Debí sospechar de la
mirada oblicua de uno de los cuatro Clanton jr., de la sombra de maldad que
pasó por los ojos del padre, de la facilidad con que movía los músculos del
rostro y que instantáneamente le veló los rasgos de la traición. Junto con mis
hermanos Virgil, Morg y James, llevaba las reses a California, y al verlas
escuálidas en aquel erial el patriarca de los Clanton quiso aprovecharse
comprándolas por el valor de los huesos. No accedí, y aunque domó la expresión
de su cara como si fuera una fiera amaestrada, no pudo controlar –solo ahora lo
veo- la sombra de cuervo que le cruzó las pupilas.
Dejamos a James al
cuidado de las reses –ya no cumplirá más de dieciocho, ni nunca dejará de
admirar al resplandor de la hoguera aquella baratija que insistía en que fuera
de plata, templada al fuego de su amor por Corey-, y nos fuimos a visitar
Tombstone, tras muchos cientos de millas la primera ciudad donde podrán
afeitarnos y servirnos una copa. Queriendo preservarlo del vicio, alejamos
demasiado a James de los cambios y accidentes de la vida, lo entregamos a la
muerte.
Como una balsa ebria,
la ciudad naufragaba por el unánime jolgorio del sábado noche, pero en vez de
afeitarme la barba con una navaja estuvieron a punto de rasurarme a balazos. Se
trataba de un indio borracho con el gatillo facilón, al que nadie se atrevía a
reducir, de modo que tuve que hacerlo yo mismo aunque solo fuera para que el
barbero terminara de afeitarme. Después de aquello las fuerzas vivas de
Tombstone me ofrecieron el puesto de sheriff, y más cuando supieron que yo era
Wyatt Earp, que venía de pacificar Dodge City, justo lo que ellos querían para
sí, pero por más que subieron su oferta la decliné. No me imaginaba lo pronto
que lo reconsideraría.
Exactamente a la media
hora, en cuanto mis dos hermanos y yo nos encontramos que las reses habían
desaparecido y al pobre James acribillado por la lluvia y tres tiros por la
espalda. Acepté el cargo, con la condición de que Morg y Virgil fueran mis ayudantes.
Todo el mundo dio por sentado que dimitiríamos en cuanto cazáramos al asesino
de nuestro hermano. En el salón me informaron de que Doc Hollyday controlaba el
juego y los Clanton el ganado, y justo entonces entraron a tomar una copa el
padre y los cuatro hijos, la mirada huidiza, los chubasqueros impregnados del
barro de una culpa que no podría borrar ni el Diluvio Universal.
Al día siguiente
empezamos a indagar rastros y buscar pruebas que los condenaran. Morg siguió
las huellas de nuestro ganado hasta una de las cercas de los Clanton. Esa noche
entré en una partida de póker para ir tentando el ambiente. Fui víctima de las
argucias de Chihuahua, una belleza morena que completaba sus ingresos de
cantante indicando con señas a los tahúres las cartas de los jugadores. Aunque
pasaba por novia de Doc Holliday –o al menos a eso aspiraba-, tuve que darle
una lección.
Al fin irrumpió el
mismísimo Doc Hollyday y por todo el salón sopló una gélida corriente de
silencio. Expulsó por la puerta de servicio a un tahúr y sin saludar se acodó
en la barra. Lo envolvía un aire de fatalidad, como si se hubiera contagiado de
todas las muertes que había provocado y que con cruces negras señalaban el
itinerario de su carrera de oeste a este. Agotado por la tuberculosis y de sí
mismo, desarmado por un desengaño que parecía complacerle y por la tos, enfermo
de autocompasión, tras haber malbaratado su título de cirujano y su vasta
cultura en el dudoso honor de convertirse en el más temido matón del Oeste, a
John Holliday solo le quedaba la intimidad con su mejor amiga, aquélla a la que
su prolongado trato y cortejo lo había acostumbrado, y con quien pronto
consumaría una sola vez y para siempre su amor: la muerte.
Me presenté a Doc en la
barra, y como yo de él, ya todo lo sabía de mí. Por estas tierras los pájaros
deben repartir los rumores. Aunque hubo un momento de tensión, lo solventé
aceptando una copa de champán, y el pianista se puso a tocar de nuevo. Al final
nos entendimos; me cayó bien y me convenía tenerlo de aliado contra los
Clanton. Aunque para eso tenía que darme prisa, porque a cada trago, con la
botella, se le vaciaba la vida. Le habían prohibido beber y eso le acentuaba el
gusto por la bebida.
Una mañana llegó la
diligencia de Deadwood con apenas cinco horas de retraso. Los mozos se afanaron
con las maletas y los viajeros se precipitaron al bar. Bajó la última una
belleza bruna y delicada, y mientras su botín charolado descendía del estribo a
la tierra, la mañana entera pareció fracturarse en infinitos planos de emoción
y todos los colores del pueblo se embebieron en el tono ocre de su vestido. Me
miró, y en sus ojos se condensó la oscuridad de todas las noches que me había
desvelado la soledad o que había soñado con mi mujer ideal.
Reaccioné para hacerle
de botones: le llevé la maleta a la habitación. Se detuvo en recepción para
preguntar por Doc Holliday, que se encontraba fuera. De algún modo intuyó la
habitación de Doc, entró y con la yema de los dedos se puso a tocar sus cosas
con una delicadeza que hablaba por sí sola, como si le estuviera acariciando la
mejilla. Además, él tenía en la cómoda un retrato de la dama.
Envidié a Holliday al
comprender que mi única baza era la paciencia, porque mientras él siguiera vivo
y no lo ultimaran el whisky, la tos o una bala de ventaja, aunque limpiara yo
la ciudad, implantara la ley o fundara una escuela y un hospital, nunca podría
competir con aquél que contaba a su favor con el hechizo de la decadencia, con
el encanto de portar una sombra que trascendía a ciprés y rosas, con la
irresistible fascinación de la fatalidad y de la muerte.
Hola, me ha encantado el blog y las recomedaciones de cine, pero no encuentro en donde poder seguirlos para checar sus actualizaciones!
ResponderEliminarUn saludo :)
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