El electricista no
tiene chispa, mañana lloverá hasta en Niza,
la script se ha vuelto
amnésica y el especialista un cobarde,
los relojes de los
operarios se atrasan y los de los productores se adelantan,
tantos problemas que me
trae el cine y es la solución de mi vida,
tantas sombras y es mi
única luz: el fotógrafo tiene cataratas,
el figurinista se ha
vuelto nudista y tengo cuarenta días de rodaje,
solo cinco más que
Ferrand, el director de “Pamela”,
el personaje que,
además de dirigir, interpreto en La Noche Americana
(esta vez no se reirán
de mi papel, actúo de mí mismo, de Truffaut),
mi decimoctava película,
y el cine sigue siendo mi sueño
aunque esta noche me lo
robe, dando tumbos en mi habitación del Atlantic.
Cuando almuerzo hago
cine, hago cine cuando leo una novela,
cuando converso hago
cine y solo cuando hago cine vivo de verdad,
porque tengo un amigo
interior que siempre lleva la cámara al hombro,
o más bien un enemigo
que nunca deja de hacer tomas:
mi inconsciente que
jamás corta la secuencia infinita de mi vida,
hago cine cuando hago
el amor y el amor cuando hago cine
porque con cada
película quiero que me quieran más,
hago cine mientras
duermo e incluso cuando como ahora, no duermo.
Prefiero el argumento
más convencional a un día divertido,
un escenario de cartón
piedra a una calle de París,
una filmoteca a mi
casa, John Ford a mi padre.
Igual que en un rodaje,
el insomnio invierte el orden del guión,
y en esta oscuridad de
terciopelo se desbarajustan las escenas
como si un viento de
locura agitara las hojas del guión,
pero los planos se desenfocan en la atroz pantalla de mi vigilia
mientras que en el cine cada encuadre compone un cuadro vivo,
los fotogramas de mi
mente se estrechan al delirio de mis obsesiones
mientras que en el cine
la profundidad de campo dilata las distancias,
en este cuarto oscuro
no se revelan los negativos de mis fantasmas
mientras que a la luz de la fotografía afloran todos los sentimientos,
el destino humano es un montador que corta demasiado pronto
mientras que en la moviola
reordenamos el tiempo a un ritmo mágico,
los hombres aman y
odian vulgarmente, admiran y envidian con pequeñez
mientras que en la
pantalla nuestra fantasía proyecta pasiones míticas,
las rutinas aturden la vida con el zumbido del aburrimiento
mientras que en el rodaje cada toma mejora a la previa.
las rutinas aturden la vida con el zumbido del aburrimiento
mientras que en el rodaje cada toma mejora a la previa.
Prefiero el celuloide a la seda, el atrezzo a mis muebles,
Marlene en dos
dimensiones a una amante de tres,
Jean Renoir y Jean
Gabin a los amigos de la niñez.
El decorador ha perdido
el gusto y el estilista el estilo,
un cortocircuito nos
hará repetir la gran escena final, inicial del rodaje,
cuando filmamos a un
equipo que filma en una plaza un plano secuencia,
un travelling donde
fluye más vida que en la más intensa vida:
como un espía que es
puro ojo la cámara sigue a Léaud que sale del metro,
avanza entre los transeúntes,
una señora de rojo tira de su perrito,
pasa un descapotable,
él cruza junto a una terraza, parte un autobús,
y Jean Pierre abofetea
a Jean Pierre (Léaud a Aumont),
y cuando tras dos días
íbamos a ver la secuencia revelada
llamaron del
laboratorio diciendo que un corte de luz la había abortado,
por lo que tuve que
achacar la avería al equipo de la ficción
para justificar al
productor que tuviéramos que volver a rodar la escena.
A veces me inspiro en
la realidad o la realidad se inspira en mí:
estaba escrito (en el
guión) que Jean Pierre y Jacqueline compartirían sábanas.
En este caso me gustaría
que de verdad fuera él mi alter ego,
pero de todas formas
prefiero el plano de un beso a un beso,
una panorámica a un
paisaje, el vestuario a la ropa de calle,
una transparecia a una
ventana con vistas, un foco al sol,
la lluvia artificial a
la natural, la vida de mentira a la de verdad,
rodar de día una escena
de noche a hacerlo simplemente de noche,
porque el arte, la
mentira, la noche americana son humanas,
pero sin el hombre la
lluvia, la vida, la noche, no serían nada.
El iluminador se apaga,
la maquilladora me deja pálido,
y otra vuelta y revuelta
asemejan mi cama a la de una orgía,
las sábanas de mi
soledad a las sábanas de Jacqueline y Jean Pierre,
el guionista pierde los
papeles y los extras se creen insustituibles,
Aumont teme que su
personaje gay desdibuje su imagen de donjuán otoñal
e incendie el museo de
cera de todos los galanes que ha interpretado,
Léaud lo tiene tan
fácil como yo interpretándose a sí mismo,
el actor débil e
inmaduro al que he transferido mi infancia de hierro,
Alexandra me ha
ocultado que estaba embarazada, así que Steacy,
su personaje, hará lo
mismo conmigo, Ferrand, el director,
Severine está bebiendo
casi tanto como Valentine, la actriz que interpreta,
no, quería decir que
Valentine está bebiendo casi tanto como Severine,
confundo verdad y
ficción al rodar una película concéntrica a otra
y porque mi realidad es
el cine y el cine mi única realidad,
y naufrago en la balsa
de esta cama por la tormenta de mi insomnio,
en el cine ya me habría
dormido, estaría soñando mi película,
la vida pasa pero el
cine diseca cada instante en una eternidad cíclica,
nunca dejaría una
película con la Bisset ni siquiera por Jacqueline,
pero dejaría hasta a
Jacqueline por rodar una película con la Bisset,
y ya de sus ojos fluye
un silencio verde, una niebla confunde a Aumont,
Léaud se desvanece en
una sombra, me pesan los párpados de plomo,
y no sé en qué película
me despertaré, si en Pamela o en La Noche Americana,
o en un biopic sobre mi
vida en que tras un prematuro fundido en negro
seré ese silencio, esa
niebla, esa sombra que sobreviva en la pantalla.
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