miércoles, 23 de enero de 2019

EL ASEDIO: El cerco se estrecha.



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En los días siguientes persistió el asedio cibernético, el cerco virtual al que me sometía Ángela con su control de mi Internet. Por no poder acceder a él tuve que renunciar no solo a mi exitoso blog cinéfilo, sino a las colaboraciones con prestigiosas webs y periódicos digitales que en su día Ángela me concertara.
No debía olvidar relatarle a Mínguez mi viacrucis al contratar los servicios de técnicos informáticos que me solucionaran el problema. La torpeza de enfrentarme a ella en su terreno menguó mis escasos recursos económicos y evidenció su dominio de la situación. Ahora que la he atraído a mi campo, la ficción (al plagiarme ella misma ha reconocido mi superioridad), y en mi novela disecciono el hígado de su apasionada perfidia con el bisturí de mi pluma, empiezo a remontar la partida; ojalá estuviera leyendo esto, de momento tendré que conformarme con que lea los mails a Kafka.
Al ritmo de los martillazos que reverberaban en la sala de espera de Mínguez recordé las dos veces que formateé el portátil con idéntico resultado. Ella contactaba con los técnicos y los seducía con la misma simpatía, señoras y señores, que se ha hecho con vuestro favor, aunque el conocimiento de los hechos ya estará virando la opinión de los más avisados entre ustedes, captaba su voluntad con la excusa de que pretendía embromarme o que aquello constituía el episodio previo a una gloriosa reconciliación, de suerte que con tal coartada les fuera menos violento el cobro de una suculenta cantidad como precio a la traición a su deontología profesional, y acabaron por efectuar su trabajo a las órdenes de ella.
La gran pregunta estribaba en cómo lograba Ángela contactar con ellos. Al menos tales fracasos me sirvieron para saberlo, aunque el conocimiento del alcance de su poder me infirió la conciencia de mi inferioridad y la mitificación supersticiosa del enemigo a que me enfrentaba, alimento de esa loba que me devoraba por dentro, la ansiedad.
Con el primer experto informático contacté a través del teléfono del antedicho locutorio, luego deduje que ella sobornaría al chino que lo regentaba para que le facilitara el número de mi llamada. Al segundo lo recluté entrando en su local, sito en el centro. Cuando supe que aquel joven barbudo en vaqueros y zapatillas de marca también me había traicionado sin que hubiera mediado ningún contacto telefónico con él, fui víctima de un terror primitivo. Estaba luchando contra un poder divino. Nada podía contra una rival que tenía la facultad de seguir todas mis evoluciones a través de la ciudad. Aquello era más terrorífico que las telepantallas de 1984, pues éstas no estaban dotadas de movimiento, y aunque a través de ellas los gobernantes podían observar a los televidentes, en el Londres distópico de Orwell quedaban amplias zonas ciegas en las que los movimientos de los ciudadanos no eran fiscalizados. Sin embargo, yo no tenía escapatoria, fuera donde fuese sería visto por Ángela, y aquello acabó por desequilibrarme.
A la espera de que Mínguez me recibiera concluí que si ahora Ángela también se valía de espías o sicarios como los que me esperaban abajo, era para ejercer violencia física contra mí. Lo peor que le puede ocurrir a un paranoico es que le sigan de verdad, para nadie es tan pavoroso un fantasma como para un parapsicólogo charlatán. Por unos instantes cesó el estruendo de la obra vecina; las voces y el ajetreo me hicieron creer que alguien se había herido, levemente, pues la batahola se reanudó al instante.
La mirada es la metáfora del poder. Imaginé los ojos crueles de Ángela, frío índigo como una noche de invierno, de hielo negro o carbón gélido, fijos e insomnes ojos en los que el odio había cristalizado como la lava, y hasta el blanco era negro, ojos ciegos de ira como un cielo inclemente con las pupilas como estrellas heladas, ojos negros con las pupilas blancas como albatros que me escrutaban desde todas las ventanas, escaparates, espejos, o más bien desde alguna nube, empequeñecido y amilanado ante aquellos ojos suyos me veía como un muñeco con la cuerda o la batería a punto de consumirse a través de la maqueta de una ciudad.
Con un agudo chirrido como aquella taladradora vecina me horadaba el orgullo la obsesión de mi inferioridad e incapacidad ante ella; su poder me vapuleaba con los impactos rítmicos y contundentes de aquel martillo hidráulico al otro lado del tabique; me martilleaban el cerebro sus ataques y atentados contra mi privacidad. Se abrió la puerta dando paso a una cabizbaja figura, de hombros débiles y brazos caídos, inertes a los costados, un avejentado calvo que parecía salir desahuciado de una consulta.
El amigo Mínguez no alienta con falsas esperanzas.
                                                                                          
                              
                                         
                                                              
                                                                                                                                                                 

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