Me llamo Giuseppe y mi
mejor amigo es Pasquale,
somos limpiabotas:
hermanos de bayeta y betún,
en la calle cada zapato
nos deja una huella de esperanza,
cada paso de una bota americana nos trae el sabor del chocolate o un pitillo.
La ficha de Pasquale
dice que tiene catorce, uno más que mis fatales trece,
y que vive en el 13 de
Via Lombardía, de padres fallecidos,
y la verdad es que
dormía en el ascensor, yo sí tengo padres y cena,
mi madre deja su blanca
estela en las sábanas, los spaguetti, la leche,
Giuseppe es alto y yo
bajo, moreno carbón y yo rubio ceniza,
a él lo condenaron a
dos años y a mí a la eternidad de uno
porque mi abogado
enamoraba a las palabras y el suyo las odiaba,
él está vivo y yo acabo
de morir, sin querer me ha matado
por un caballo blanco
que significaba la libertad y la inocencia,
un fuego de espuma que
flameaba con llamas de nervios y fuerza,
y que acabará guiando
la carroza fúnebre que me lleve a mi nueva casa.
Giuseppe y yo quemamos
nuestra amistad al fuego fatuo del orgullo,
y se nos coaguló
adentro una costra de hielo que no llegó a derretirse.
Nos hubiera traído más
suerte un caballo del color del charol.
Mi verdadero asesino ha
sido mi hermano mayor, Attilio,
que en vez del mercado
negro nos hizo cómplices del robo a una pitonisa,
a veces creo que somos
marionetas de las pasiones de los mayores,
títeres de sus
traiciones, los muñecos rotos de su crueldad.
Tras comprar con los
beneficios a Bersagliere, el caballo blanco,
y pasearnos en él por
Via Veneto como los jinetes de la victoria,
cabalgando aquel
relámpago de músculos de esmalte,
el caballo blanco de
nuestra esperanza y nuestra ilusión,
entre la admiración y
los pitidos, la envidia y los aplausos,
un policía nos
descabalgó del sueño y nos encerraron en el correccional.
Aquella pitonisa nos
repartió las cartas marcadas de zurdos azares.
Mejor suerte nos habría
dado un caballo del color del betún.
Mi pelea con Pasquale
se trabó por exceso de cariño
y cuando nos separaron
de celda y dejamos de oír juntos
cómo el último tranvía
se llevaba el recuerdo de nuestro caballo,
se multiplicaron las
pulgas, los piojos afilaron sus aguijones,
el hambre dejó de
mejorar el sabor de la sopa viuda,
y un frío de serpiente empezó
a insinuarse de los barrotes y los cerrojos,
de la palidez del cura
y del rigor de hierro del director.
Encastillados en el
desdén, amurallados tras la desconfianza,
Pasquale y yo dejamos
de compartirlo todo menos la visión del fantasma
de un frenético caballo
arrancando chispas de los adoquines del patio,
el caballo blanco de
nuestra amistad y nuestra pureza.
Ojalá fuera el caballo
del color de los más ingenuos soldados americanos.
Roídos por el rencor,
los dos dejamos de compartir la comida y la palabra,
porque por la astucia
de la policía él rompió el pacto de silencio
y Giuseppe, mi
verdadero hermano, delató al falso de mi hermano,
pero ahora sé que fue
chivato por cariño, para que no siguieran azotándome,
y aunque me cegó contra
él el tizón del odio,
se me desencadenó una
furia que tenía la fuerza de Bersagliere
y hasta le escondí una
lima en la cama para que se la descubrieran,
el caballo blanco de la
amistad siguió trotando en nuestros sueños
y nos unía la visión
del animal de nieve, podía a ver a Giuseppe mirando
tras las rejas a un
imaginario Bersagliere encabritado en el patio,
pero no nos
reconciliamos, mirábamos al caballo desde ventanas opuestas,
así que al escaparme de
la cárcel ambos pensamos en el caballo blanco
de la esperanza, yo de
huir y él de vengarse y de que le rebajaran la pena,
y me ha delatado de veras,
en el puente se han topado su furor y mi vergüenza,
y cuando solo quería
azotarme me he caído y desbaratado contra las rocas.
Mejor suerte nos habría
traído un caballo del color de mi culpa.
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