Elegante y
formal, solemne, puntual como una muerte amable
llegaste
mientras dormía, Barrett,
sutil, suave,
desasosegante, dulce como una hemorragia en agua caliente,
ya antes de
entrevistarte decidí contratarte como asistente,
tu halo de
caballero, tu tacto suave, tu paradójica clase
te recomendaban
como el mejor sirviente.
Y repartiste tus
dones incluso en este piso uterino, asfixiante,
como un buen
padre me prodigaste tus atenciones,
como un amante
distribuiste tus favores por todos los rincones,
con elegancia de
poeta secreto y eficacia de sicario
te adelantabas a
mis deseos como una madre a los de su hijo:
una jofaina o
una aspirina, un brandy de dandy o el vino adecuado,
encantabas este
recinto, lo hacías mágico con tu discreción, tu silencio,
tus guantes
blancos volaban como palomas amaestradas
o los objetos y enseres
te obedecían por telequinesia,
sacabas brillo a
las ocultas facetas de tus posibilidades,
te investías del
smoking de tus responsabilidades,
y después de que
te volvieras imprescindible para mis comodidades,
el leal custodio
de mi lar, el grillo del hogar,
después de que
en las reformas prescribieras la pintura y la arquitectura
de la casa de un
arquitecto, un criterio clásico (Chipendale, Reynolds),
después de que
te convirtieras en el escenógrafo de mi lujo claustrofóbico,
en el jefe de
pista de mi circo privado, tramoyista de mi decorado,
después de que
con un pitillo o una copa te hicieras perdonar
tu irrupción,
interrupción de un coito que Susan y yo no reanudamos jamás,
contraje una
parálisis mental,
una especie de
metáfora que describiera los defectos de mi clase social,
durante un
invierno eterno, un gélido averno,
por la ventana
veía caer una nieve que me amortajaba el alma,
y tu limpieza
dejaba en el ambiente una mota que me aturdía,
una especie de
polvo blanco, un moho o gas que me adormecía,
y cuando
despertaba en un relámpago de horror descubría
que como una
lluvia turbia, nieve sucia, te habías filtrado en casa
gota a gota,
copo a copo de aquel tedio que como una capa de polvo
barnizaba los
muebles y corrompía la piel de las paredes,
minaba los
huesos de los pilares y pudría el espinazo de los escalones.
Y luego en este
laberinto de recovecos y corredores,
cuando la noche
de mi deseo con manchas de niebla caía en los salones
y en el lirio
moreno del cuerpo de Vera, la asistenta,
tu novia que al
principio era tu hermana,
en este castillo
encantado no detecté tu sombra que nos vigilaba,
el espía negro de
tu astucia, el guardia de tu paciencia
que nos acechaba
en los vericuetos del sexo:
me pusiste a la
mentirosa Vera como cebo.
Y ya cautivo de
mí mismo, trabado en vuestro descaro,
aherrojado por su
piel de gacela, sitiado por la sonrisa de su lujuria,
preso de este
círculo mágico, clausurado en el tiempo disecado,
esperando que
ella me descerrajara un beso,
mientras que me
servías sin servirme,
vertías una copa
y tú mismo te la bebías,
profanabas los
cadáveres de las rosas que Susan me enviaba,
descuartizabas
sus tapetes y cojines en una hecatombe de plumas,
del hilo
telefónico dejabas colgada su voz estrangulada,
regabas las
plantas con clarete y servías el vino con la regadera,
dejabas caer la
ceniza del cigarro en un pétalo de orquídea
y que un corazón
de manzana germinara en la trama de la alfombra,
Vera y tú
usurpasteis mi cama y apenas pude decirte nada:
yo estaba en la
misma posición que tú respecto a ella,
hipócrita, horizontal,
de falsa ventaja (hipotenusa tendida entre dos catetos)
y se acercaban
estos tiempos de cambios en que vivimos como amigos:
tú me llamas
Tony y yo a ti Hugo,
te emborrachas,
trasnochas, juegas,
aunque sigo
dependiendo de ti porque lo haces todo:
me planchas, cocinas, me limpias y degradas,
pero ahora
vistes de blanco, con desaliño, te quedas dormido,
eres vulgar,
impuntual, desvergonzado como el sexo:
eres un
caballero y yo pronto el criado.
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