jueves, 17 de enero de 2019

EL ASEDIO: En la vega.




        Resultado de imagen de obras de kasimir malevich

El canto del viento entre los álamos me recuerda la voz hipnótica de las olas rompiendo a orillas de la noche. También la hierba parece surcada de olas. La vega es un lago que a resguardo de los montes copia el cielo. Cada día la paz del campo me contagia más calma. Entre los esbeltos troncos cabrillea el riachuelo. Después de más de dos semanas de estancamiento en la ciudad, desde mi venida al pueblo la corriente de la escritura ha recobrado su caudal. Es posible que antes de que me encuentren culmine la narración de los hechos y asista al momento en que el pasado encuentre el presente, el tiempo de la narración confluya con el ahora, y el río de mi historia desemboque en este valle. No será tan difícil porque aquí el tiempo discurre lenta, imperceptiblemente. Ahora, por ejemplo, tengo la sensación de que al ritmo de las hormigas que jalonan la vereda se acompasan las aspas del molino, el camino de las nubes, mi propio paso, el tractor que a través de los trigales desde aquí parece una oruga. En los diversos óleos de cada perspectiva del valle, en los inmutables paisajes, el tiempo no fluye. En el interior de la casa el tiempo deviene espacio: en el patio la hora tiene sesenta metros, el minuto sesenta centímetros.
Me suavizan el cinismo la alegría tersa de las amapolas, la seda de las violetas, el oro de las margaritas y el verdor de la yerbabuena, me amansan las hierbas y jaramagos como si los meros colores me inocularan la serenidad destilada de la infusión de sus hojas, me hipnotizan tanto la savia y la clorofila como la aguamarina del cielo entre las nubes de esmalte. Incluso el misterio de las sombras de los álamos, el enigma de la madreselva, son tranquilizadores.
El aire se irisa de pétalos rosas. Bebo la brisa sedante de los naranjos. En el zafiro de la tarde nievan cálidos copos, los vilanos, la espuma de las semillas de los álamos. Tapizado de éstas la cinta del camino se extiende hacia las pirámides azuladas de los montes, monumentales vigías que nos guardan de las tormentas del mundo exterior.
A mi llegada, después de tantas ofensas y ataques, me encontraba tan tenso y eléctrico, desbaratado y desbarajustado, el ánimo tan erizado de temores y susceptibilidades, que realmente habría necesitado un psiquiatra. Víctima de furibundos ataques de rabia, acalambrado y acalorado, medía a airadas zancadas el patio y mi razonable esquizofrenia, las manos retorcidas a la espalda y el torso inclinado hacia adelante, tal y como me veía reflejado en una de las ventanas, de vidrio agrietado, orientada al interior, escindido, encendido, cebado, encarnizado en la cíclica disputa con el fantasma de Ángela, saturado de razones y jaqueca me batía y debatía contra ella, rebatía sus réplicas factibles con mis argumentos.
Lo curioso es que en nuestra vida en común apenas discutíamos, sus compromisos acaparaban nuestro tiempo libre, solo compartíamos fiestas y recepciones, y nuestro déficit de comunicación pronto generó desconfianza, distancia, diferencias y más tarde indiferencia. Cuando Ángela empezó a hablar con elocuencia fue a partir de nuestro primer aniversario, desde que nos separamos sin palabras. Por suerte, a tres semanas de distancia, aquella sucesión de ataques y persecuciones, atentados y vejaciones, ahora me parece remota, como si datara de tres años. Sin embargo, tengo la certeza de que, igual que me alcanzará la narración de los sucesos, alguno de sus secuaces se hará presente y tarde o temprano me descubrirán aquí.
No he de confiarme. Hace apenas dos días que he escenificado mi última discusión con ella. Fue a la salida del cibercafé, después de remitir a mi propio correo el mail a Kafka. Al pasar junto a una noria en desuso me uncí a la ronda de acusaciones. Un golpe de viento me arrancó la gorra, y al perseguirla la arena me cegó tanto como la ira. Al recuperar la vista, entre unas zarzas asomó la gárgola de la cabeza de un lagarto.
Le eché a Ángela en cara su egotista afán de perfección, la insultante facilidad con que todo le sale bien y la prontitud con que el éxito le besa a la frente y en los ojos y la boca como un amante entregado, sí, el triunfo te bendice con la unción hipócrita de un atractivo sacerdote con quien me engañaras (Fermín de Pas), me debilitan tu ansia acaparadora y avidez de gloria, el egoísmo con que inhalas todo el aire disponible en la cima, a tu lado me asfixio, solo puedo respirar el anhídrido carbónico de tus suspiros de satisfacción, de tus quejidos insaciables, y no contenta con los aplausos de la escena y la audiencia en la televisión, con los focos, los flashes y la alfombra roja, ahora invades mi campo y también te dedicas a la literatura, y cuando te defiendes esgrimiendo que me has ayudado en todo y facilitado al máximo la vida, antes de que me enumeres las ventajas que me has brindado, armado de una razón invencible argumento que, incapaz de escribir nada a la altura de tu ambición, ahora quieres destruirme para apoderarte de mi obra, pretendes asesinarme para que no te discuta la autoría de El Centro del Vacío, vampirizar mi talento oscuro y digerirlo en tu organismo insaciable e implacable, el más apto para el éxito, de modo que cuando me elimines y dejes correr el rumor de que Louise Cristal es Ángela Mayo, el texto que bajo mi firma habría pasado desapercibido será famoso, la novela vanguardista se convertirá en popular, menos a mí, conviertes en oro todo lo que tocas, incluso una novela invendible; la verdad es que no hacíamos buena pareja, puede que físicamente no desentonáramos en los salones y en el imaginario, en las portadas y los estrados, pero una ganadora y un perdedor no casan, una triunfadora y un fracasado pertenecen a mundos paralelos que nunca deberían haberse acercado salvo para abrirte una puerta, servirte un café o traducirte un diálogo de Rojo y Negro, tu pareja ideal es Juan Eduardo Galán, él no está marcado por la negatividad ni tuerce su talento ni retuerce su arte contra sí mismo, todo lo contrario, ese charlatán todo lo vierte y revierte a su favor, si se lo propone puede vender una ranchera como la más sublime poesía o convertir una enchilada en alta cocina, multimillonario, tan exitoso y famoso como tú, desde que ha obtenido los honores de un cargo diplomático ya nada se opone a que ese mariachi de las letras vano y hueco, huero, ese Jorge Negrete postmoderno, ese playboy de telenovela, sea considerado el sucesor de Carlos Fuentes, pero ya basta de todo esto porque el recuerdo de mi última recaída ya me está trastornando y si prosigo el odio, que con el sol ha empezado a hormiguearme en la sangre, se me precipitará por las venas como un río salido de madre.
En la trocha más cercana de la cañada detecto unos chasquidos a mi espalda: un perro mestizo hoza entre las piedras husmeando alguna topera. Color canela y con una estrella blanca sobre los ojos, posiblemente lo haya abandonado algún cazador. Por un momento he creído que ya habían dado conmigo. Es difícil desembarazarse del miedo, debe segregar alguna hormona adictiva. Más temprano que tarde me encontrarán. Mi única opción radica en resistir hasta que se haya debilitado el ansia vengativa de mi enemiga. Resulta insoportable sentirse ofendido por quien a su vez sintiéndose ofendida desata contra mí sus fuerzas.
Siguen las pezuñas repicando atrás: guardando las distancias me sigue el chucho, cuando nuestras miradas se cruzan se pone a husmear entre la hierba. Se le ve percudido y desnutrido,  su desconfianza pugna contra el hambre y la necesidad de compañía. No me extrañaría que hubiera escapado de alguna mano cruel.
Detecto una olor a quemado, como de rastrojos, una vaharada acre y ocre, procedente del otoño. Antaño no empezaban a quemarlos hasta septiembre. Recuerdo mis últimos días aquí, a principios de un septiembre de hace veinte años, cuando acompañado por mamá el abuelo se ausentaba con frecuencia camino de la ciudad hasta que le fue diagnosticada la enfermedad. Por aquellos días me enamoré de la soledad. Fue un amor fugaz del que he de escribir a Franz.
Los rastrojos también me recuerdan a Salus, al cibercafé. Remitirme los correos a Kafka a mi propia cuenta no es un síntoma de escisión de la personalidad como Ángela sostendría, sino un medio de demostrarle lo bien que me encuentro sin ella, el escaso daño inferido por sus ataques. Por supuesto me consta que, habiendo pirateado mi correo, ella tiene acceso a mis mails. Rechinará los dientes al comprobar el estado de forma de prosa y temblará al saber que estoy trasladando a ella su crueldad, traduciendo sus desmanes a una novela.
Haber profanado mi intimidad se volverá contra ella. Tengo que revertir sus ventajas en inconvenientes, verter a mi favor todas mis desventajas y vicisitudes. Aquello que me trastornaba me está ayudando a recobrar la razón, todo lo que me descentraba y dispersaba ahora me centra y concentra. Además de modelo de mi antagonista, Ángela se ha convertido en mi musa negativa, estoy escribiendo contra ella. Quiero que sepa que me estoy alimentando de su ira, que no solo soy inmune a sus ataques sino que estoy metabolizando su toxicidad y que la alquimia de mi arte puede destilar su rencor y fermentar su veneno en pura ambrosía.
Tengo que agradecerle sus maleficios porque sin ellos esta novela no existiría. Si tengo alguna opción de existir con alguna originalidad es gracias a ti, si estuviéramos juntos no habría pasado de escribir en los ratos muertos de la oficina otra mediocridad como Vuelo en Picado, pretendiendo aniquilarme solo vas a conseguir salvarme, mi talento necesitaba toda esta presión para estallar y desatarse, tengo que esmerarme para que cada pasaje alcance su forma perfecta y no puedan denegarme la publicación de esta obra, procurar que en cada párrafo, por ejemplo éste, se retuerza todo mi sufrimiento, que cada frase refleje toda tu malignidad, de modo que cuando leas esto reconozcas en el espejo de la página tu perversidad, puede que me hayas desactivado la vida pero has activado mi escritura y gracias a ella exorcizaré mis fantasmas y…
Mi cabeza vuelve a estallar en campanadas de dolor. Me aturde la peste de la vaquería. Desequilibrado, me tuerzo el tobillo izquierdo en un socavón. La acera me devuelve el eco de mis pasos cojitrancos. Al volverme, más allá del perro una oronda sombra se escabulle tras la esquina.
                                                                                          
                       
                                         
                                                                                                                                                                                                             

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