sábado, 5 de diciembre de 2015

LA CONDESA DESCALZA


             Resultado de imagen de la condesa descalza                    

Llueve sobre el ojo de mi cámara y la tumba de mi pupila
Maria D’Amata, la actriz para quien la fama fue una hiena que la husmeaba,
la estrella fugaz que fulguró en el instante de tres películas eternas
para caer en la apoteosis de su gloria.
Llueve sobre la acuarela de mi nostalgia y la tumba de mi amiga
María, la Cenicienta que a propósito perdía los zapatos de cristal
y al sueño de la carroza prefería la calabaza real,
la hija de la guerra que pisaba la tierra descalza para sentirse viva,
la eterna niña para quien el éxito fue el lobo del cuento de hadas de su vida.
Llueve sobre el mármol de mi amistad y el álbum de mis recuerdos
de María Vargas, la bailarina que cada noche bailaba una vez, por placer,
para ennoblecer su arte como una prostituta enamorada,
y que cuando bailaba parecía una estatua mientras el mundo se derrumbaba,
María, la que nunca se bebía su tiempo libre a la mesa de los clientes.
Llueve sobre los jirones de mi pena y la tumba de la belleza
de María Vargas, la diosa negra y blanca, de ébano y nácar,
la mujer de diamante al que el diamante de ningún amor agrietaba,
la invitada que en cada fiesta medía la distancia de su ausencia,
la figura de hielo con aristas de hielo al tacto de los adoradores.
Llueve sobre el barro de mi experiencia y la tumba de mi pequeña
María, la que debía su talento a los perros del sufrimiento
(tenía por madre a una loba sin dientes y su padre era un topo enfermo),
aquélla cuya belleza como la flor del estiércol nació del hombre, de la muerte.
Llueve sobre el cieno de mi fracaso y la tumba de la mujer objeto,
María D’Amata, la sex symbol con el palpitante sexo de piedra,
la mujer indefensa que se tatuaba sonrisas en la piel de la tristeza,
la que alquilaba sueños de saldo,
ilusiones de aire que como malos guardaespaldas no le quitaban el miedo.
Llueve sobre la carne de mi pena y la tumba de la condesa
María Torlato Favrini, la mujer que solo se enamoró una vez, por placer,
y talló todas sus esperanzas en la imagen de un príncipe de madera,
una bella máscara que velaba una calavera con ágatas en las cuencas,
un muñeco de aire, un farsante sin carne que le descerrajó un fraude  
entre los párpados del sueño, en la frente de la noche.

                       
  

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