de arriba abajo. Gastaba una gabardina desastrada que le colgaba como un ahorcado; los pantalones le hacían bolsas en las rodillas, y sus destartalados zapatones de payaso desconocían el betún. Esbocé una de mis tácticas sonrisas, que algunos indeseables llamarían hipócritas, y con aprensión le tendí la mano, festejando su reencuentro con el viejo y querido terruño, que parecía acaparar su atención al punto de no dignarse a mirarme con la atención debida. Sentí el tacto húmedo, como si tocara a uno de sus repugnantes personajes, de la palma de su mano; y las tres palabras que me espetó, encogiendo los hombros y sin dejar de mirar al horizonte con los ojos de lechuza, sonaron como tres piedras que cayeran al fondo de una tumba:
            -Ojalá fuera diferente –dijo y enrolló el pergamino de su poliédrico semblante de reptil.
            Miré en su misma dirección, por si algún accidente del paisaje justificara su descontento. Detrás del parque se extendían las oleadas amarillas de los trigales y un valle perdido en la lontananza; al oeste se veían un luminoso bosque de abetos donde se elevaban taludes de roca y, recortada en una ladera, una panorámica de la ciudad vecina contra el cielo purpúreo. Rachas de viento nos traían el cálido aroma de la turba, pero él no dejaba de fruncir la nariz como si aspirara gases lacrimógenos.
            Subimos a mi nuevo vehículo, que contempló con las cejas enarcadas, arranqué a la primera y en silencio iniciamos el trayecto a casa. Soy por naturaleza comunicativo –odio la soledad-, pero por los poros de su piel de saurio aquel hombre destilaba una apatía contagiosa. Me sentí paralizado; todo enmudecía a su alrededor; el mundo maravilloso que fluía por el parabrisas parecía, mirado por él, tan monocorde como el motor del automóvil. Por más compresivo que soy con toda clase de gente, volví a arrepentirme, con razón, de haberlo invitado. Pero es que desde ayer me siento como si yo mismo fuera un advenedizo en la ciudad y un intruso en mi casa, en mi propia cama; y eso debió ser lo que me excitara tanto de madrugada, para sorpresa de Anne, que gemía como si la violara un apuesto ladrón. Es lo mismo que esta mañana me impide lavarme los dientes y me hace empacharme con estos malditos bombones, pues temo enfrentar a un extraño en el espejo. Reconozco que la visita de ese tipo me ha alterado, pero después de todo apenas me habrá arruinado un fin de semana, y aun así, cuando os vayáis todos -y supongo que tendréis por delante una dura jornadad torturando a otros infelices-, todavía quedará el domingo por delante, un día soleado, porque lo de anoche sólo fue una tormenta pasajera, espero. Estoy casi seguro –iré recuperando más certezas- de que mañana volveré a ser el de siempre; ya lo veréis, si por ventura nos encontramos en cualquier cafetería elegante del centro, mis malhadados geniecillos del dilema, aunque, flagelos de las convicciones, sé que preferís otros antros más dudosos.
 Nos deslizamos veloz y silenciosamente por la carretera, gracias a los amortiguadores del automóvil, pero con semejante copiloto en el asiento de la muerte, me parecía que dejábamos atrás la vida y sus promesas de felicidad. Varios kilómetros más adelante, logré llamarle la atención sobre las prestaciones del auto y las señoriales construcciones de los vecinos. Nuestro barrio residencial crece en una loma, al norte de la ciudad, y en sus limpias calles, modélicamente urbanizadas, se suceden las parcelas con regularidad y orden admirables. Las familias que lo habitan son tan distinguidas que no parecen generar basura gracias a la discreción de los contenedores de acero, que dos veces al día son vaciados por silenciosos camiones. En ningún lugar os saludarán con tanto énfasis, salvo que no vengáis bien vestidos y merezcáis el ladrido de los perros. No sé de nadie que haya vendido su casa en todo este tiempo, ni que se haya divorciado. No he tenido que preocuparme jamás ni por una sola cuota impagada del colegio. Los pocos adulterios se llevan con sigilo para evitar escándalos y problemas conyugales, y cuando algunos vecinos se quedan solos en verano corren a divertirse a otros barrios.
            Mientras le explicaba todo esto, Samuel miraba de soslayo por la ventanilla, con el rictus de un anarquista a punto de encender la mecha. Le señalé la rosaleda de la rotonda, pero articuló una mueca de mula dispuesta a mordisquearla. Seguro que despreciaba aquellos porches con tímpanos donde ya se encendían las luces y las esperanzas razonables –más bien expectativas- de sus inquilinos, y odiaba los setos que delimitan las propiedades y los caminos de grava que entre guirnaldas de álamos conducen a la felicidad. Cuando lo conminé a darme su opinión sobre el vecindario, me respondió: “Ojalá fuera diferente”.
            Al llegar a casa gruñó y me lamenté de tener que introducir a tal sujeto en los selectos círculos de los dueños de aquellas mansiones, puesto que ninguno faltaría al cotillón del Excelsior. Podría perjudicarme que me asociaran con él, pero era imposible inventarse una excusa para dejarlo en casa, porque también yo había sugerido que aquella noche nos acompañaría una celebridad internacional.
            Para mi sorpresa, no prestó atención a las petunias ni a los arriates de magnolias que Anne cuida con el esmero de los aburridos; miró las dalias, las caléndulas y las rosas como si fueran plantas carnívoras, y ni siquiera merecieron sus elogios mis manzanos, que ya casi están en flor: seguro que hubiera preferido aquellos hierbajos tan difíciles de erradicar. Nuestro foxterrier Drake, que traía en la boca la cabeza de una muñeca, se abalanzó sobre él y se puso a olisquearle los zapatones, pero no sé qué pudo hacerle mi primo mientras yo forcejeaba con la cerradura, porque el pobre animal gimió y se alejó con el rabo entre las patas.
            Por más que le insté a hacerlo, tampoco reparó en las volutas de madera de la fachada, ni en el gracioso tejado curvo, sino que tensó la mandíbula y con la cabeza gacha se adelantó por el porche de roble, dejando un rastro de inmundicias por el entarimado. Se quedó cruzado de brazos en un rincón del vestíbulo, sin levantar la vista de la alfombra afgana, como deseando echar mano de una colilla incandescente, y no pude convencerlo de que se deshiciera de su maloliente gabardina.
            Mi mujer bajaba la escalinata luciendo su traje de terciopelo negro pespunteado con hilo de oro, que se había comprado para la ocasión. En sus orejas oscilaban los pendientes de oro, y el collar de perlas destellaba desde su prominente busto, que me enorgulleció no menos que el auto o la casa. Tendríais que ver el bamboleo de sus pechos cuando se agacha para encender la barbacoa o se inclina a servir una copa, porque cuando vienen invitados de postín le tengo dicho que no se ponga sujetador. Además, estaba recién maquillada y sus sombreados ojos emitían reflejos de ágata. Y a pesar de todo, cuando se la presenté a Samuel y ella le tendió su mano, no mereció ningún elogio por su parte, ni se inclinó para besársela, sino que se la estrechó mirando a otro lado. Luego la observó de través, entrecerrando los ojos, como si pensara que Anne había malgastado la juventud alternando su anodino trabajo de profesora con la educación de unos hijos imposibles. Su voz de seda le ofreció nuestra hospitalidad y él no tendría más remedio que reconocer su simpatía y cordialidad, y aun así le dio la espalda, quizá descalificando estas cualidades sociales como simple miedo a la soledad. Ya veis cuál es el problema: escarbando en su mente creo encontrar bastante más porquería que la suya: mejor sería barrerlo todo bajo alguna alfombra y poneros en la puerta de la calle.
            Aunque mi cuñada Margot tenga la boca desmesurada, como una caverna entre las fallas del rostro, y la nariz demasiado larga –quizá le crezca cada vez que alude a su edad-, anoche estaba resplandeciente con su vestido primaveral de muselina, que exhibía un triángulo de piel desnuda en la espalda. Margot será algo desenvuelta, pero Samuel no debió hacer lo que hizo. Después de aquello, incluso ella se puso como un pimiento y nosotros nos quedamos callados, mirándonos la punta de los zapatos, mientras las ramas tañían la ventana y el reloj daba, una tras otra, siete campanadas. Al fin, me carraspeé en la mano e hice una oportuna broma acerca de las diferentes costumbres de cada país. Tan animosa como siempre, Margot distendió la boca en una herida de oreja a oreja, que encubriera su embarazo, pese a todo ofreció su brazo a mi primo, al tiempo que yo le tendía el mío a Anne, y de esa guisa accedimos los cuatro al comedor. Era imposible que Margot no hubiera escuchado las palabras que Samuel le había dirigido momentos antes, cuando ella le ofreció en vano la mejilla a su boca de batracio: “Ojalá fueras diferente”.        
            Nos encontramos a los niños, que ya apartaban ruidosamente las sillas de la mesa. Alex, el mayor, de casi ocho años, se abalanzó a mis brazos. Últimamente está muy cariñoso porque quiere una bicicleta para su cumpleaños; ese chico cada vez se parece más a mí. Louise, la mediana, de seis, y Constance, la menor, que aún no ha cumplido los cuatro, me sonrieron tan encantadoras como siempre, le enseñaron a Anne la muñeca que Drake había decapitado, y no tardaron en ponerse a berrear y a tirarse del pelo. Mientras hacía por separarlas, no pude evitar mirar a mi primo de reojo y lo sorprendí arrugando la boca con tal desdén que estoy seguro de que se muestra contrario a la procreación. Así que preferí mantener a mis hijos lejos de la influencia de aquel individuo y los despedí sin advertirles que saludaran a su tío. La canguro, una estudiante oronda y parlanchina, salió trotando como si hubiera visto un fantasma, sin abrir la boca por primera vez desde que la conozco.
            Ya a la mesa, trinchando el pavo en la cabecera, observé que él guiñaba los ojos mirando en torno. Parecía desaprobar los floridos diplomas y distinciones que enorgullecen la sala, mis trofeos ganados en los concursos de pesca y los pierrots y bibelots que traemos de los viajes. La estancia entera, con sus nobles revestimientos y artesonados de roble, las ménsulas y molduras de escayola, debió parecerle una celda de castigo, a juzgar por el empequeñecimiento de sus ojos. Apenas tocaba nuestros cubiertos de plata con la punta de los dedos, como si pudieran inocularle alguna enfermedad. El jarrón de orquídeas que Anne había dispuesto primorosamente en el centro del mantel de damasco, sólo mereció el chasquido de su lengua contra el paladar. Escrutó la copa de vino al trasluz y no se dignó a probarlo. Miraba la bandeja del pavo asado con tanta grima como si fuese vegetariano, y no debí condescender a preguntarle si prefería ala o pechuga y qué le parecía la pinta que tenía el asado, pues me respondió con voz de ultratumba: “Ojalá fuera diferente”. Ingenua, Anne quiso saber si se refería a que no estaba bien cebado o a que no le gustaba el relleno. Así que se atiborró de puerros y pan con mantequilla, que le brillaba en los labios y la barbilla, ya que también parecía despreciar nuestras servilletas de hilo, y no dejaba de desmigajar la hogaza como si alimentase a las palomas de un parque.
            Al principio, los tres nos contagiamos de su silencio ominoso y, tan apáticos e indiferentes como él, oíamos los chasquidos de la carne triturada y el aullido sepulcral de un viento que a Samuel parecía agradarle, o al menos sonreía a cada desolado soplo. Masticaba yo sin tomarle el sabor a ningún bocado. Margot tosió afectadamente y con algún pormenor se refirió a la obra de teatro que representamos en el colegio durante las fiestas, y que este año la comisión me ha encomendado dirigir. Supuse que se disponía a aludir a la condición de dramaturgo de nuestro invitado, que bien podría supervisar nuestro ensayo de hoy domingo, pero cuando me vio dilatar al máximo la mejilla derecha y cerrar el ojo correspondiente, enmudeció. A los postres, Samuel peló una manzana desprendiéndola de un ondulante tramo de piel, mientras ilustraba nuestra versátil conversación acerca del clima con unos silbidos que imitaban el sonido del viento. Parecía fascinarlo la muñeca decapitada de mis hijas, que yacía en el suelo. Me pareció que el pudding flameaba con una pálida llama y lo dejé a un lado: ése fue otro presagio, mis inoportunos y discutidores visitantes, de que esta mañana llegaríais muy temprano. Y haced el favor de comportaros, que pitorrearos de esa forma en mi casa no es la mejor manera de convencerme de que la ponga en venta.
            Mientras las mujeres acababan de arreglarse, la mugrienta espalda de su impermeable se arqueó sobre la balaustrada de la terraza. Como todas las noches a esa hora, cantó un ruiseñor en el jardín, y al acercarme vi que aplastaba con saña una colilla bajo el zapatón; aquel sujeto que presumía de poeta era incapaz de apreciar las bellezas y los milagros cotidianos que nos depara la vida. El ruiseñor volvió a cantar –y lo grave es que me pareció que desafinaba- y él masculló entre dientes.
            Al fin nos dirigimos al cotillón. Margot empujó a su hermana al asiento delantero del coche, insistiendo en acomodarse junto a Samuel. No sé qué hicieron por allí atrás, pero Anne se ruborizó y, a pesar de mis tosecillas admonitorias, mi cuñada no dejaba de gorjear en la oscuridad.


El baile se celebra todos los años para conmemorar el aniversario de la fundación de la ciudad; es el mayor acontecimiento social del condado. En esta solemne noche las familias más ilustres suelen anunciar los matrimonios que habrán de celebrarse al año siguiente; las jóvenes de alcurnia son presentadas en sociedad, y se acuerdan las decisiones más importantes para la comunidad, como el establecimiento de una estación de servicio, la apertura de otra farmacia o el cierre de algún equívoco pub.
Hace cinco años, en una velada similar se acordó nombrarme director del instituto, y con todo, anoche me encontraba aún más nervioso que entonces. Me temblaban las manos y en el vestíbulo me bebí de golpe dos copas de jerez, que arrebaté de una bandeja olvidada en un velador; tenía la boca seca. A costa de mi reputación, todo el mundo relacionaría a aquel cafre conmigo, y en una sola noche perdería lo que me había labrado con tanto esfuerzo.
Enjugándome la frente con el pañuelo, miré hacia la sala desde el estrado. Me pregunté qué opinaría Samuel del fulgor rutilante de las joyas a la luz de las arañas, de la blancura de las flamantes chaquetas de los camareros, de la elegancia de los chaqués. No obstante, al fijarme con más atención me pareció que a más de uno se le había olvidado ir a la tintorería.
Dejamos nuestros valiosos abrigos al encargado del guardarropa, menos mi primo, que insistió en no desprenderse de su gabardina, y descendimos la escalinata. Entre las cabezas vueltas se desenlazaron las conversaciones; todos dejaron de bailar. Estalló un globo y al gobernador se le cayó el vaso. La Superiora del convento y la generala extendieron a mi primo sendos libros para que se los firmara.
Rechiné las muelas cuando vi que el ínclito concejal Bailey apoyaba la mano en el hombro de Samuel, donde brillaba un lamparón de grasa, para conducirlo al bar. Este prohombre es ejemplar, y como entonces caí en que, más allá de los difamadores, también tiene la desgracia de ser víctima jurada de jueces y jurados, concluí que a ello se debía su proverbial susceptibilidad. Además de culto -sus enemigos lo pretenden pedante-, probo y cortés, es tan puntilloso en cuestiones de honor que de un momento a otro Samuel lo escandalizaría  con una mera palabra. En tanto el concejal le servía un ponche, Samuel le miraba irónicamente el ilustre bigote, que, con la mitad derecha de sus guías enhiestas y la izquierda mitad abatidas, como si delatara las paradojas de su destino, no dejaba de agitarse con la locuacidad de su dueño.
Resoplando me dirigí hacia ellos para atenuar el efecto que mi primo pudiera causarle. Pero en el camino tuve que detenerme a saludar a mi colega Johnston, y mientras intercambiábamos rumores, se me ocurrió que éste era demasiado propenso a prestar clases de apoyo a los alumnos rubios y taciturnos. Luego vi que el concejal, ya descortésmente abandonado, seguía frunciendo el bigote. Samuel habría hecho de las suyas y en el mejor caso lo habría sumido en el abatimiento, pero al llegar a su altura Bailey me dirigió estas palabras, que algunos habrían creído pretenciosas:
-Te felicito, Henry. Es un hombre extraordinario; me ha dado mucho que pensar. No le atribuye ninguna importancia a los artificios del atuendo ni a las convenciones filisteas, y sus silencios denotan una sabiduría esotérica. Me recuerda a uno de aquellos filósofos cínicos de Grecia. ¿Sabes lo que me ha contestado después de plantearle mis dudas acerca del nuevo sistema educativo?: “Ojalá fuera diferente”. Magnífico, ¿no te parece?
No pude sino suspirar y vaciar aliviado una o dos copas de ponche. Abandoné al concejal mesándose el bigote y con la vista fija en el infinito, donde no existe la difamación y sólo dictamina el Juez Supremo.
Me abrí paso entre algunos invitados. Recibí un codazo en el costado y las disculpas de mi amigo el Subsecretario de Hacienda, que tras husmear desaprobadoramente en mi vodka pasó de largo. Ensayé sonrisas a varios conocidos, aunque me heló la frialdad de todas las miradas. Crucé entre varios empresarios de provecta edad, que me miraron sacudiendo la cabeza con una especie de resentido desaliento, como si yo hubiera desencadenado la última recesión. No me era difícil situar aquí y allá a Samuel, pues las miradas de los invitados convergían hacia su desgarbada persona; y cuando vi su cabeza de galápago inclinada sobre la cabellera rubio platino de la hija del alcalde, me atraganté con el whisky que acababa de pescar en una bandeja. Esta joven es la belleza oficial de la ciudad y el mejor partido entre todas las chicas casaderas, y rechaza las proposiciones con palabras tan crueles que las flores o las alianzas tendidas hacia ella parecen marchitarse y herrumbrarse al instante. Dejé con la palabra en la boca, no sin alguna descortesía, al dueño del estanco -sólo es un nuevo rico-, y acudí en su rescate.
Pasé junto a un corro de prominentes personajes, que también ignoraron mis reverencias, y me extrañó escuchar, entre movimientos de cigarros, palabras laudatorias sobre mi primo. Que si no respetaba la hipocresía, que si era un personaje original, un hombre fascinante, un genio, qué sé yo. Aunque todos ellos tienen a sus hijos en el colegio, ninguno pareció reconocerme, como aún temo que a mí mismo me ocurra si voy a lavarme los dientes, así que seguiré con los bombones. Si cogierais uno, dulcificaríais ese carácter tan acerbo.
Se me puso la piel de gallina cuando entre las cabezas del matrimonio O´Connor vi cómo surgía, de los lúbricos labios de la joven, una lengua de fresa que empezó a recorrer el lóbulo de cierta oreja de elefante. Por la clarividencia del odio, creí percibir cómo se erizaban de lujuria los hirsutos vellos que emergen del oído de Samuel. Empujé a alguien, que prorrumpió en una blasfemia, pisé, uno tras otro, a ambos O´Connor al pasar entre ellos, y llegué a tiempo de percibir el suspiro que emitía la recién abandonada rubia. Me envolvió una fragancia de lavanda y observé escandalizado que desde la palma de su mano soplaba un etéreo beso hacia la espalda del impermeable que se alejaba entre los invitados. Tenía las pupilas dilatadas, las mejillas como la remolacha y estrechaba contra los pechos, casi descubiertos por un escote que sería la comidilla de la gente, un mamotreto que parecía la biblia de una misa negra: las Obras Completas de Samuel Beckett.
Para mi espanto, el gran autor se paseaba ahora del brazo de Mrs Pembroke, que iba tan tiesa como corresponde, pues su estirado porte representa la conciencia moral de la comunidad. Todo el mundo sabe que esta abstemia anciana, algo corpulenta y –me fijé anoche- con la mirada de su ojo derecho ligeramente desviada, es el oráculo del Concejo. La eterna diadema de oro que corona su peinado ilumina nuestros designios como la luz de un faro -una insinuación suya en el desayuno bastaría para destituirme-, y además, como miembro de honor del Comité, es ella quien cursa las invitaciones al cotillón del Excelsior.
Entonces recibí una palmada en la espalda que me lanzó hacia adelante y casi me hizo caer de bruces sobre un camarero; me equilibré, y al darme la vuelta apenas vi a un grupo de nucas y espaldas vueltas con aire inocente. Alguien había querido agredirme, gastarme una broma o se había sobrepasado en su expresión de afecto y luego, arrepentido de su acción, se camufló entre los demás.
En los minutos siguientes me encontré intentando localizar a Mrs Pembroke y a Samuel. Al principio me sentí algo mareado, pero luego concluí que era todo el mundo, menos yo, quien lo estaba. Avergonzados de sí mismos –y no de mí, como creí por un instante-, los invitados se tambaleaban borrachos y hasta los camareros andaban a gatas. Aún me duele la cabeza recordando la de vueltas que pude dar en su busca por la sala, interceptando de tanto en tanto a algún camarero para reanimarme con un trago. Me pareció notar que varios conocidos me dejaban atrás y otros simulaban no verme pasar a su lado.
Al fin encontré a Mrs Pembroke. Se hallaba sola y se erguía más severa que nunca, a punto de echar humo por alguna de las ranuras de su cuerpo. Ocultando en la espalda una copa de brandy, intenté sonsacarle algo, pero ella adoptó su característica actitud gélida, articuló con altivez la cabeza hacia atrás y su rostro esbozó una expresión de reproche. Me vi dando clases particulares mientras mi mujer hacía la colada en un cuchitril de los arrabales. Pero la circunspecta anciana se llevó a la boca un matasuegras que, con la risa resoplándole por la nariz, tocó la punta de la mía. Aquello parecía sacado de alguna absurda obra de Samuel, y exhalé un silbido de alivio tan agudo como el que ahora emite la tetera. A ver si me despeja una taza de esta marca india. ¿Aún lo tomáis sin azúcar, mis amargos críticos? ¿No se os está haciendo algo tarde?
La tranquilidad duró poco, porque Mrs. Pembroke me explicó entre risas que nada menos que el juez Stauton, un selecto gourmet, le estaba pidiendo a mi primo la mejor receta para rellenar el pavo. Recordé la mirada que Samuel había lanzado a nuestro asado y me quedé sin aliento.
A pesar de su soltería, que, según cavilé, lo ha hecho blanco de ciertas murmuraciones, el juez Stauton es el prócer más venerado de la comarca. Pero también tiene una vena ocurrente, de dichos geniales, aunque hay que soportar su costumbre de pincharle a uno el vientre con el índice cada vez que se dispone a pronunciar alguno. Me encontré con mi mujer, que se dedicaba a presentarle a Margot todo lo que llevara pantalones y, tosiéndole forzadamente al oído, intentaba precisamente llamar la atención del ya solitario juez. Anne me miró con la boca y los ojos de par en par, como si mi aspecto no fuera conveniente. Me recompuse la pajarita y abroché el último botón de la chaqueta. Margot miraba encandilada el abstraído rostro, sin cejas ni pestañas, del juez, que, sacudiendo la cabeza de buitre con expresión grave, se puso a musitar con tanta unción como si dictara alguna sentencia, sin dejar de garrapatear en una agenda. Me acerqué y pude oír lo que murmuraba para sí: “… increíble, así que el relleno es de calabaza y frutas en almíbar. Ha dicho que a partes iguales. Salsa de chutney y orégano. Cocer a fuego lento antes de hornear…”, y aquí se interrumpió, llevándose la punta del lápiz al cénit de la calva. Volví a pasarme el pañuelo por la frente y noté un calambre en el vientre, el pinchazo del índice del juez.
Anne me tiró del brazo hasta el bar, no sé por qué recomendándome moderación, me sirvió una copa de agua y fue en busca de su hermana. Al menos había impedido que después del pinchazo el juez me endilgara su tontería de costumbre.
Renuncié a seguir el rastro de Samuel. Solo había conseguido agobiarme, y en una velada tan decisiva no había trabado relación con nadie influyente, mientras se estarían decidiendo los destinos de muchos de nosotros. Allí me encontraba, solitario en el bar, acodado de espaldas a la barra y sosteniendo el tallo de una copa tras otra de ponche, que apenas podía tragar. Seguía sudando a mares y me molestaba el cuello almidonado de la camisa. Casi derramo la copa al atisbar entre varias cabezas cómo ciertos ojos de halcón parpadeaban de disgusto. Seguro que para Samuel las discretas risas de nuestras mujeres eran estúpidas; los comentarios de los hombres, zafios; nuestra forma de bailar, puritana; los camareros repartían bebidas aguadas, y la orquesta desafinaba. El mundo entero era horroroso o bien no había en él nada suficientemente bueno para Samuel Beckett. Y lo peor era que después de esperar durante meses aquella noche yo quería irme a casa.
Sentí la clásica opresión en las sienes y cerré los ojos. La música de la orquesta me sonaba ahora como una de esas cacofónicas obras de vanguardia. Al abrirlos, vi que al gobernador se le caía otra copa. El concejal seguía frunciendo el mustio bigote. Mrs. Pembroke soplaba su matasuegras. Escribía el juez en su libreta como si redactara un indulto. Margot bailaba con el obispo. En medio de la pista de baile, la hija del alcalde aún abrazaba su mamotreto. Alguien me tiró un puñado de confeti directamente a los ojos; la sala viró a mis ojos, y vi desparramadas por el suelo las borlas y guirnaldas que deberían haber colgado del techo y las paredes. Me dirigí afuera para respirar aire fresco, jurándome suspender al hijo de quien volviera a ignorarme en el camino, si no era lo suficientemente importante.
 Caminé casi en equilibrio hacia aparcamiento, las manos en los bolsillos y contemplando las estrellas de la primavera. No había logrado proponer a ningún miembro del comité un aumento de mi sueldo, pero al menos había evitado la catástrofe. Aunque se había asomado la luna, la espantó un trueno lejano. Detrás chilló un murciélago, y al volverme vi que junto a la garita del guardacoches se erigía una figura larguirucha, cerniéndose desgalichada al borde del precipicio donde se corta la avenida. Un relámpago pareció iluminarla, y pensé que debería haber antecedido al trueno y que el mundo estaba enloqueciendo: allí estaba él, añadiendo su presencia a las miserias y los absurdos de este mundo. No cabía duda, era él, mirando al fondo de la noche, al aire los faldones de la gabardina como las alas de un cuervo. Me acerqué, pero no pareció oírme. Como distracción, lanzaba piedrecitas que se despeñaban repiqueteando por la ladera del precipicio; su eco parecía reverberar hacia el infinito, como aquellas tres palabrejas suyas. Su pico de ave carroñera se fruncía en el rostro vulpino, coronado por aquella mata de pelo que parecía electrizarse de indignación en púas de puercoespín. Dejó de tirar guijarros, los brazos en jarra y la vista aún fija en la lejanía. La hilera de luces que palpitaban en la carretera debieron parecerle mortecinas; el balsámico aire de abril, miasmático; las estrellas sólo eran las candilejas de un teatro de barrio; la galaxia entera languidecía en un torbellino de caos, y el universo se expandía con torpeza. Lo curioso es que aquella última ocurrencia me hizo tambalear como si fuera mía, di un paso en falso y una piedra cayó por el barranco, pero inexplicablemente no repiqueteó, como si a mí hubiera querido negarme toda resonancia. Aquello acabó de enfurecerme. Retrocediendo con cautela ante el abismo, nunca llegué a odiar a Samuel tan íntimamente como entonces. No sé qué le impedía dar un paso adelante y arrojarse al vacío para abandonar una existencia que le parecía tan horrenda, librándonos de paso de su influencia. Os lo reconozco, estaba él tan distraído y yo tan fuera de mí en aquel rincón sin testigos, que recordé el empujón que en la fiesta me había propinado algún canalla y no sé qué habría hecho, si no hubiera sido por el vértigo o mi moderación con los licores.


Llamo a la puerta del dormitorio de Samuel; no quiero que pierda el tren de mediodía por nada del mundo. Como no contesta, temo que haya tenido la desvergüenza de suicidarse bajo nuestro techo, y atisbo por una rendija la cama vacía.
 Habiéndome cerciorado de que la mochila ha desaparecido del cuarto, al percibir el rastro rancio de su gabardina, abro la ventana. Anne y su hermana discuten acaloradamente sobre el bote de una pelota. Mi primo habrá salido al alba para coger el primer tren de la mañana; estaría avergonzado y no habrá encontrado excusas para su actitud de anoche. ¿Vendría borracho? Esos tipos excéntricos suelen ser alcohólicos incurables. Descubro en el escritorio un papel manuscrito y, sin molestarme en leerlo, lo arrugo en mi puño. De repente, se me ha quitado el dolor de cabeza; era imposible tener resaca. Sí, hace un día magnífico; con un tiempo así sólo se puede ser feliz, moderadamente. Anne ha prorrumpido en una retahíla de blasfemias que acalla el canto de los pájaros: por vuestra culpa habrá dudado en la red y le habréis hecho fallar una volea fácil.
 Mirando la depresión que su cuerpo, sin duda arrebujado en la gabardina, ha dejado en la mitad del colchón, me pregunto, a la vista de su conducta, qué interés podía tener Samuel Beckett en venir a visitarnos. Quizás necesitase material para su nueva obra de teatro; a lo mejor ya se ha hartado de sus personajes sórdidos o mutilados y quería documentarse sobre la élite del país. Lo sabremos cuando publique su siguiente libro, si es que se traduce, ya que el muy renegado ni siquiera escribe en la lengua de sus padres.  
Camino por el cuarto algo desconcertado, estrujándome las manos a la espalda, de la puerta a la ventana y de la ventana a la puerta, aburrido de preguntarme una y otra vez cómo se puede vivir a su modo, retorciéndolo todo por nada, enrareciendo el ambiente sin disfrutar de los dones y goces que Dios ha puesto a nuestro alcance. Todo el tiempo con sus ironías y suspicacias, mirando por encima del hombro a gente tan amable como nosotros, que le hemos abierto las puertas de nuestra casa y hasta de los corazones. Hace falta ser infeliz. Realmente, él sí que debería ser diferente: ojalá fueras diferente, Samuel.
Me vuelvo a asomar a este domingo irresistible. Ya veo, incómodos espíritus, que por suerte vuestros harapos se van difuminando en el aire, prestos a sustanciarse en la atmósfera de otro infeliz más sensible a vuestras sugerencias. Anne y Margot siguen peloteando sin dejar de disputar sobre algún punto, en realidad furiosas de su torpeza, y gracias a que os estáis yendo empiezo a verlas con otros ojos. A sus elásticos movimientos se agitan los pechos y cabellos; sus pies se deslizan con agilidad, como si danzaran sin apenas tocar la hierba; se quiebran gráciles las cinturas y los brazos se impulsan con armonía. Samuel Beckett jamás hubiera captado la belleza de estas dos mujeres saltando y bailando casi desnudas bajo la luz radiante, pero tengo que reportarme, porque con tal de expulsaros del todo voy a hacerme poeta o algo peor. Pero la verdad es que él sólo hubiera tenido la visión de dos cuarentonas persiguiendo con torpeza una peluda pelota que volaría muy lejos de la línea de fondo, hacia un futuro de desengaños y enfermedades, pero ya vale. Es suficiente.
            Voy a ducharme, aunque los domingos no suelo hacerlo. También me lavaré los dientes; los bombones se han terminado y ya pasó todo: casi os habéis ido y quien empieza hablando solo puede acabar pareciéndose a mi primo. Estoy seguro de que ahora vuelvo a ser yo mismo, pero mi pantufla sale disparada, y aún a cuatro patas, con la barriga rozando el suelo, husmeo el fétido charco que me ha hecho resbalar. Ahora mismo llamo a la perrera; en una semana los niños habrán olvidado a ese maldito chucho.
 Hasta siempre, y si podéis cambiar un poco, sed moderadamente felices. Con un poco de suerte, y si dejáis en paz a los ciudadanos honrados y, en vez de condensaros con los malos pensamientos, os diluís en el humo de las barbacoas, de los habanos o en el incienso de las iglesias, el año que viene recibiréis de Mrs. Pembroke una invitación para el cotillón del Excelsior. No dudéis que allí nos veremos.
   

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