Adelante, estáis en vuestra casa,
ya que no hay más remedio. Podéis llamarme Henry; por la confianza que infundo,
todo el mundo lo hace sin menoscabo del respeto, y sólo los alumnos me llaman
Mr. Smith: seguro que soy el único profesor sin apodo. Lo digo por si os habéis
confundido de casa. Nací aquí mismo, en Cork, Irlanda, la mejor tierra del
mundo, y no sólo por el whisky o porque sea mi cuna, sino merced a las ráfagas
de eucalipto y satisfacción que trae el viento de las montañas, a la pureza de una
atmósfera inspiradora de pensamientos nobles, o a los ubérrimos patatales que
nos hacen crecer sanos y robustos. Gracias a eso y a las vitaminas que me daban
en casa, mi estatura me permite mirar desde arriba a casi todo el mundo; tengo
el cutis rozagante y ruboroso, pese a que nunca me avergüenzo de nada, y las
madres de los niños me solicitan entrevistas de tutoría con una insistencia
sospechosa: soy de esos saludables rubios con ojos felices que nunca envejecen.
Desayuno cereales y voy al gimnasio cuatro veces a la semana; ahora que estoy
en slips, desvío la vista de la caja de bombones y aprecio mis deltoides, los
bíceps y los músculos de las piernas. No enciendo más que habanos ante los
fumadores influyentes y solo bebo alguna copa del vino más selecto en ocasiones
especiales, para demostrar a los invitados a qué mesa se sientan. Soy
licenciado por Oxford y católico practicante, no como vosotros; aún estáis a
tiempo de lo segundo. Mi mujer y yo impartimos clases de matemáticas –por eso
seremos tan ahorrativos- en el instituto de la ciudad, que además comando; he
sido el director más joven de su historia. Os doy tantos detalles por si os
habéis confundido de persona, pero ya veo que no. Por más que no seáis de
nuestra clase y en vez de cumplidos más bien traéis problemas, ya veis que os
recibo con cortesía, duendes de la duda, espíritus críticos -aquellos que me
visitáis cuando hay alguna complicación-, aunque sería mejor que no volvierais por
esta casa; ojalá la hubierais dejado dormitar en paz esta mañana de domingo, pero
las tejas árabes o la chimenea de piedra caliza os habrán llamado la atención
desde arriba. Cojo otro bombón y admiro cómo la luz soleada exalta la vidriera
de la cocina; es tan plena, ardiendo en un fulgor que no sustenta ni una mota
de polvo, ilumina con tal nitidez la simetría de mis costumbres, que he estado
a punto de tranquilizarme y callar, pero habéis vuelto a cosquillearme en la
garganta con vuestros insinuantes dedos.
Ya veis que la cocina mira hacia las dalias y
la glorieta. Como la parcela se extiende más de mil quinientos metros, tenemos
un perro Terranova, he sembrado manzanos y mi mujer cultiva flores, y el año
pasado hicimos una pista de tenis detrás del cenador, donde al menor descuido
siguen brotando esos malditos hierbajos. Ahora mismo puedo oír el tempranero
peloteo de Anne y mi cuñada, que vino ayer de Escocia para asistir al cotillón
del Excelsior, aunque apenas suenan dos o tres golpes cada vez, seguidos del
grito de rabia de la que haya fallado. Quiero a Anne, mi mujer: es bonita y
casi inteligente. Nuestra última discusión fue el año pasado, a causa del
perro: el pobre padece incontinencia y hay que ser paciente con él; nos costó
una fortuna. Jamás me acuesto con las mujeres de mis amigos, a no ser que no
pueda evitarlo: si algunas se sintieran despreciadas, podrían perjudicarme.
Nuestros tres hijos son maravillosos; las fábulas de astutos animalejos que me
enseñara mi madre les sirven de guía moral. Por lo demás, llevo un diario que
escribo casi todas noches en la cama menos cuando estoy cansado o mi mujer
quiere hacer el amor, cosas que por desgracia coinciden con frecuencia. Me
sienta bien ajustarle cuentas a la gente por escrito. Bien, ya veis lo que he
progresado desde nuestro último encuentro, cuando voté por primera vez y hube
de elegir entre aquellos dos candidatos conservadores, así que ¿por qué habéis
atosigado la chimenea con semejantes humos al colaros por ella? ¿A qué venir a
cuestionarlo todo a estas alturas? ¿Os conformareis con que cambie de equipo de
fútbol, voto o confesión, o pretendéis que abandone a mi mujer y a mis hijos
-¡y mi casa!-, eche una Biblia al hatillo y me vaya a predicar por los caminos?
¿Que deje el colegio para ingresar en un convento, me embrutezca de vicio en
los bajos fondos de Londres o me embarque a ultramar? Estáis chiflados y vais a
volverme loco.
No
sabéis –y no os gustará- que los sábados por la tarde, mientras Anne prepara la
cena, tengo la costumbre de arrellanarme en mi hamaca con una copa. Hago
tintinear los hielos mirando al crepúsculo más allá de la uña del pulgar
descalzo, y me complazco en recordar cuánto ha mejorado conmigo el colegio y lo
bien que me ha ido en la vida. Doy las gracias a mis padres o rezo un
padrenuestro, bebo un trago de whisky y, si no es el primero, los ojos se me
empañan. Oigo unos pasos quedos y el suspiro que a veces Anne aún deja escapar
al verme, y al inclinarse para llenarme la copa, adelanta sus pechos, aspiro la
nostalgia de su perfume francés y el del jazmín, entreverado con el olor a cloro
de la piscina, y puede que hasta la deje saltar a la hamaca. Es el mejor
momento de la semana, pero ayer me lo perdí: tuvimos una cena familiar antes de
asistir al baile del Excelsior.
Ya
veis, soy moderadamente feliz; por eso no entiendo a la gente como mi primo.
Sí, tengo un primo segundo o tercero al que preferiría no haber conocido. Vive
en el continente. Hace unas semanas me escribió haciéndome saber que quería
volver una temporada a Irlanda para rememorar los viejos tiempos, y que ésta
sería una buena oportunidad para conocernos. No lo dijo exactamente así, pues
me extrañó su estilo tan escueto como si fuera un telegrama o una citación, en
vez de expansionarse, y a ver si dejan de gritar ahí afuera esas dos arpías,
que me va a explotar la cabeza. Parece que a mi primo no le queda ningún
familiar por aquí, o quizá ya se hayan cansado de él, y a Anne se le ocurrió
que éste sería un buen fin de semana para invitarlo a casa y que asistiera a la
fiesta. Puede que quisiera presumir un poquito de tener algún famoso en la
familia, pero también pretendía que mi primo coincidiera con su hermana porque
lleva quince años intentando casarla. Mi cuñada ha tenido ocho o diez
compromisos serios, pero ya ha devuelto un montón de anillos por los motivos
más peregrinos. No es que descubra que el novio de turno tenga números rojos o
sea comunista, sino simplemente que se aburre con él o lo sorprende con otro o
varios hombres en la cama.
Mi
excéntrico primo se dedica a escribir y cultiva todos los géneros, si bien no es
un autor popular, ni siquiera moralizante; sus escabrosos textos escandalizarían
a un taxista si no dieran jaqueca: nunca he pasado de la décima página. Aparece
en los últimos temas de los libros de texto, aquellos que nunca se dan por
falta de tiempo; es objeto del estudio de miopes eruditos, y algunos jóvenes
con greñas escriben tesis sobre su obra. Se llama Samuel Beckett.
Cuando
ayer fui a recogerlo a la estación, me lo encontré bajo la marquesina del
autobús; lo reconocí por las fotografías de las revistas y los periódicos.
Tenía una mochila a los pies y miraba hacia el fondo de la tarde, como yo hubiera
debido hacer en mi hamaca, los hombros tensos y la barbilla sostenida por el
puño derecho; el viento le revolvía el pelo –de repente empeoró el tiempo-, y
un rayo de sol le hizo ponerse la mano en la frente como una visera. Al pronto
pensé que habría creído que el baile del Excelsior sería de máscaras y vendría
directamente disfrazado de vagabundo. Durante los instantes que lo borró de mi
vista un autobús, vencí, por desgracia, la tentación de escabullirme a casa. Al
acercarme, lo miré de arriba abajo. Gastaba una gabardina desastrada que le
colgaba como un ahorcado; los pantalones le hacían bolsas en las rodillas, y sus
destartalados zapatones de payaso desconocían el betún. Esbocé una de mis
tácticas sonrisas, que algunos indeseables llamarían hipócritas, y con
aprensión le tendí la mano, festejando su reencuentro con el viejo y querido
terruño, que parecía acaparar su atención al punto de no dignarse a mirarme con
la atención debida. Sentí el tacto húmedo, como si tocara a uno de sus
repugnantes personajes, de la palma de su mano; y las tres palabras que me
espetó, encogiendo los hombros y sin dejar de mirar al horizonte con los ojos
de lechuza, sonaron como tres piedras que cayeran al fondo de una tumba:
-Ojalá
fuera diferente –dijo y enrolló el pergamino de su poliédrico semblante de
reptil.
Miré
en su misma dirección, por si algún accidente del paisaje justificara su descontento.
Detrás del parque se extendían las oleadas amarillas de los trigales y un valle
perdido en la lontananza; al oeste se veían un luminoso bosque de abetos donde
se elevaban taludes de roca y, recortada en una ladera, una panorámica de la
ciudad vecina contra el cielo purpúreo. Rachas de viento nos traían el cálido
aroma de la turba, pero él no dejaba de fruncir la nariz como si aspirara gases
lacrimógenos.
Subimos
a mi nuevo vehículo, que contempló con las cejas enarcadas, arranqué a la
primera y en silencio iniciamos el trayecto a casa. Soy por naturaleza
comunicativo –odio la soledad-, pero por los poros de su piel de saurio aquel
hombre destilaba una apatía contagiosa. Me sentí paralizado; todo enmudecía a
su alrededor; el mundo maravilloso que fluía por el parabrisas parecía, mirado
por él, tan monocorde como el motor del automóvil. Por más compresivo que soy
con toda clase de gente, volví a arrepentirme, con razón, de haberlo invitado.
Pero es que desde ayer me siento como si yo mismo fuera un advenedizo en la
ciudad y un intruso en mi casa, en mi propia cama; y eso debió ser lo que me
excitara tanto de madrugada, para sorpresa de Anne, que gemía como si la
violara un apuesto ladrón. Es lo mismo que esta mañana me impide lavarme los
dientes y me hace empacharme con estos malditos bombones, pues temo enfrentar a
un extraño en el espejo. Reconozco que la visita de ese tipo me ha alterado,
pero después de todo apenas me habrá arruinado un fin de semana, y aun así,
cuando os vayáis todos -y supongo que tendréis por delante una dura jornadad
torturando a otros infelices-, todavía quedará el domingo por delante, un día
soleado, porque lo de anoche sólo fue una tormenta pasajera, espero. Estoy casi
seguro –iré recuperando más certezas- de que mañana volveré a ser el de
siempre; ya lo veréis, si por ventura nos encontramos en cualquier cafetería
elegante del centro, mis malhadados geniecillos del dilema, aunque, flagelos de
las convicciones, sé que preferís otros antros más dudosos.
Nos deslizamos veloz y silenciosamente por la
carretera, gracias a los amortiguadores del automóvil, pero con semejante
copiloto en el asiento de la muerte, me parecía que dejábamos atrás la vida y
sus promesas de felicidad. Varios kilómetros más adelante, logré llamarle la
atención sobre las prestaciones del auto y las señoriales construcciones de los
vecinos. Nuestro barrio residencial crece en una loma, al norte de la ciudad, y
en sus limpias calles, modélicamente urbanizadas, se suceden las parcelas con
regularidad y orden admirables. Las familias que lo habitan son tan distinguidas
que no parecen generar basura gracias a la discreción de los contenedores de
acero, que dos veces al día son vaciados por silenciosos camiones. En ningún
lugar os saludarán con tanto énfasis, salvo que no vengáis bien vestidos y
merezcáis el ladrido de los perros. No sé de nadie que haya vendido su casa en
todo este tiempo, ni que se haya divorciado. No he tenido que preocuparme jamás
ni por una sola cuota impagada del colegio. Los pocos adulterios se llevan con
sigilo para evitar escándalos y problemas conyugales, y cuando algunos vecinos
se quedan solos en verano corren a divertirse a otros barrios.
Mientras
le explicaba todo esto, Samuel miraba de soslayo por la ventanilla, con el
rictus de un anarquista a punto de encender la mecha. Le señalé la rosaleda de
la rotonda, pero articuló una mueca de mula dispuesta a mordisquearla. Seguro
que despreciaba aquellos porches con tímpanos donde ya se encendían las luces y
las esperanzas razonables –más bien expectativas- de sus inquilinos, y odiaba
los setos que delimitan las propiedades y los caminos de grava que entre
guirnaldas de álamos conducen a la felicidad. Cuando lo conminé a darme su
opinión sobre el vecindario, me respondió: “Ojalá fuera diferente”.
Al
llegar a casa gruñó y me lamenté de tener que introducir a tal sujeto en los
selectos círculos de los dueños de aquellas mansiones, puesto que ninguno
faltaría al cotillón del Excelsior. Podría perjudicarme que me asociaran con
él, pero era imposible inventarse una excusa para dejarlo en casa, porque
también yo había sugerido que aquella noche nos acompañaría una celebridad
internacional.
Para
mi sorpresa, no prestó atención a las petunias ni a los arriates de magnolias
que Anne cuida con el esmero de los aburridos; miró las dalias, las caléndulas
y las rosas como si fueran plantas carnívoras, y ni siquiera merecieron sus
elogios mis manzanos, que ya casi están en flor: seguro que hubiera preferido
aquellos hierbajos tan difíciles de erradicar. Nuestro foxterrier Drake, que traía
en la boca la cabeza de una muñeca, se abalanzó sobre él y se puso a
olisquearle los zapatones, pero no sé qué pudo hacerle mi primo mientras yo
forcejeaba con la cerradura, porque el pobre animal gimió y se alejó con el
rabo entre las patas.
Por
más que le insté a hacerlo, tampoco reparó en las volutas de madera de la
fachada, ni en el gracioso tejado curvo, sino que tensó la mandíbula y con la
cabeza gacha se adelantó por el porche de roble, dejando un rastro de
inmundicias por el entarimado. Se quedó cruzado de brazos en un rincón del
vestíbulo, sin levantar la vista de la alfombra afgana, como deseando echar
mano de una colilla incandescente, y no pude convencerlo de que se deshiciera
de su maloliente gabardina.
Mi
mujer bajaba la escalinata luciendo su traje de terciopelo negro pespunteado
con hilo de oro, que se había comprado para la ocasión. En sus orejas oscilaban
los pendientes de oro, y el collar de perlas destellaba desde su prominente
busto, que me enorgulleció no menos que el auto o la casa. Tendríais que ver el
bamboleo de sus pechos cuando se agacha para encender la barbacoa o se inclina
a servir una copa, porque cuando vienen invitados de postín le tengo dicho que
no se ponga sujetador. Además, estaba recién maquillada y sus sombreados ojos
emitían reflejos de ágata. Y a pesar de todo, cuando se la presenté a Samuel y
ella le tendió su mano, no mereció ningún elogio por su parte, ni se inclinó
para besársela, sino que se la estrechó mirando a otro lado. Luego la observó
de través, entrecerrando los ojos, como si pensara que Anne había malgastado la
juventud alternando su anodino trabajo de profesora con la educación de unos
hijos imposibles. Su voz de seda le ofreció nuestra hospitalidad y él no
tendría más remedio que reconocer su simpatía y cordialidad, y aun así le dio
la espalda, quizá descalificando estas cualidades sociales como simple miedo a
la soledad. Ya veis cuál es el problema: escarbando en su mente creo encontrar
bastante más porquería que la suya: mejor sería barrerlo todo bajo alguna
alfombra y poneros en la puerta de la calle.
Aunque
mi cuñada Margot tenga la boca desmesurada, como una caverna entre las fallas
del rostro, y la nariz demasiado larga –quizá le crezca cada vez que alude a su
edad-, anoche estaba resplandeciente con su vestido primaveral de muselina, que
exhibía un triángulo de piel desnuda en la espalda. Margot será algo
desenvuelta, pero Samuel no debió hacer lo que hizo. Después de aquello,
incluso ella se puso como un pimiento y nosotros nos quedamos callados,
mirándonos la punta de los zapatos, mientras las ramas tañían la ventana y el
reloj daba, una tras otra, siete campanadas. Al fin, me carraspeé en la mano e
hice una oportuna broma acerca de las diferentes costumbres de cada país. Tan
animosa como siempre, Margot distendió la boca en una herida de oreja a oreja, que
encubriera su embarazo, pese a todo ofreció su brazo a mi primo, al tiempo que
yo le tendía el mío a Anne, y de esa guisa accedimos los cuatro al comedor. Era
imposible que Margot no hubiera escuchado las palabras que Samuel le había
dirigido momentos antes, cuando ella le ofreció en vano la mejilla a su boca de
batracio: “Ojalá fueras diferente”.
Nos
encontramos a los niños, que ya apartaban ruidosamente las sillas de la mesa. Alex,
el mayor, de casi ocho años, se abalanzó a mis brazos. Últimamente está muy
cariñoso porque quiere una bicicleta para su cumpleaños; ese chico cada vez se
parece más a mí. Louise, la mediana, de seis, y Constance, la menor, que aún no
ha cumplido los cuatro, me sonrieron tan encantadoras como siempre, le
enseñaron a Anne la muñeca que Drake había decapitado, y no tardaron en ponerse
a berrear y a tirarse del pelo. Mientras hacía por separarlas, no pude evitar
mirar a mi primo de reojo y lo sorprendí arrugando la boca con tal desdén que
estoy seguro de que se muestra contrario a la procreación. Así que preferí
mantener a mis hijos lejos de la influencia de aquel individuo y los despedí
sin advertirles que saludaran a su tío. La canguro, una estudiante oronda y
parlanchina, salió trotando como si hubiera visto un fantasma, sin abrir la
boca por primera vez desde que la conozco.
Ya
a la mesa, trinchando el pavo en la cabecera, observé que él guiñaba los ojos
mirando en torno. Parecía desaprobar los floridos diplomas y distinciones que
enorgullecen la sala, mis trofeos ganados en los concursos de pesca y los
pierrots y bibelots que traemos de los viajes. La estancia entera, con sus
nobles revestimientos y artesonados de roble, las ménsulas y molduras de escayola,
debió parecerle una celda de castigo, a juzgar por el empequeñecimiento de sus
ojos. Apenas tocaba nuestros cubiertos de plata con la punta de los dedos, como
si pudieran inocularle alguna enfermedad. El jarrón de orquídeas que Anne había
dispuesto primorosamente en el centro del mantel de damasco, sólo mereció el
chasquido de su lengua contra el paladar. Escrutó la copa de vino al trasluz y
no se dignó a probarlo. Miraba la bandeja del pavo asado con tanta grima como
si fuese vegetariano, y no debí condescender a preguntarle si prefería ala o
pechuga y qué le parecía la pinta que tenía el asado, pues me respondió con voz
de ultratumba: “Ojalá fuera diferente”. Ingenua, Anne quiso saber si se refería
a que no estaba bien cebado o a que no le gustaba el relleno. Así que se
atiborró de puerros y pan con mantequilla, que le brillaba en los labios y la
barbilla, ya que también parecía despreciar nuestras servilletas de hilo, y no
dejaba de desmigajar la hogaza como si alimentase a las palomas de un parque.
Al
principio, los tres nos contagiamos de su silencio ominoso y, tan apáticos e
indiferentes como él, oíamos los chasquidos de la carne triturada y el aullido
sepulcral de un viento que a Samuel parecía agradarle, o al menos sonreía a
cada desolado soplo. Masticaba yo sin tomarle el sabor a ningún bocado. Margot
tosió afectadamente y con algún pormenor se refirió a la obra de teatro que
representamos en el colegio durante las fiestas, y que este año la comisión me
ha encomendado dirigir. Supuse que se disponía a aludir a la condición de
dramaturgo de nuestro invitado, que bien podría supervisar nuestro ensayo de
hoy domingo, pero cuando me vio dilatar al máximo la mejilla derecha y cerrar
el ojo correspondiente, enmudeció. A los postres, Samuel peló una manzana desprendiéndola
de un ondulante tramo de piel, mientras ilustraba nuestra versátil conversación
acerca del clima con unos silbidos que imitaban el sonido del viento. Parecía
fascinarlo la muñeca decapitada de mis hijas, que yacía en el suelo. Me pareció
que el pudding flameaba con una pálida llama y lo dejé a un lado: ése fue otro
presagio, mis inoportunos y discutidores visitantes, de que esta mañana llegaríais
muy temprano. Y haced el favor de comportaros, que pitorrearos de esa forma en
mi casa no es la mejor manera de convencerme de que la ponga en venta.
Mientras
las mujeres acababan de arreglarse, la mugrienta espalda de su impermeable se
arqueó sobre la balaustrada de la terraza. Como todas las noches a esa hora,
cantó un ruiseñor en el jardín, y al acercarme vi que aplastaba con saña una
colilla bajo el zapatón; aquel sujeto que presumía de poeta era incapaz de
apreciar las bellezas y los milagros cotidianos que nos depara la vida. El
ruiseñor volvió a cantar –y lo grave es que me pareció que desafinaba- y él
masculló entre dientes.
Al
fin nos dirigimos al cotillón. Margot empujó a su hermana al asiento delantero
del coche, insistiendo en acomodarse junto a Samuel. No sé qué hicieron por
allí atrás, pero Anne se ruborizó y, a pesar de mis tosecillas admonitorias, mi
cuñada no dejaba de gorjear en la oscuridad.
El baile se celebra todos los
años para conmemorar el aniversario de la fundación de la ciudad; es el mayor
acontecimiento social del condado. En esta solemne noche las familias más ilustres
suelen anunciar los matrimonios que habrán de celebrarse al año siguiente; las
jóvenes de alcurnia son presentadas en sociedad, y se acuerdan las decisiones
más importantes para la comunidad, como el establecimiento de una estación de
servicio, la apertura de otra farmacia o el cierre de algún equívoco pub.
Hace cinco años, en una velada
similar se acordó nombrarme director del instituto, y con todo, anoche me
encontraba aún más nervioso que entonces. Me temblaban las manos y en el vestíbulo
me bebí de golpe dos copas de jerez, que arrebaté de una bandeja olvidada en un
velador; tenía la boca seca. A costa de mi reputación, todo el mundo
relacionaría a aquel cafre conmigo, y en una sola noche perdería lo que me
había labrado con tanto esfuerzo.
Enjugándome la frente con el
pañuelo, miré hacia la sala desde el estrado. Me pregunté qué opinaría Samuel
del fulgor rutilante de las joyas a la luz de las arañas, de la blancura de las
flamantes chaquetas de los camareros, de la elegancia de los chaqués. No obstante,
al fijarme con más atención me pareció que a más de uno se le había olvidado ir
a la tintorería.
Dejamos nuestros valiosos abrigos
al encargado del guardarropa, menos mi primo, que insistió en no desprenderse
de su gabardina, y descendimos la escalinata. Entre las cabezas vueltas se
desenlazaron las conversaciones; todos dejaron de bailar. Estalló un globo y al
gobernador se le cayó el vaso. La Superiora del convento y la generala
extendieron a mi primo sendos libros para que se los firmara.
Rechiné las muelas cuando vi que
el ínclito concejal Bailey apoyaba la mano en el hombro de Samuel, donde brillaba
un lamparón de grasa, para conducirlo al bar. Este prohombre es ejemplar, y
como entonces caí en que, más allá de los difamadores, también tiene la
desgracia de ser víctima jurada de jueces y jurados, concluí que a ello se
debía su proverbial susceptibilidad. Además de culto -sus enemigos lo pretenden
pedante-, probo y cortés, es tan puntilloso en cuestiones de honor que de un
momento a otro Samuel lo escandalizaría
con una mera palabra. En tanto el concejal le servía un ponche, Samuel
le miraba irónicamente el ilustre bigote, que, con la mitad derecha de sus
guías enhiestas y la izquierda mitad abatidas, como si delatara las paradojas
de su destino, no dejaba de agitarse con la locuacidad de su dueño.
Resoplando me dirigí hacia ellos
para atenuar el efecto que mi primo pudiera causarle. Pero en el camino tuve
que detenerme a saludar a mi colega Johnston, y mientras intercambiábamos rumores,
se me ocurrió que éste era demasiado propenso a prestar clases de apoyo a los
alumnos rubios y taciturnos. Luego vi que el concejal, ya descortésmente abandonado,
seguía frunciendo el bigote. Samuel habría hecho de las suyas y en el mejor
caso lo habría sumido en el abatimiento, pero al llegar a su altura Bailey me
dirigió estas palabras, que algunos habrían creído pretenciosas:
-Te felicito, Henry. Es un hombre
extraordinario; me ha dado mucho que pensar. No le atribuye ninguna importancia
a los artificios del atuendo ni a las convenciones filisteas, y sus silencios denotan
una sabiduría esotérica. Me recuerda a uno de aquellos filósofos cínicos de
Grecia. ¿Sabes lo que me ha contestado después de plantearle mis dudas acerca
del nuevo sistema educativo?: “Ojalá fuera diferente”. Magnífico, ¿no te
parece?
No pude sino suspirar y vaciar
aliviado una o dos copas de ponche. Abandoné al concejal mesándose el bigote y
con la vista fija en el infinito, donde no existe la difamación y sólo
dictamina el Juez Supremo.
Me abrí paso entre algunos invitados.
Recibí un codazo en el costado y las disculpas de mi amigo el Subsecretario de
Hacienda, que tras husmear desaprobadoramente en mi vodka pasó de largo. Ensayé
sonrisas a varios conocidos, aunque me heló la frialdad de todas las miradas.
Crucé entre varios empresarios de provecta edad, que me miraron sacudiendo la cabeza
con una especie de resentido desaliento, como si yo hubiera desencadenado la
última recesión. No me era difícil situar aquí y allá a Samuel, pues las
miradas de los invitados convergían hacia su desgarbada persona; y cuando vi su
cabeza de galápago inclinada sobre la cabellera rubio platino de la hija del
alcalde, me atraganté con el whisky que acababa de pescar en una bandeja. Esta
joven es la belleza oficial de la ciudad y el mejor partido entre todas las
chicas casaderas, y rechaza las proposiciones con palabras tan crueles que las
flores o las alianzas tendidas hacia ella parecen marchitarse y herrumbrarse al
instante. Dejé con la palabra en la boca, no sin alguna descortesía, al dueño del
estanco -sólo es un nuevo rico-, y acudí en su rescate.
Pasé junto a un corro de prominentes
personajes, que también ignoraron mis reverencias, y me extrañó escuchar, entre
movimientos de cigarros, palabras laudatorias sobre mi primo. Que si no
respetaba la hipocresía, que si era un personaje original, un hombre fascinante,
un genio, qué sé yo. Aunque todos ellos tienen a sus hijos en el colegio,
ninguno pareció reconocerme, como aún temo que a mí mismo me ocurra si voy a
lavarme los dientes, así que seguiré con los bombones. Si cogierais uno,
dulcificaríais ese carácter tan acerbo.
Se me puso la piel de gallina
cuando entre las cabezas del matrimonio O´Connor vi cómo surgía, de los
lúbricos labios de la joven, una lengua de fresa que empezó a recorrer el
lóbulo de cierta oreja de elefante. Por la clarividencia del odio, creí
percibir cómo se erizaban de lujuria los hirsutos vellos que emergen del oído
de Samuel. Empujé a alguien, que prorrumpió en una blasfemia, pisé, uno tras
otro, a ambos O´Connor al pasar entre ellos, y llegué a tiempo de percibir el
suspiro que emitía la recién abandonada rubia. Me envolvió una fragancia de
lavanda y observé escandalizado que desde la palma de su mano soplaba un etéreo
beso hacia la espalda del impermeable que se alejaba entre los invitados. Tenía
las pupilas dilatadas, las mejillas como la remolacha y estrechaba contra los
pechos, casi descubiertos por un escote que sería la comidilla de la gente, un
mamotreto que parecía la biblia de una misa negra: las Obras Completas de
Samuel Beckett.
Para mi espanto, el gran autor se
paseaba ahora del brazo de Mrs Pembroke, que iba tan tiesa como corresponde,
pues su estirado porte representa la conciencia moral de la comunidad. Todo el
mundo sabe que esta abstemia anciana, algo corpulenta y –me fijé anoche- con la
mirada de su ojo derecho ligeramente desviada, es el oráculo del Concejo. La
eterna diadema de oro que corona su peinado ilumina nuestros designios como la
luz de un faro -una insinuación suya en el desayuno bastaría para destituirme-,
y además, como miembro de honor del Comité, es ella quien cursa las
invitaciones al cotillón del Excelsior.
Entonces recibí una palmada en la
espalda que me lanzó hacia adelante y casi me hizo caer de bruces sobre un
camarero; me equilibré, y al darme la vuelta apenas vi a un grupo de nucas y
espaldas vueltas con aire inocente. Alguien había querido agredirme, gastarme
una broma o se había sobrepasado en su expresión de afecto y luego, arrepentido
de su acción, se camufló entre los demás.
En los minutos siguientes me
encontré intentando localizar a Mrs Pembroke y a Samuel. Al principio me sentí
algo mareado, pero luego concluí que era todo el mundo, menos yo, quien lo
estaba. Avergonzados de sí mismos –y no de mí, como creí por un instante-, los
invitados se tambaleaban borrachos y hasta los camareros andaban a gatas. Aún
me duele la cabeza recordando la de vueltas que pude dar en su busca por la
sala, interceptando de tanto en tanto a algún camarero para reanimarme con un
trago. Me pareció notar que varios conocidos me dejaban atrás y otros simulaban
no verme pasar a su lado.
Al fin encontré a Mrs Pembroke.
Se hallaba sola y se erguía más severa que nunca, a punto de echar humo por
alguna de las ranuras de su cuerpo. Ocultando en la espalda una copa de brandy,
intenté sonsacarle algo, pero ella adoptó su característica actitud gélida, articuló
con altivez la cabeza hacia atrás y su rostro esbozó una expresión de reproche.
Me vi dando clases particulares mientras mi mujer hacía la colada en un
cuchitril de los arrabales. Pero la circunspecta anciana se llevó a la boca un
matasuegras que, con la risa resoplándole por la nariz, tocó la punta de la mía.
Aquello parecía sacado de alguna absurda obra de Samuel, y exhalé un silbido de
alivio tan agudo como el que ahora emite la tetera. A ver si me despeja una taza
de esta marca india. ¿Aún lo tomáis sin azúcar, mis amargos críticos? ¿No se os
está haciendo algo tarde?
La tranquilidad duró poco, porque
Mrs. Pembroke me explicó entre risas que nada menos que el juez Stauton, un
selecto gourmet, le estaba pidiendo a mi primo la mejor receta para rellenar el
pavo. Recordé la mirada que Samuel había lanzado a nuestro asado y me quedé sin
aliento.
A pesar de su soltería, que, según
cavilé, lo ha hecho blanco de ciertas murmuraciones, el juez Stauton es el
prócer más venerado de la comarca. Pero también tiene una vena ocurrente, de
dichos geniales, aunque hay que soportar su costumbre de pincharle a uno el
vientre con el índice cada vez que se dispone a pronunciar alguno. Me encontré
con mi mujer, que se dedicaba a presentarle a Margot todo lo que llevara
pantalones y, tosiéndole forzadamente al oído, intentaba precisamente llamar la
atención del ya solitario juez. Anne me miró con la boca y los ojos de par en
par, como si mi aspecto no fuera conveniente. Me recompuse la pajarita y
abroché el último botón de la chaqueta. Margot miraba encandilada el abstraído
rostro, sin cejas ni pestañas, del juez, que, sacudiendo la cabeza de buitre con
expresión grave, se puso a musitar con tanta unción como si dictara alguna
sentencia, sin dejar de garrapatear en una agenda. Me acerqué y pude oír lo que
murmuraba para sí: “… increíble, así que el relleno es de calabaza y frutas en
almíbar. Ha dicho que a partes iguales. Salsa de chutney y orégano. Cocer a
fuego lento antes de hornear…”, y aquí se interrumpió, llevándose la punta del
lápiz al cénit de la calva. Volví a pasarme el pañuelo por la frente y noté un
calambre en el vientre, el pinchazo del índice del juez.
Anne me tiró del brazo hasta el
bar, no sé por qué recomendándome moderación, me sirvió una copa de agua y fue
en busca de su hermana. Al menos había impedido que después del pinchazo el
juez me endilgara su tontería de costumbre.
Renuncié a seguir el rastro de
Samuel. Solo había conseguido agobiarme, y en una velada tan decisiva no había
trabado relación con nadie influyente, mientras se estarían decidiendo los
destinos de muchos de nosotros. Allí me encontraba, solitario en el bar, acodado
de espaldas a la barra y sosteniendo el tallo de una copa tras otra de ponche,
que apenas podía tragar. Seguía sudando a mares y me molestaba el cuello
almidonado de la camisa. Casi derramo la copa al atisbar entre varias cabezas
cómo ciertos ojos de halcón parpadeaban de disgusto. Seguro que para Samuel las
discretas risas de nuestras mujeres eran estúpidas; los comentarios de los
hombres, zafios; nuestra forma de bailar, puritana; los camareros repartían
bebidas aguadas, y la orquesta desafinaba. El mundo entero era horroroso o bien
no había en él nada suficientemente bueno para Samuel Beckett. Y lo peor era
que después de esperar durante meses aquella noche yo quería irme a casa.
Sentí la clásica opresión en las
sienes y cerré los ojos. La música de la orquesta me sonaba ahora como una de
esas cacofónicas obras de vanguardia. Al abrirlos, vi que al gobernador se le
caía otra copa. El concejal seguía frunciendo el mustio bigote. Mrs. Pembroke
soplaba su matasuegras. Escribía el juez en su libreta como si redactara un
indulto. Margot bailaba con el obispo. En medio de la pista de baile, la hija
del alcalde aún abrazaba su mamotreto. Alguien me tiró un puñado de confeti directamente
a los ojos; la sala viró a mis ojos, y vi desparramadas por el suelo las borlas
y guirnaldas que deberían haber colgado del techo y las paredes. Me dirigí afuera
para respirar aire fresco, jurándome suspender al hijo de quien volviera a
ignorarme en el camino, si no era lo suficientemente importante.
Caminé casi en equilibrio hacia aparcamiento,
las manos en los bolsillos y contemplando las estrellas de la primavera. No
había logrado proponer a ningún miembro del comité un aumento de mi sueldo,
pero al menos había evitado la catástrofe. Aunque se había asomado la luna, la
espantó un trueno lejano. Detrás chilló un murciélago, y al volverme vi que junto
a la garita del guardacoches se erigía una figura larguirucha, cerniéndose
desgalichada al borde del precipicio donde se corta la avenida. Un relámpago
pareció iluminarla, y pensé que debería haber antecedido al trueno y que el
mundo estaba enloqueciendo: allí estaba él, añadiendo su presencia a las
miserias y los absurdos de este mundo. No cabía duda, era él, mirando al fondo
de la noche, al aire los faldones de la gabardina como las alas de un cuervo.
Me acerqué, pero no pareció oírme. Como distracción, lanzaba piedrecitas que se
despeñaban repiqueteando por la ladera del precipicio; su eco parecía
reverberar hacia el infinito, como aquellas tres palabrejas suyas. Su pico de ave
carroñera se fruncía en el rostro vulpino, coronado por aquella mata de pelo
que parecía electrizarse de indignación en púas de puercoespín. Dejó de tirar
guijarros, los brazos en jarra y la vista aún fija en la lejanía. La hilera de
luces que palpitaban en la carretera debieron parecerle mortecinas; el
balsámico aire de abril, miasmático; las estrellas sólo eran las candilejas de
un teatro de barrio; la galaxia entera languidecía en un torbellino de caos, y
el universo se expandía con torpeza. Lo curioso es que aquella última
ocurrencia me hizo tambalear como si fuera mía, di un paso en falso y una
piedra cayó por el barranco, pero inexplicablemente no repiqueteó, como si a mí
hubiera querido negarme toda resonancia. Aquello acabó de enfurecerme.
Retrocediendo con cautela ante el abismo, nunca llegué a odiar a Samuel tan
íntimamente como entonces. No sé qué le impedía dar un paso adelante y
arrojarse al vacío para abandonar una existencia que le parecía tan horrenda, librándonos
de paso de su influencia. Os lo reconozco, estaba él tan distraído y yo tan fuera
de mí en aquel rincón sin testigos, que recordé el empujón que en la fiesta me
había propinado algún canalla y no sé qué habría hecho, si no hubiera sido por el
vértigo o mi moderación con los licores.
Llamo a la puerta del dormitorio
de Samuel; no quiero que pierda el tren de mediodía por nada del mundo. Como no
contesta, temo que haya tenido la desvergüenza de suicidarse bajo nuestro
techo, y atisbo por una rendija la cama vacía.
Habiéndome cerciorado de que la mochila ha
desaparecido del cuarto, al percibir el rastro rancio de su gabardina, abro la
ventana. Anne y su hermana discuten acaloradamente sobre el bote de una pelota.
Mi primo habrá salido al alba para coger el primer tren de la mañana; estaría
avergonzado y no habrá encontrado excusas para su actitud de anoche. ¿Vendría
borracho? Esos tipos excéntricos suelen ser alcohólicos incurables. Descubro en
el escritorio un papel manuscrito y, sin molestarme en leerlo, lo arrugo en mi
puño. De repente, se me ha quitado el dolor de cabeza; era imposible tener
resaca. Sí, hace un día magnífico; con un tiempo así sólo se puede ser feliz,
moderadamente. Anne ha prorrumpido en una retahíla de blasfemias que acalla el
canto de los pájaros: por vuestra culpa habrá dudado en la red y le habréis
hecho fallar una volea fácil.
Mirando la depresión que su cuerpo, sin duda
arrebujado en la gabardina, ha dejado en la mitad del colchón, me pregunto, a
la vista de su conducta, qué interés podía tener Samuel Beckett en venir a
visitarnos. Quizás necesitase material para su nueva obra de teatro; a lo mejor
ya se ha hartado de sus personajes sórdidos o mutilados y quería documentarse
sobre la élite del país. Lo sabremos cuando publique su siguiente libro, si es
que se traduce, ya que el muy renegado ni siquiera escribe en la lengua de sus
padres.
Camino por el cuarto algo
desconcertado, estrujándome las manos a la espalda, de la puerta a la ventana y
de la ventana a la puerta, aburrido de preguntarme una y otra vez cómo se puede
vivir a su modo, retorciéndolo todo por nada, enrareciendo el ambiente sin
disfrutar de los dones y goces que Dios ha puesto a nuestro alcance. Todo el
tiempo con sus ironías y suspicacias, mirando por encima del hombro a gente tan
amable como nosotros, que le hemos abierto las puertas de nuestra casa y hasta de
los corazones. Hace falta ser infeliz. Realmente, él sí que debería ser
diferente: ojalá fueras diferente, Samuel.
Me vuelvo a
asomar a este domingo irresistible. Ya veo, incómodos espíritus, que por suerte
vuestros harapos se van difuminando en el aire, prestos a sustanciarse en la atmósfera
de otro infeliz más sensible a vuestras sugerencias. Anne y Margot siguen
peloteando sin dejar de disputar sobre algún punto, en realidad furiosas de su
torpeza, y gracias a que os estáis yendo empiezo a verlas con otros ojos. A sus
elásticos movimientos se agitan los pechos y cabellos; sus pies se deslizan con
agilidad, como si danzaran sin apenas tocar la hierba; se quiebran gráciles las
cinturas y los brazos se impulsan con armonía. Samuel Beckett jamás hubiera
captado la belleza de estas dos mujeres saltando y bailando casi desnudas bajo
la luz radiante, pero tengo que reportarme, porque con tal de expulsaros del
todo voy a hacerme poeta o algo peor. Pero la verdad es que él sólo hubiera
tenido la visión de dos cuarentonas persiguiendo con torpeza una peluda pelota
que volaría muy lejos de la línea de fondo, hacia un futuro de desengaños y
enfermedades, pero ya vale. Es suficiente.
Voy
a ducharme, aunque los domingos no suelo hacerlo. También me lavaré los dientes;
los bombones se han terminado y ya pasó todo: casi os habéis ido y quien
empieza hablando solo puede acabar pareciéndose a mi primo. Estoy seguro de que
ahora vuelvo a ser yo mismo, pero mi pantufla sale disparada, y aún a cuatro
patas, con la barriga rozando el suelo, husmeo el fétido charco que me ha hecho
resbalar. Ahora mismo llamo a la perrera; en una semana los niños habrán
olvidado a ese maldito chucho.
Hasta siempre, y si podéis cambiar un poco,
sed moderadamente felices. Con un poco de suerte, y si dejáis en paz a los
ciudadanos honrados y, en vez de condensaros con los malos pensamientos, os diluís
en el humo de las barbacoas, de los habanos o en el incienso de las iglesias,
el año que viene recibiréis de Mrs. Pembroke una invitación para el cotillón
del Excelsior. No dudéis que allí nos veremos.
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