Peter Greenaway es uno de esos cineastas en los que encaja a la perfección la etiqueta de autor. Sus películas son singulares, extrañas y un tanto estrafalarias, alejadas por tanto de modas y de cualquier recurso que busque la comercialidad, aparte de que contienen un buen puñado de las obsesiones que apasionan y perturban al artista británico. Conocida es la fascinación de Greenaway por la belleza en su más amplio concepto (tanto la corporal masculina y femenina que se encarga de mostrar sin reparo ni censuras en casi todas sus obras, como la fotográfica puesto que famoso es el carácter esteta con cierto halo operístico de los films de Greenaway). Igualmente Greenaway es un apasionado de la música, la arquitectura, el componente más grotesco perteneciente al alma humana y la comida, siendo esto último uno de los leitmotiv que se repiten constantemente como pequeñas subtramas que adornan la trama principal en las historias emanadas de la mente del cineasta británico.
He de decir que mi relación cinéfila con el británico se podría definir como un vínculo de amor y odio: o aborrezco sus films (como puede ser el caso de Zoo o The pillow book) o me apasionan. Este es el caso de la película de la que me dispongo a hablar, quizás la mejor y más magistral obra de este peculiar cineasta, esta es El vientre del arquitecto. ¿Cuál es el motivo del hechizo que siento por la película? Creo que uno de los puntos que me cautivan del film es el hecho de que se trata de una obra con un tono y estilo que se asemeja mucho al cine de uno de mis directores predilectos de la historia del cine, que no es otro que el italiano Luchino Visconti. Y es que El vientre del arquitecto es para mí la Muerte en Venecia de los años ochenta tanto por su belleza fotográfica que retrata con una mirada curiosa y decadente la Roma de finales de la década del despilfarro y la libertad sin freno, como por ser fundamentalmente una fotografía de una obsesión destructora de la aquiescencia y la cordura moral que mantiene al hombre en un inestable equilibrio consigo mismo.
Greenaway sustituye a ese compositor situado en el ocaso de su vida que viaja a Venecia a descansar por un arquitecto estadounidense llamado Stourley Kracklite, un hombre cincuentón de carácter inestable casado con una mujer de ascendencia italiana mucho más joven que él que viaja a Roma para dar forma a uno de sus sueños, el de organizar y dirigir una exposición homenaje a su arquitecto favorito: el artista francés de la época neoclásica Étienne-Louise Boullée. Así mientras que el personaje de la película de Visconti se obsesionaba al aterrizar en Venecia con la belleza de un joven mancebo, en la de Greenaway, Kracklite se obsesionará con Boullée construyendo una paranoia de tintes pesadillescos en la que un intenso dolor de estómago aparecerá súbitamente flagelando los resortes de consciencia de Kracklite a medida que el arquitecto percibe que su mujer se siente atraída hacia un joven arquitecto de gran atractivo físico inmerso también en el proyecto de organización de la exposición de Boullée, instaurándose en la mente de Kracklite igualmente la creencia de que extrañas fuerzas que escapan a su control tratan de apartarle de la dirección de la exposición y por tanto demoler así su último gran sueño vital.
A medida que el sueño arquitectónico de Kracklite se va desvaneciendo en paralelo va creciendo la dolencia estomacal del mismo, siendo esto una especie de metáfora que conecta al estómago humano con la arquitectura, ya que ¿no es el aparato digestivo el principal cimiento que modela y da forma a todo nuestro ser provocando que crezcamos de una forma u otra en función del cemento y el hierro con el que le alimentamos?
Greenaway igualmente perfila de manera portentosa a la galería de personajes que aparecen en pantalla, siendo especialmente plausible el retrato maníaco-obsesivo que dibuja del arquitecto Kracklite (interpretado magistralmente por el habitual actor secundario del cine americano de los ochenta Brian Dennehy en el que es su papel más memorable). Ya en la primera escena del film veremos al arquitecto y su esposa en plena faena sexual en el vagón cama del tren que les llevará a Roma. De la conversación entre ambos se deduce que Kracklite es un hombre entrado en años con problemas de impotencia sexual preocupado por no poder satisfacer a su joven esposa y obsesionado con el reto de la organización del evento homenaje a su artista icono Boullée. Tras el arribo de la pareja a Roma (ciudad que es fotografiada por Greenaway con un gusto pictórico y arquitectónico ciertamente embaucador) todas las ilusiones de Kracklite se vendrán abajo desde el principio. Los socios del arquitecto se mostrarán más interesados por la diversión y el dinero que por el propio arte objeto de reverencia del viejo americano, su mujer (que para más INRI está embarazada de su primer hijo) le pondrá los cuernos con un vacío y joven arquitecto de esa nueva generación irresponsable y despreocupada que otorga mayor importancia al corto plazo que a la posteridad anhelada por Kracklite y para rematar el desastre el desarrollo de la exposición encontrará una serie de obstáculos que pondrán en riesgo la propia puesta en marcha del evento, hecho éste que atormentará a Kracklite al adivinar que de nuevo otro de sus proyectos puede culminar en fracaso.
El encuentro de todas estas fatalidades provocará la aparición de un molesto dolor estomacal en el arquitecto en el que fácilmente se puede atisbar un símil con la decadencia interior experimentada por un Kracklite que siente que su tiempo se acaba sin haber podido culminar sus sueños vitales: ser padre, tener éxito, pasar a la posteridad gracias a su arte, satisfacer a su mujer la cual le ha engañado con un trepa sin talento pero con la fuerza, mezquindad y vigor necesaria para alcanzar el éxito en una sociedad superficial. En definitiva nuestro héroe siente que la derrota es una pared demasiado empinada para poder ser escalada por su cansado y enfermo cuerpo, el cual ya no posee las fuerzas suficientes para pelear contra las inclemencias y obstáculos vitales que el día a día nos pone en el camino.
Toda esta pesadilla padecida por el protagonista es adornada por Greenaway con una fotografía en la que se resalta la belleza pictórica y arquitectónica de una Roma decadente y corrupta que para nada tiene que envidiar a los fotogramas del reciente éxito de Sorrentino La gran belleza, de modo que el Monumento a Víctor Manuel II aparecerá como una especie de gigantesco mausoleo que espera asfixiar en sus inertes y frías paredes a un protagonista derrotado por la crisis existencial en la que se halla inmerso. Así Roma toma la forma de un cementerio de cemento y losa que devora las almas de los perdedores ajenos a los vicios imperantes en una sociedad podrida por el dinero, la frivolidad y el éxito a cualquier precio. Sin duda la ciudad eterna es fotografiada como una especie de laberinto enrevesado que atrapa a Kracklite del mismo modo que los canales de Venecia apresaban al compositor surgido del imaginario de Thoman Mann. Para poner la guinda al pastel Greenaway tuvo la suerte de contar con la inspirada banda sonora compuesta por Wim Mertens, quizás una de las mejores bandas sonoras de la historia del cine, de una musicalidad hipnótica y subyugante que sirve para acrecentar el hechizo que siente el espectador por las peripecias vividas por el arquitecto protagonista.
No me cabe duda de que El vientre del arquitecto es una de las mejores películas de los años ochenta gracias al dibujo poético trazado por Greenaway en el que se describen los límites que separan al éxito del fracaso, así como los miedos internos que aferran nuestros sueños y las trampas sociales que ocultan a aquellos personajes que ostentan en la bondad y el anonimato las fuerzas motrices que dirigen sus vidas. Pasen y vean, que seguro disfrutarán con el espectáculo cinematográfico montado por Peter Greenaway.
Autor: Rubén Redondo.
Autor: Rubén Redondo.
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