Aunque la muerte es la
peor resaca,
la sonrisa de Audrey en
París se curva ahora en el cielo de Santa Mónica:
la veo por el techo de
cristal del ático de mi agonía,
ya todo se vuelve
transparencia, inmanencia de fotografía.
Desde allí verá
deshojarse los pétalos de mi sangre,
antes vería a mi muerte
como una intrusa servirse la primera en la cocina
y antes me vería resbalar
y cómo mi cráneo brindaba con el mármol,
y antes recibir la
araña del beso del whisky en los labios de hielo,
y ahora verá el arma,
la botella asesina como una espada,
fría como piel de
serpiente, la de un muerto, la mía,
el vaso vacío como mis
ojos blancos,
la salvaje rosa de mi
cáncer en los posos,
verá todo esto aunque
ella no ha muerto,
quizá en un sueño, premonición
o delirio, en el escalofrío de un miedo.
Por eso ríe ahora,
dulce y triste como un mimo,
ríe con voz de oboe, de
tiple, de réquiem, de nube, elegante y terrible.
La memoria de los
muertos se va quedando como una pantalla en blanco,
los recuerdos se
derraman como la copa de un borracho.
Nadie puede restañar la
hemorragia del tiempo
y menos yo,
desangrándome, desmemoriándome,
las venas vaciándoseme
de alcohol:
ésta es la mejor cura
de desintoxicación.
El sable de la sed ya
no me cruzará la garganta,
o tal vez la verdadera
sed venga ahora sedienta
como una mujer estéril,
el miedo de Audrey, que espera la lluvia.
Esto es lo que los
muertos sienten: rastros de niebla,
estelas y retazos de
abrazos que como caminos de caracoles me dejó Audrey
en la piel palpitante.
El último minuto de la borrachera
fluye en mis venas,
mientras haya sangre,
aun sin vida, el alcohol no se volatiliza:
llega la muerte ebria,
una anciana desvergonzada y bella
que sobre el tiempo se
tambalea en el puente colgante de la noche,
de las tristes colinas
de la vida perdida nace un río de whisky
que con su falsa voz de
agua canta mi amor por Audrey.
Tengo el pelo de paja,
un cuerpo de polvo ideal para el cementerio,
ojos de topacio y hasta
una gran historia, mi vida, a flor de labios,
mientras no me pudra en
esta sofisticada sala que con lujo cuelga
del garfio del cielo,
de las cadenas del miedo:
no me encontrarán hoy
ni mañana ni pasado ni al tercero,
sino cuando el cuarto
día se abra como una navaja,
hasta entonces mi
sangre será oxígeno para el pez de la noche.
El más allá es un mundo
plano, de dos dimensiones, de imágenes,
el purgatorio –sombras,
espíritus- una película de serie B,
el paraíso es el pasado
que no pasa, Kwai, Picnic, Sunset Boulevard,
el infierno ser como yo
un personaje de Cheever, de Scott Fitzgerald.
Pero el cielo es Audrey
en Sabrina, en París, solo ella es verdad,
ni Grace Kelly ni
Capucine ni medio millón de fans
que mis sábanas han
habitado como peregrinas, mujeres de paso,
solo Audrey que sonríe
porque no está viendo cómo muero en el suelo,
en verdad ella no mira,
es una estrella, o si mira no ve,
y como un espectador yo
sí la veo proyectada en la pantalla del cielo.
Mi pasado borbotea como
el surtidor de una fuente de sangre,
sesenta y tres años que
con la mancha roja se expanden:
el cambiante camarero
que sirve un millón de whiskies idénticos,
el saxo y el sexo de
las fiestas, morenas maduras, rubias en flor,
la alfombra roja, los
escándalos, el glamour,
los flashes, los
actores que se convierten en directores,
mi esposa, que durante
treinta años a los postres aprobaba mis conquistas,
y cuando dije Audrey dejó
caer la carta o quizá la cuenta,
sesenta y tres años
y solo ahora podré
dejar de hacerme daño.
Era tan suave Audrey
como el whisky en la garganta,
como una paloma que
roza un espejo, una luna con su reflejo,
como el tiempo que mece
la comba de una niña,
como la soledad de un
borracho que se ha encerrado el fin de semana
en un ático de lujo
ahora inundado de sangre, whisky y recuerdos,
una voz de oboe me
repite que estoy solo como un muerto
aunque llevo solo desde
que Audrey se hizo una madre crónica
y se puso a soñar con
chupetes y juguetes, pañales y cumpleaños,
y toco los fantasmas de
nuestros niños,
los hijos que me
habrían librado de la libertad, del alcohol,
es tan tenue Audrey, tan
niña, suyo fue mi amor y ahora mi dolor
que en éxtasis ha
subido hasta este ático de lujo,
y por siempre ella
mirará sin ver cómo me desangro en el suelo,
a través del cristal
del techo aún queda la sonrisa de Audrey desde el cielo,
nunca hay nubes en Santa
Mónica, aquí nadie muere, es puro cobalto:
de la copa de mi cuerpo
ya se vierte el olvido.
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ResponderEliminarDesearía saber quién escribió esto, ¿ quién es el autor ?. Muchas gracias.
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