Como pájaros de bronce
las campanadas me anuncian la primera clase
y por la plaza jadeo
hacia el liceo con el mismo ímpetu que anoche
en el lecho a la deriva
de Lola-Lola, donde perdí el control de mi remo
y como una barca la
cama acabó succionada por el vórtice del torbellino.
Hasta conocer a Lola mi
vida se conducía a través de un tubo fosforescente,
pasadizo o túnel
transparente por donde pasaban miles de dobles míos,
tantos como veces habré ido de la pensión al liceo, del liceo a la pensión,
una legión de
profesores Raths en fila de hormigas, o tal vez un solo Rath,
un topo gigante
multiplicado por los espejos paralelos de un tedio infinito,
que con ciegos pasos
enfermos trasponía el sucio umbral del aburrimiento,
a cuestas con su –mi-
rutina del cigarro en ayunas y café con tres terrones,
huevo cocido sin sal,
correcciones con tinta desvaída, volúmenes in folio,
emboscado tras mi
barbita de erudito y tras las redondas lentes del saber,
abrigo respetable, reloj
puntual de cortas manecillas, pañuelo impoluto,
y rayas en el pelo y en
las perneras de los pantalones de paño remendado
que reproducían mi
rectitud y la uniformidad de una vida inane:
mi aburrimiento era
todo un acorazado, el Potenkim, o más bien el Maine,
ya que cuando en él
aterrizó Lola estalló en un millón de esquirlas.
Si la primera noche aún
me decía yo que solo iba a El Ángel Azul
como pedagogo, para
sorprender en las butacas la lascivia de mis alumnos,
si creía que por afán
lectivo me arriesgaba a través de las sirenas del puerto
a practicar como el
cabo de Hornos las peligrosas esquinas de la vergüenza,
atisbando en la niebla
en busca del halo empañado de un farolillo rojo,
si aún reprimía a la
jauría de deseos que me ladraban por dentro
y solo de través mis
ojos lanzaban los obscenos dardos de la lujuria,
era porque aún no había
arañado mi piel de rinoceronte mi hombre interior,
Herr Unrath, un tarambana
que colma de champán la copa de mi sombrero
y estrangula con un
lazo de seda mi último graznido de placer
y me encapucha con una
media la decencia y la eminencia de mi ciencia
y marca la piel de mi inocencia con viles tatuajes y cicatrices de infamia,
una caricatura de mí
mismo que disfruta degradando mi cultura,
prostituyendo mi
orgullo y humillándome la voluntad a los tacones
de la rubia belleza que
me fustiga con un eléctrico haz de sus venas azules.
La segunda noche
regresé aturdido a El Ángel Azul, el muro de la honradez
se había derrumbado
sobre mí enterrándome bajo los cascotes de mi honor,
y aún esgrimí la excusa
de que volvía para intercambiar mi sombrero
por las bragas que invisibles
gusanos de seda me habían tejido en el bolsillo,
y cuando embarqué en el
bote del lecho y hendí con mi remo el ojo del torbellino,
creí que lo hacía por
aumentar mis conocimientos de anatomía femenina.
Al despertar y ver que
en vez de la patrona era Lola quien me servía el café,
sin saber dónde estaba,
me vi en el laberinto de una memoria que no era mía
y me creí en el
recuerdo de algún donjuán o en el ensueño de un eunuco,
pero ahora que avanzo por el
pasillo sombrío hacia las risas y cuchufletas
de los alumnos y por
última vez opondré a sus risas mi anémica autoridad
porque en El Ángel Azul
yo buscaba lo mismo que ellos, sé que cambiaré
aulas, pupitres y mi
elevada cátedra por sótanos, trampillas, falsos altillos;
y bedeles, rectores y
profesores por magos, payasos y borrachos
que en el pentagrama de las arrugas de mi frente solo hallarán notas falsas,
y me consta que no estoy en
ninguna pesadilla ni fantasía masoquista,
sino en las garras de ese
tirano interno que gusta de arrodillarme el orgullo
y tanto disfruta travistiendo de payaso mi reflejo en el espejo del futuro.
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