domingo, 15 de julio de 2012

... Y EN ESTO LLEGÓ ERNEST




Vibrante de olas, palmeras y maracas, la noche tropical en que Hemingway agotó la hierbabuena del Tropicana a fuerza de pedir mojitos, Expósito Díaz, un huérfano negro de nueve años, que hacía dos había huido de la inclusa, limpiabotas por las mañanas y vendedor de lotería por las tardes, aún intentaba venderles a los bebedores el primer billete de la jornada para no tener que volver a cenar caña de azúcar, porque de a poco se decía por el puerto que era tan desgraciado de nacimiento que jamás vendería un número premiado.

Expósito abrió los ojos de par en par al ver entrar, tambaleándose en su traje de alpaca blanca, al famoso escritor, que saludó a dos mujeres, las reunió y avanzó abrazado a ellas. Hubiese querido que la de la derecha, una rubia ojerosa de altos pómulos y labios llenos, fuese su madre, y eso que no se parecía a ninguna de las vírgenes cuyas estampitas mostraban los tullidos, sino que por su tipo bien podría haber figurado en las fotos que ciertos nativos ofrecían a escondidas a los turistas solitarios. Sonriendo, ella desvió las pupilas azules y encajó su pamela blanca en la cebolla de la cabeza del camarero que la adelantó.

Al paso de Ernest caían los pétalos mustios de la buganvilla y tintineaban los vasos en los veladores de mármol. Ya por entonces parecía un hombre muy triste cuando no estaba borracho, pero nunca se quejaba. Su otra compañera, una  morena de ojos velados y la boca débil en la misma cara de sueño que la otra, pero con huesos fuertes en su vestido tornasolado, recuperó la pamela que volvía en sentido contrario y se la probó a su amigo.

Los brazos de Ernest desciñeron sendas cinturas en la barra. Destelló su cabello plateado y la barba se frunció alegremente. El mismo camarero les preparaba dos gin tonics y un mojito, agitando la coctelera como si tocara unas maracas.

En el escenario la orquesta dejó de tocar; pero antes de que nadie aplaudiera, unos tacones tamborilearon al compás del timbal; desde la piel de ébano relampagueó un áureo brazalete; lentejuelas de fantasía crepitaron a la luz ámbar, y fulguraron unos dientes como perlas.

Expósito tiraba de los faldones de la camisa negra de un jugador habitual, intentando convencerle de que le comprase un billete. Pero éste, un trompetista mulato sin trabajo porque era tan borracho que la sed le hacía desafinar en plena actuación, lo ignoraba, la nariz hundida en su jarra y apoyado en una muleta.

 La semana anterior, el músico, mientras recorría a bandazos el Malecón contemplando la disolución del sol sobre el mar glauco, había dejado de tararear una vieja canción al sentir un golpe de viento, le besó la mejilla la salpicadura de una ola y en su interior oyó la frase de una melodía romántica que podría salvar su carrera. Dos pasos más allá, al pisar un guano, resbaló y se dislocó la rodilla izquierda. En tanto lo aupaban varios transeúntes, descubrió gimoteando que la conmoción le había hecho olvidar aquella música que representaba la justificación y hasta el éxito de su vida. En el hospital le dijeron que también se habían resentido las dos costillas que días antes se contusionara en una pelea de borrachos, y lo peor era que las notas perdidas, aquellas corcheas y semicorcheas tan oscuras, seguían sin bailotear en las paredes blancas de su habitación.

Ahora intentaba, una vez más, recordar aquella melodía encadenando cervezas sin fin, y tuvo que taparse el oído derecho para que no lo distrajeran los ruegos del lotero.

Ernest se inclinó sobre la rubia lánguida para susurrarle al oído, y al denegar ella con la cabeza, se agitaron los corales de los lóbulos y sus mejillas se ruborizaron. En la barra una pronta mano sustituyó el vaso vacío por otro mojito. La barba se acercó ahora a la oreja de la morena, que parecía la concha de una playa, y sus murmullos le provocaron una risita nerviosa que sonaba a los cubitos de su copa. 

-¡Un número, por favor, el de todas las semanas! -rogaba Expósito al mulato, que no cesaba de chasquear la lengua, tironeándole tan fuerte de la muleta que estuvo a punto de derribarlo. 

-¡Fuera de aquí, maldito, que sólo desgracias me has traído! Hasta la trompeta he tenido que empeñar por tu culpa.

-Cómpreme el de siempre, que esta vez le va a tocar.

-¡No volverás a engañarme! Mira lo que hago con el último -se sacó un boleto del bolsillo de la camisa y, tras despedazarlo, aventó el confeti de papelitos-. No necesito esperar el resultado para saber que no me va a tocar. Para que veas si confío ya en tu lotería.

Ernest volvió a insinuarle una sugerencia o tal vez un ruego a la rubia, cogiéndole suavemente el antebrazo, y ella dio un paso atrás sin dejar de negar con la cabeza. Se acercó otra vez a la morena para cuchichearle algo que parecía cargado de miles de voltios, según el respingo que provocó, y empujándole levemente el triángulo desnudo de la espalda, la invitó a acercarse a la otra, como si quisiera que hicieran las paces, pero ella se encogió de hombros. Insistió, entre convincentes ademanes, en sus alegaciones a la primera, y al menos logró que sus zapatos negros de lascivos tacones de aguja dieran un paso hacia un par de sandalias doradas, cuyas tiras sujetaban finos tendones.

-¡Cómpremelo, señor, y no se arrepentirá! 

-Déjame en paz, que hasta los sordos saben que traes mala suerte.

-Si no quiere el capicúa de siempre, aquí tengo otros números. ¡Mire éste qué bonito: seguro que gana!

-¡Vete de una vez!

-Vamos, señor, cómpreme algún numerito, por favor, que es premio seguro.

-¡Toma, pendejo! -desesperado de no recordar la música, el mulato se volvió y le arrojó a la cara el resto de la  cerveza, que le limpió los lamparones de las mejillas. Expósito retrocedió hasta que su espalda chocó con un vientre opulento, y dos manos se le posaron en los hombros. Al volverse, vio cómo se ahondaba un ceño en cierta frente donde se unían dos cejas, y entre la barba de plata se crispaba la boca. Los ojos de Ernest se achicaron mirando la espalda encorvada del trompetista. Del bolsillo interior de su americana extrajo una cartera y entregó al niño un fajo de billetes a cambio de los boletos que le arrancó a tientas de la pechera, sin perder de vista al mulato.

Cuando ya se remangaba los puños, un rumor de asombro, seguido de una expectante ola de silencio, le indujo a seguir las miradas de todo el mundo hacia la esquina donde había abandonado a sus acompañantes. Una guitarra cayó en el escenario. La frente de Ernest se alisó sobre los ojos alegres y la barba quebrada en una sonrisa, y palmoteó unos instantes antes de que todo el Tropicana restallara en aplausos. Al fin la mujer rubia y la morena se habían trabado en un abrazo, sus cabezas se reunieron y, bajo las sombras oblicuas de las cabelleras, los brillos del carmín de sus labios ya se fundían en el purpúreo resplandor de un beso. Al vacilar la luz violeta, los mismos destellos de nácar se ondularon en la miel de sus mejillas, iguales arabescos de un reflejo de sombra peinaron sus cabezas juntas, que se retorcieron a uno y otro lado, como atornillándose para siempre.

Nadie advirtió que otro pequeño vendedor de lotería se abría paso a codazos entre los clientes y, cuando distinguió entre dos espaldas a su colega, le gritó:

-¡Expósito, Expósito! ¡El número que acaba de salir es tuyo! ¡El 5005! ¿A quién se lo vendiste?

-¡Al de siempre! Al hombre de la muleta -y ésta osciló sobre los fragmentos del billete. Ardían los ojos del mulato, aún fijos en ambas mujeres: en su oído se habían insinuado las notas de la melodía del amor y de su salvación, impulsadas por el ritmo lacerante del corazón sobre las costillas, justo antes de que un tirón demasiado brusco del niño volviera a dejarlo, como en el Malecón, sin su último punto de apoyo. 


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