Se cumplieron
las profecías de mis pinturas,
los presagios
que impone el horror sereno de mis figuras:
reptando desde
la boca del metro, por el elevado, desde el Bronx
un monstruo que
me conoce se desencadena hacia Brooklyn,
una serpiente
con alas de buitre e infinitas cabezas de tigre,
y una epidemia
de pánico ha devorado a los artistas del Village,
y los tres,
Jonnhy, Kitty y yo, la víctima propiciatoria,
Chris Cross,
Cristo Crucificado, ellos dos y yo,
el probo cajero,
el cordero que llevaba un lobo adentro,
lúgubres bajo
las centellas de la lluvia por la sombra blanca,
vagamos a ambos
lados de la mampara translúcida
que separa su
muerte de mi vida.
Puedo ver el
jazmín de sus abrazos, las orquídeas de sus carnosos besos,
las flores
carnívoras de sus amores:
yo los reuní
bellos y jóvenes en el invernadero de la muerte,
y nuestras tres
sombras insomnes, las dos de ellos y la mía láctea
vagan por dos
avenidas paralelas separadas por edificios de cristal,
a través del
Nueva York de mis cuadros, postnuclear,
por el escorzo
de un Broadway como el negativo de un crepúsculo,
o más que una
fotografía la radiografía de un día,
los tres
exangües y sangrientos en la penumbra clara por el umbral,
ellos dos y yo
por la Quinta y la Séptima como túneles de una madriguera,
en la
perspectiva de una ciudad submarina, abisal,
tres peces en
dos acuarios,
dos
espermatozoides esquizoides en un ovario, en un osario,
Kitty y Johnny
ciegos a todo lo que no sea su amor y mi escarnio,
y yo sin talento
ni trabajo ni techo ni amigos ni suicidio,
los tres hemos
recibido nuestra suerte, ellos el amor y la muerte,
yo el lúcido
escorpión del alcohol y la desesperación,
la visión de un
cuadro tras otro sin que de ninguno me deshaga pintándolo,
los perros con
fieros garfios del remordimiento,
la inercia de la
miseria, los recuerdos de mis sueños de gloria,
cuando era un
marido enterrado bajo desprecios y platos sucios,
un empleado que
como un escarabajo moldeaba bolas de estiércol,
un ser invisible
para una morena con broches de azabache en los ojos,
ojos tan
cerrados a mí como los broches de su vestido de noche,
un pintor que en
el lienzo cada domingo trazaba las calles de la soledad,
una ciudad de sal,
espectral, lunar,
que a una luz
fluorescente, de quirófano, de cocina o morgue
brillaba como nevada
bajo la luna nueva,
y por donde se
intuía ese reptil invencible que tan bien me conoce.
Entonces aprendí
a pintar robando la caja durante las horas extras,
malversando la
reserva de confianza depositada en mi palabra,
soñando que
degollaba a mi esposa con el tallo de una margarita,
que hacía el
amor y lo mataba, Kitty, con el pincel que lo inmortalizaría,
que mi palabra
electrocutaba al destructor de su pureza y de su pereza,
oh, Kitty, no sé
si puedes oírme,
o solo tienes
aire para insultarme, reírte de mi cara de batracio,
dime dónde en el
cono de luz de las farolas
dónde en el río
de leche que ha inundado la noche,
dónde en el
silencio de los puentes del alba,
dónde bajo las
palomas de la fama de mis cuadros
se enroscará esa
serpiente insaciable, invencible, de cabezas de tigre.
Aquí me he
quedado, en el multitudinario desierto donde me dejaste
cuando me había
deshecho de mi esposa como de una muerta,
cuando tu
belleza había prescrito al mundo mi arte,
cuando con tu
firma en mis obras como esposos compartimos el nombre,
cuando hiciste
real mi sueño, mi engaño, ser un pintor famoso,
y de tanto
presumir ante ti vino la vida a creerse mi mentira.
Ya nunca
trío de pálidos
seres por la noche láctea en la ciudad sola
volveremos a
reunirnos, Nueva York camina sobre los tres, nos aplasta,
multitud solitaria,
multitud solitaria,
vosotros juntos
y yo solo escuchando la verdad por tu boca,
tus insultos que
me persiguen como halcones:
soy un cretino
porque mi odio os ha reunido
y me ha privado
de mi talento,
ya no puedo
pintar porque no puedo robar, mentir, matar,
solo afrontar a
esta serpiente con alas de buitre e infinitas cabezas de tigre:
la culpa
inmortal, la moral de nuestra estirpe.
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