A la hora malva el
adolescente aún la esperaba en la plaza, apartándose de la puerta del drugstore
para dejar salir a los clientes que había visto entrar. Tímido incurable, el
rubor le teñía la cara de pétalos de rosa cuando aquéllos se le quedaban mirando.
Al menor descuido se le desmaquillaba la pose de sensual escepticismo, el
precoz cinismo que adoptaba se desarmaba, y bajo el pelo de caracoles le quedaban indefensos los ojos
vidriosos y rasgados, los pómulos sensibles, la
sombra del bigote sobre los labios llenos.
Cuando comprendió que
Haze no vendría intentó enfadarse. ¿Para eso había escapado de las voces
pegajosas de su madre, de la vigilancia del padre, de los susurros
esquizofrénicos de la hermana? Y por otro lado, ¿qué novio iba a buscarse
Haze que se conformara con dos besos al año, el día de Navidad y en su
cumpleaños?
Miró por última vez la
plaza, el aire violeta grávido del perfume del jazmín y de las glicinas, de la
tempestad de los magnolios sobre el muro del juzgado, del húmedo calor pautado
por las notas de algún ave y los chasquidos de las mecedoras en los porches del
ocaso. De repente se alegró de haber esperado un poco más: el paso como en sueños de un joven rubio de traje de alpaca idéntico al suyo fue dejando por la plaza
una estela de felicidad. Muchos latidos de su pulso después, más allá de la
estatua dedicada al Soldado Confederado, el desconocido se fundió con la sombra de terciopelo, a él le dolió el deseo imposible de abordarlo y advirtió que con aquel
tictac tan frenético había vuelto a adelantársele el reloj del corazón. Y no solo
por tenerlo averiado, sino por haber querido hacerse amigo del rubio sin conocerlo de nada.
Aunque el cardiólogo se
lo hubiera prohibido, se dirigió a comprarle whisky al contrabandista que
conocía en el barrio francés. Y eso que sabía que beber no le aliviaba aquel
miedo cerval que tenía de conocerse a sí mismo, ni resolvería los
contradictorios estímulos que le desenfocaban el que, según le habían enseñado, debía
ser el objeto de su deseo. Sentía que la luz que le enfocaba éste era la del sol cuando le habían prescrito que debía ser la de la
luna, que le atraían los paisajes llanos y áridos en vez de las húmedas colinas
de suaves declives.
Por ahora la escritura
era su único refugio, su defensa contra la lentitud de las sombras del verano,
y sobre todo contra aquel desajuste o defecto de forma que dejándose llevar por
los criterios aceptados él mismo se achacaba. En cada cuento o diálogo teatral
podía proyectar sus malos presagios, la barrera de cristal que como en la sala
de visitas de una cárcel le helaba los dedos cada vez que tocaba la piel de
alguna mujer imaginaria, los caballos desbocados que lo estremecían de
fantasías si le ponía a aquélla una cabeza de hombre.
Y a eso se dedicaba en
la penumbra perfumada de la calleja, al pie de la ventana con celosía de hierro
colado, a imaginar factibles argumentos con personajes lastrados por sus mismos
complejos. La brisa trajo los ecos de una orquesta de jazz. A cada trago, su
tristeza y su imaginación crecían con el vacío que el whisky iba dejando en la
botella.
Y así pensó en la
extraña pulsión que el hijo de un magnate sentía hacia un compañero del equipo
de rugby que había acabado por suicidarse. Su joven esposa se había sentido
celosa de él y revolviéndose como una gata salvaje intentaba salvar su
matrimonio.
También se le ocurrió
la historia de una aristócrata venida a menos, inquilina habitual del desastre
y de las fantasías compensatorias desde que había descubierto la homosexualidad de
su marido. Ella se instalaba en Nueva Orleans con su hermana, casada con un
macho tosco y enérgico que al final averiguaría que su refinada cuñada era
alcohólica y la habían expulsado de su puesto de profesora por haber seducido a
un alumno.
Además, se le ocurrió
otro argumento que desarrollaría con el tiempo: un ex sacerdote alucinado por
el alcohol y la Biblia que como guía turístico llevaba a un grupo de mujeres a
un hotel de la costa de México y se debatía entre el amor de una adolescente,
el de la madura hotelera y el de una cliente sin fondos que le hacía de
lazarillo a su moribundo abuelo.
Personajes todos al
límite de sí mismos, agarrados a los barrotes de sus represiones, que se
quemaban en el tejado de zinc de su sexualidad y sus ambiciones, que huían de sí mismos
disfrazándose con las personalidades que les habría gustado tener, y a quienes como una
iguana amarrada, por mucho que tirasen de la cuerda de sus posibilidades, ya no
les daba más de sí.
Al apurar el último
trago, la botella en alto sobre la cabeza hacia atrás, en un rapto de
estupefacta alegría, sobre un escorzo de estrellas errantes el joven vio su
nombre deletreado por los neones de Broadway: Tennessee Williams.
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