Jim fue el mejor amigo
que pude haber hecho recién llegado de Viena a París. Igual que yo, joven
escritor y de carácter espontáneo, aunque en su caso más carismático, tuvo la
generosidad de presentarme al círculo de artistas y bohemios de Montparnasse,
gente interesante, aunque nadie como él. En un paradójico baile de disfraces
–fue cuando lo conocí de verdad- empezó a fluir entre nosotros tal compañerismo
y confianza que empezamos a quedar todos los días que las mujeres lo dejaban
tranquilo. Intercambiábamos ideas, disfrutábamos hasta de nuestras
discrepancias y mutuamente nos enseñamos las literaturas de Francia y Alemania.
Fuimos de excursión a
un pueblecito a orillas del Adriático y de vuelta a París conocimos a una joven
idéntica a la escultura antigua que habíamos ido a ver a aquella aldea, de
carnosa sonrisa con un deje de desdén y ojos como sendos soles en eclipse.
Cuando me la presentaron sucumbí a la sensación de que aquella estatua se había
animado, quizá al soplo de mi amor por ella. Empecé a salir con la joven,
Catherine. Visceral y transparente, era una fuerza de la naturaleza que
pretendía arrasar con las costumbres y reinventar las relaciones humanas.
Como no quería
descuidar a Jim, lo invité a cenar con nosotros. Tanto le había hablado a ella de él que casi lo conocía, y para demostrarle lo libre y enemiga de las
convenciones que era, se pintó un mostacho y salió disfrazada de hombre, y como
tal la tomaron todos con quienes nos encontramos.
Los tres nos fuimos de
vacaciones a una playa normanda donde alquilamos una casita recién encalada que
de lejos parecía sonreírnos con las ventanas ojivales y el tejado en punta.
Allí fuimos felices. Caminando por el bosque de nuestros ensueños y bajo la
gloria del sol entre los álamos, con el viento a favor de las bicicletas o nadando en playas
turquesa donde salpicaba la espuma de los días, Catherine me parecía lo que la
primera vez, una figura mítica rescatada de alguna caverna, una diosa ancestral
nacida del alba del mar. Me declaré y prácticamente aceptó. Nos
complementábamos: a ella la habían amado tantos hombres como mujeres yo no
había conocido.
Pero con la sorpresa de
una bengala sin control, en el catorce estalló la guerra. Catherine y yo ya nos
habíamos casado. Durante los tres años que me arrastré por las trincheras
belgas mi más atroz miedo fue dispararle a una sombra que tuviese la cara de
Jim, como es lógico reclutado por el ejército francés. Entre un ataque y otro
le escribía a Catherine arrebatadas cartas de amor (nuestra relación ganaba con
el alejamiento) y casi no le preguntaba por la marcha del embarazo; hasta tal
punto la había aislado, inmóvil como la estatua que siempre me había parecido,
contra un fondo de álamos que ni el tiempo ni el viento alteraban.
Perdimos la guerra y al
menos me alegré por Jim. Desmovilizado, tuve la suerte de que me encomendaran
una monografía sobre las libélulas. Así que Catherine, Sabine, que ya tenía dos
años, y yo nos instalamos en el campo. Ella se ocupaba de las fotografías y las
inscripciones; era lo único en que ahora nos conjuntábamos. A veces se acostaba
con otros; no es que me engañara: no se escondía.
Mientras me temía que
de un momento a otro se iría de casa, coincidió que por fin Jim pudo venir a
visitarnos. Aunque no había cambiado mucho, se le notaba más robusto, la cara
curtida de los sufrimientos recientes y los ojos nublados por todo lo que había
visto. A la semana de estancia, Jim ha abandonado el hostal donde por decoro
pernoctaba y se ha instalado en un cuarto que ahora comparte con Catherine.
Entre ellos ha florecido uno de esos amores que tarda en madurar: han
descubierto que han nacido el uno para el otro. Para mí se trata del arreglo
ideal, porque así Catherine no se irá, podré seguir viéndola a diario y después
de mucho tiempo convivo con mi mejor amigo. Además, Sabine tiene un segundo padre.
Ahora mi única
preocupación estriba en que Catherine y Jim no se inflijan el mismo daño que a
mí me ha deparado el amor.
Conocí a Jules recién
llegado de Viena; y como me cayó bien y parecía tímido, le presenté a mis
amigos de los bares, pintores y poetas, y también a mujeres, de las que no
parecía sobrado. Sin embargo, fue camino de cierto baile de disfraces cuando
descubrí lo agradable que resultaba acompañarlo, el buen humor que tenía y lo
tierno y simpático que era. Pero no consumó con la bella viuda, ni con la
escritora, ni siquiera con la juerguista, así que recurrió a las profesionales,
que no fueron de su gusto. Quizá el problema era que yo lo acompañaba con todas
ellas y yo lo distraía de las chicas porque era entre nosotros dos como
realmente nos divertíamos. Éramos tan parecidos, y al mismo tiempo tan
distintos…
En casa de un amigo
vimos diapositivas sobre hallazgos arqueológicos y a los dos nos fascinaron los
ojos plenos y la hipnótica sonrisa de cierta estatua de piedra. Incluso visitamos
el yacimiento y nos quedamos más de una hora admirando la talla en atónito
silencio. Aquello fue la excusa de Jules para a a la vuelta enamorarse de una
enigmática joven a la que atribuyó los mismos rasgos de la estatua.
Me contó que ella era
de familia aristócrata que ya no frecuentaba, dominaba tres idiomas e incluso
sabía nadar. Esta vez no me invitó a salir con ellos hasta su tercera semana de
relación. Al conocerla me impresionaron, además de una sonrisa que parecía
encantar al mundo entero con un hechizo de muerte, la decisión y la fuerza que
se traslucían de su expresión. Como cuando conocí a Jules, acerté; soy buen
fisinomista. Con el tiempo, he sabido que cada vez que ella quiere algo se
apresura a tomarlo porque cree que con esa posesión alcanzará una especie de
conocimiento vedado a los pusilánimes.
Sin embargo, debió
desarmarla la vulnerable inocencia de Jules, ya que para cuando volvimos de la
playa se acostaban. Publiqué mi primera novela y para celebrarlo fuimos a cenar
y al teatro. A la salida, mientras Jules despotricaba contra la Hedda de Ibsen
y las feministas en general, quizá como protesta Catherine se arrojó al Sena,
un gesto que la define. Aunque es una gran nadadora, se expuso a contraer una
neumonía.
Una tarde Catherine me
citó en un café, y aunque sintiéndome culpable por Jules acudí con la esperanza
de que quisiera seducirme. Sin embargo, me dio plantón. Esa misma noche me
telefonearon con la noticia de que se irían a Austria a casarse.
Durante la guerra mi
más grave inquietud fue que por una crueldad del destino disparase sin saberlo
contra Jules. Ganamos; pírrica victoria: había perdido a decenas de familiares
y amigos. Al menos conservé al más querido, Jules. Convencí al periódico de que
me encargara unos artículos sobre el Tirol y fui a visitarlos.
En la estación me
esperaban Sabine, ya de cuatro años, y Catherine; en sus ojos chispeaban una
travesura y una fantasía que debieron advertirme. Solo puedo decir que
enlazados por la cinta de estos días azules, los tres hemos sido tan felices
como en aquella playa normanda, con la única diferencia de la presencia de la
pequeña.
No obstante, al cabo de
una semana supe que se había desgastado el amor entre ellos. Y solo entonces,
como si se hubiera derrumbado el muro que me impedía verlo, he descubierto que
en el mundo no hay para mí más mujer que Catherine. Si como nos llamaban en
París Jules y yo somos Sancho y Quijote, ella es Dulcinea, solo que algo más
promiscua que la original.
Llevo varios días
instalado con ellos, y ya asimilada la revelación de mi verdadero amor, ahora
que me he puesto a leer en esta mecedora, oigo que el entrañable Sancho está
jugando con mi Dulcinea; no paran de reír y gorjear, los chirridos del colchón
anuncian que por un rato vuelven a ser marido y mujer, y aunque me siento incómodo
lo más preocupante es que ni siquiera pierdo el hilo de la lectura.
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