jueves, 3 de enero de 2019

EL ASEDIO: Enloquecido.


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Me encontré dando tumbos por la calle, mis pasos trazaban tirabuzones de borracho o de herido de bala cuyo cuerpo, incrédulo, recurriera a los movimientos de la inercia para negar la evidencia y retrasar el dolor. Zigzagueaba aturdido por un desvencijado asombro y el desequilibrio de quien ha recibido una paliza o una fatal noticia, como si naufragado por aquella traumática tormenta nocturna de negros relámpagos me arrastrara por la orilla. Pero lo que realmente se había demolido era mi confianza y del seísmo la ciudad había salido indemne menos yo, la única víctima de la mañana. Me trompiqué con el borde de una laja de la acera.
Al intentar rehacerme di otro traspié y me encontré en el bordillo de una avenida como al borde de un abismo. Por momentos la elipse de mis pasos devenía en espiral. Me así a la idea de que todo es cuestión de perspectiva y que tal vez los desequilibrados fueran los demás. Todos los peatones iban borrachos menos yo. Gateaban, desbarraban, daban sacudidas y bandazos entre uniformados camareros de gorra y silbato ebrios de una autoridad y un prestigio que se les había subido a la cabeza. Deliraba la realidad como una anciana hasta entonces recta y rígida que por la calle había caído en una demencia espasmódica. Los semáforos oscilaban y las papeleras danzaban, los bancos saltaban y un quiosco se tambaleaba. Bajo la lluvia los edificios se sacudían como dinosaurios mojados. En la calzada, ceñida sobre sí misma como un río concéntrico, se zambullían hipopótamos con motor.
Todo el mundo había enloquecido menos yo, varado de impotencia y envarado de rabia, catatónico de lúcida indignación, desposeído de mi manuscrito y de mí mismo. Porque era evidente que también yo estaba desquiciado: todo lo sacaba de quicio. Enajenado de mi obra más propia y personal, me sentía interiormente expoliado. Ángela me había plagiado la novela que yo no me había preocupado de registrar, lo cual ella habría hecho a su nombre antes de publicarla bajo el pseudónimo de Louise Cristal. La elección de aquel absurdo nombre que sonaba a nombre de guerra de actriz porno, constituía el único desliz de un plan maquiavélico. Con premeditación criminal Ángela se había valido de una aliada, Victoria, amiga o mercenaria, para provocar la ruptura, perderme de vista y hacerse con mi obra.
Me pregunté cuándo habría empezado a tejer aquella intriga, en qué momento había decidido sacrificar nuestra relación en el altar de su ambición, qué la decidió a renegar de nuestro amor para profesar el culto a sí misma. Sí, damas y caballeros, hablo de amor, pues con sus sombras y palideces, recatos y rarezas, de amor se trata, como lo demuestra mi última frase, digna de un serial, y que mi afán por la naturalidad me impide enmendar; la pérdida y las injusticias de Ángela acabarán por hacerme escribir como un gañán o un galán.
Fue a la negra luz de su comportamiento cuando empecé a desenamorarme de ella. ¿Sería posible que la trama se hubiera iniciado ya al principio y que a lo largo de la conversación sostenida en el parque con Madame de Renal ya decidiera apropiarse de algún original de aquel autor ignoto? En tal caso nuestra relación había sido una ficción, una mentira urdida por ella, una representación prolongada durante más de un año. No había que olvidar que estaba ante una dotada, consumada actriz. Ella nunca me había querido, se había emparejado conmigo por mi talento, igual que otros se casan por dinero. No había sido yo quien se aprovechaba de ella, como daban a entender los amigos con atravesadas sonrisas y miradas sesgadas, pues ahora me veía con los bolsillos vacíos y las ilusiones perdidas. Eugene de Rastignac se había convertido en Lucien de Rubempré.
Allí clavado bajo la lluvia como una señal de tráfico, una señal de ceda el paso o una advertencia de peligro, en la desenfocada pantalla de mi mente se sucedieron secuencias de nuestra convivencia que ahora, a la luz del final y encadenados en un montaje teleológico, adquirieron un siniestro significado. La fotografía de todas ellas parecía velada, atardecida, con esa imperceptible degradación de luz que presagia el fundido.
Y así me vi bostezando al final de alguna de las fiestas de nuestros sábados, cuando las copas empezaban a quebrarse y las risas se desmesuraban, mientras que a la deconstrucción de un bolero ella, asiéndose a sus anchos hombros como para no precipitarse por un acantilado, bailaba con Juan Eduardo Galán, el best seller mexicano que con su nombramiento diplomático y viril bigote, erizado de concupiscencia a los cuchicheos de ella a su oreja, se postulaba a sí mismo como sucesor de Carlos Fuentes, por lo que como quien vierte en su infusión un whisky venenoso, poblé mi aburrimiento con un ramalazo de celos.
Me vi en el soleado green de un hoyo dieciocho, ante mi sombra grotesca, esperpéntica, con una visera monstruosa, apoyando mi decepción en el báculo de hierro que me había hecho fallar un put varios metros más cercano que el que Galán, jaleado por ella, acababa de embocar al flamear triunfante de la banderita sobre el palo del hoyo.
Me vi aspirando el yodo vertiginoso de la precipitada maniobra de un velero, y deslumbrado por un cabrilleo de sal me tambaleaba cuando a un golpe de viento la cubierta vibró, el turquesa estallaba en esquirlas de espuma, y ante un grito de advertencia con cadencia de mariachi y la risa de hielo y campanillas de Ángela, el palo de mesana osciló y me impactó en todo el cogote.
Me vi en una discoteca desquiciada, aturdido por deslumbrantes percusiones y arritmias electrónicas, escapando hacia la barra del aquelarre de la pista para ver entre las convulsiones del resto a Ángela cayendo electrocutada en los brazos del pinche mexicano, mariachi pendejo hijo de la gran chingada, Jorge Negrete de pacotilla que raptaba a mi Libertad Lamarque, y así, con ella en mi mente pronunciando en sueños un nombre parecido a Eduardo mientras yo me debatía en delirantes sábanas con la maldita gata de gemelas ágatas fosforescentes velando mi insomnio a los pies de la cama, o tendida en el sofá leyendo sin respiración los culebrones literarios de Galán ambientados en la época de Villa, Maximiliano o Zapata, sorda a mis conatos de conversación, seguí enloquecido por tales recuerdos, paralizado de indignación, hasta que me activó el interés de una pareja de policías locales por aquel pasmarote, espantajo o espantapájaros, yo, que se ensopaba clavado en la acera. Pese a mi alergia a la policía, contraída en mi juventud libertaria, reconozco que gracias a los agentes logré sustraerme  a una de mis primeras alucinadas controversias o discusiones esquizofrénicas con Ángela. Retomé los arabescos y greguescos de mis pasos.
Desenvainé el teléfono para pedirle explicaciones a Luis Rey por el saqueo de mi propiedad intelectual. Seguro que actuaba en connivencia con Ángela. Aunque ella hubiera intentado hacer pasar por suya mi novela, el viejo zorro rastreador de presas literarias habría reconocido como mío su críptico y formalista estilo. Después de haber cultivado cierta amistad basada en la comunión de nuestros gustos literarios, ansiaba conocer su reacción. ¿Cómo compatibilizaría sus intereses con su bonhomía, su fidelidad y fervor por Ángela con una generosidad quijotesca a despecho de sus quejas de entrañable cascarrabias? Ángela era una amiga más antigua pero su ecuanimidad debía atender a mis razones. Ahora me puse a recorrer arriba y abajo una callejuela; averiado, desbarajustado, desbaratado por la ira, perdía la razón como un objeto cotidiano –una silla que flota patas arriba, un televisor a la deriva- pierde su sentido arrastrado por una riada.    
                                                            
                       
                                                                                                                                                              
                                                                         

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