lunes, 23 de junio de 2014

LA NOCHE AMERICANA



                  

El electricista no tiene chispa, mañana lloverá hasta en Niza,
la script se ha vuelto amnésica y el especialista un cobarde,
los relojes de los operarios se atrasan y los de los productores se adelantan,
tantos problemas que me trae el cine y es la solución de mi vida,
tantas sombras y es mi única luz: el fotógrafo tiene cataratas,
el figurinista se ha vuelto nudista y tengo cuarenta días de rodaje,
solo cinco más que Ferrand, el director de “Pamela”,
el personaje que, además de dirigir, interpreto en La Noche Americana
(esta vez no se reirán de mi papel, actúo de mí mismo, de Truffaut),
mi decimoctava película, y el cine sigue siendo mi sueño
aunque esta noche me lo robe, dando tumbos en mi habitación del Atlantic.
Cuando almuerzo hago cine, hago cine cuando leo una novela,
cuando converso hago cine y solo cuando hago cine vivo de verdad,
porque tengo un amigo interior que siempre lleva la cámara al hombro,
o más bien un enemigo que nunca deja de hacer tomas:
mi inconsciente que jamás corta la secuencia infinita de mi vida,
hago cine cuando hago el amor y el amor cuando hago cine
porque con cada película quiero que me quieran más,
hago cine mientras duermo e incluso cuando como ahora, no duermo.
Prefiero el argumento más convencional a un día divertido,
un escenario de cartón piedra a una calle de París,
una filmoteca a mi casa, John Ford a mi padre.


Igual que en un rodaje, el insomnio invierte el orden del guión,
y en esta oscuridad de terciopelo se desbarajustan las escenas
como si un viento de locura agitara las hojas del guión,
pero los planos se desenfocan en la atroz pantalla de mi vigilia
mientras que en el cine cada encuadre compone un cuadro vivo,
los fotogramas de mi mente se estrechan al delirio de mis obsesiones
mientras que en el cine la profundidad de campo dilata las distancias,
en este cuarto oscuro no se revelan los negativos de mis fantasmas
mientras que a la luz de la fotografía afloran todos los sentimientos,      
el destino humano es un montador que corta demasiado pronto
mientras que en la moviola reordenamos el tiempo a un ritmo mágico,
los hombres aman y odian vulgarmente, admiran y envidian con pequeñez
mientras que en la pantalla nuestra fantasía proyecta pasiones míticas,
las rutinas aturden la vida con el zumbido del aburrimiento
mientras que en el rodaje cada toma mejora a la previa.
Prefiero el celuloide a la seda, el atrezzo a mis muebles,
Marlene en dos dimensiones a una amante de tres,
Jean Renoir y Jean Gabin a los amigos de la niñez.


El decorador ha perdido el gusto y el estilista el estilo,
un cortocircuito nos hará repetir la gran escena final, inicial del rodaje,
cuando filmamos a un equipo que filma en una plaza un plano secuencia,
un travelling donde fluye más vida que en la más intensa vida:
como un espía que es puro ojo la cámara sigue a Léaud que sale del metro,
avanza entre los transeúntes, una señora de rojo tira de su perrito,
pasa un descapotable, él cruza junto a una terraza, parte un autobús,
y Jean Pierre abofetea a Jean Pierre (Léaud a Aumont),
y cuando tras dos días íbamos a ver la secuencia revelada
llamaron del laboratorio diciendo que un corte de luz la había abortado,
por lo que tuve que achacar la avería al equipo de la ficción
para justificar al productor que tuviéramos que volver a rodar la escena.
A veces me inspiro en la realidad o la realidad se inspira en mí:
estaba escrito (en el guión) que Jean Pierre y Jacqueline compartirían sábanas.
En este caso me gustaría que de verdad fuera él mi alter ego,
pero de todas formas prefiero el plano de un beso a un beso,
una panorámica a un paisaje, el vestuario a la ropa de calle,
una transparecia a una ventana con vistas, un foco al sol,
la lluvia artificial a la natural, la vida de mentira a la de verdad,
rodar de día una escena de noche a hacerlo simplemente de noche,
porque el arte, la mentira, la noche americana son humanas,
pero sin el hombre la lluvia, la vida, la noche, no serían nada.


El iluminador se apaga, la maquilladora me deja pálido,
y otra vuelta y revuelta asemejan mi cama a la de una orgía,
las sábanas de mi soledad a las sábanas de Jacqueline y Jean Pierre,
el guionista pierde los papeles y los extras se creen insustituibles,
Aumont teme que su personaje gay desdibuje su imagen de donjuán otoñal
e incendie el museo de cera de todos los galanes que ha interpretado,
Léaud lo tiene tan fácil como yo interpretándose a sí mismo,
el actor débil e inmaduro al que he transferido mi infancia de hierro,
Alexandra me ha ocultado que estaba embarazada, así que Steacy,
su personaje, hará lo mismo conmigo, Ferrand, el director,
Severine está bebiendo casi tanto como Valentine, la actriz que interpreta,
no, quería decir que Valentine está bebiendo casi tanto como Severine,
confundo verdad y ficción al rodar una película concéntrica a otra
y porque mi realidad es el cine y el cine mi única realidad,
y naufrago en la balsa de esta cama por la tormenta de mi insomnio,
en el cine ya me habría dormido, estaría soñando mi película,
la vida pasa pero el cine diseca cada instante en una eternidad cíclica,
nunca dejaría una película con la Bisset ni siquiera por Jacqueline,
pero dejaría hasta a Jacqueline por rodar una película con la Bisset,
y ya de sus ojos fluye un silencio verde, una niebla confunde a Aumont,
Léaud se desvanece en una sombra, me pesan los párpados de plomo,
y no sé en qué película me despertaré, si en Pamela o en La Noche Americana,
o en un biopic sobre mi vida en que tras un prematuro fundido en negro
seré ese silencio, esa niebla, esa sombra que sobreviva en la pantalla.      

  

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