Llueve sobre el ojo de
mi cámara y la tumba de mi pupila
Maria D’Amata, la
actriz para quien la fama fue una hiena que la husmeaba,
la estrella fugaz que
fulguró en el instante de tres películas eternas
para caer en la
apoteosis de su gloria.
Llueve sobre la
acuarela de mi nostalgia y la tumba de mi amiga
María, la Cenicienta
que a propósito perdía los zapatos de cristal
y al sueño de la
carroza prefería la calabaza real,
la hija de la guerra
que pisaba la tierra descalza para sentirse viva,
la eterna niña para
quien el éxito fue el lobo del cuento de hadas de su vida.
Llueve sobre el mármol
de mi amistad y el álbum de mis recuerdos
de María Vargas, la
bailarina que cada noche bailaba una vez, por placer,
para ennoblecer su arte
como una prostituta enamorada,
y que cuando bailaba
parecía una estatua mientras el mundo se derrumbaba,
María, la que nunca se
bebía su tiempo libre a la mesa de los clientes.
Llueve sobre los
jirones de mi pena y la tumba de la belleza
de María Vargas, la
diosa negra y blanca, de ébano y nácar,
la mujer de diamante al
que el diamante de ningún amor agrietaba,
la invitada que en cada
fiesta medía la distancia de su ausencia,
la figura de hielo con
aristas de hielo al tacto de los adoradores.
Llueve sobre el barro
de mi experiencia y la tumba de mi pequeña
María, la que debía su
talento a los perros del sufrimiento
(tenía por madre a una
loba sin dientes y su padre era un topo enfermo),
aquélla cuya belleza
como la flor del estiércol nació del hombre, de la muerte.
Llueve sobre el cieno
de mi fracaso y la tumba de la mujer objeto,
María D’Amata, la sex
symbol con el palpitante sexo de piedra,
la mujer indefensa que
se tatuaba sonrisas en la piel de la tristeza,
la que alquilaba sueños
de saldo,
ilusiones de aire que
como malos guardaespaldas no le quitaban el miedo.
Llueve sobre la carne
de mi pena y la tumba de la condesa
María Torlato Favrini,
la mujer que solo se enamoró una vez, por placer,
y talló todas sus
esperanzas en la imagen de un príncipe de madera,
una bella máscara que
velaba una calavera con ágatas en las cuencas,
un muñeco de aire, un
farsante sin carne que le descerrajó un fraude
entre los párpados del
sueño, en la frente de la noche.
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