En
los días siguientes persistió el asedio cibernético, el cerco virtual al que me
sometía Ángela con su control de mi Internet. Por no poder acceder a él tuve
que renunciar no solo a mi exitoso blog cinéfilo, sino a las colaboraciones con
prestigiosas webs y periódicos digitales que en su día Ángela me concertara.
No
debía olvidar relatarle a Mínguez mi viacrucis al contratar los servicios de
técnicos informáticos que me solucionaran el problema. La torpeza de
enfrentarme a ella en su terreno menguó mis escasos recursos económicos y
evidenció su dominio de la situación. Ahora que la he atraído a mi campo, la
ficción (al plagiarme ella misma ha reconocido mi superioridad), y en mi novela
disecciono el hígado de su apasionada perfidia con el bisturí de mi pluma,
empiezo a remontar la partida; ojalá estuviera leyendo esto, de momento tendré
que conformarme con que lea los mails a Kafka.
Al
ritmo de los martillazos que reverberaban en la sala de espera de Mínguez
recordé las dos veces que formateé el portátil con idéntico resultado. Ella
contactaba con los técnicos y los seducía con la misma simpatía, señoras y
señores, que se ha hecho con vuestro favor, aunque el conocimiento de los
hechos ya estará virando la opinión de los más avisados entre ustedes, captaba
su voluntad con la excusa de que pretendía embromarme o que aquello constituía
el episodio previo a una gloriosa reconciliación, de suerte que con tal
coartada les fuera menos violento el cobro de una suculenta cantidad como
precio a la traición a su deontología profesional, y acabaron por efectuar su
trabajo a las órdenes de ella.
La
gran pregunta estribaba en cómo lograba Ángela contactar con ellos. Al menos
tales fracasos me sirvieron para saberlo, aunque el conocimiento del alcance de
su poder me infirió la conciencia de mi inferioridad y la mitificación
supersticiosa del enemigo a que me enfrentaba, alimento de esa loba que me
devoraba por dentro, la ansiedad.
Con
el primer experto informático contacté a través del teléfono del antedicho
locutorio, luego deduje que ella sobornaría al chino que lo regentaba para que
le facilitara el número de mi llamada. Al segundo lo recluté entrando en su
local, sito en el centro. Cuando supe que aquel joven barbudo en vaqueros y
zapatillas de marca también me había traicionado sin que hubiera mediado ningún
contacto telefónico con él, fui víctima de un terror primitivo. Estaba luchando
contra un poder divino. Nada podía contra una rival que tenía la facultad de
seguir todas mis evoluciones a través de la ciudad. Aquello era más terrorífico
que las telepantallas de 1984, pues éstas no estaban dotadas de movimiento, y
aunque a través de ellas los gobernantes podían observar a los televidentes, en
el Londres distópico de Orwell quedaban amplias zonas ciegas en las que los
movimientos de los ciudadanos no eran fiscalizados. Sin embargo, yo no tenía escapatoria,
fuera donde fuese sería visto por Ángela, y aquello acabó por desequilibrarme.
A
la espera de que Mínguez me recibiera concluí que si ahora Ángela también se
valía de espías o sicarios como los que me esperaban abajo, era para ejercer
violencia física contra mí. Lo peor que le puede ocurrir a un paranoico es que
le sigan de verdad, para nadie es tan pavoroso un fantasma como para un
parapsicólogo charlatán. Por unos instantes cesó el estruendo de la obra
vecina; las voces y el ajetreo me hicieron creer que alguien se había herido,
levemente, pues la batahola se reanudó al instante.
La
mirada es la metáfora del poder. Imaginé los ojos crueles de Ángela, frío
índigo como una noche de invierno, de hielo negro o carbón gélido, fijos e
insomnes ojos en los que el odio había cristalizado como la lava, y hasta el
blanco era negro, ojos ciegos de ira como un cielo inclemente con las pupilas
como estrellas heladas, ojos negros con las pupilas blancas como albatros que
me escrutaban desde todas las ventanas, escaparates, espejos, o más bien desde
alguna nube, empequeñecido y amilanado ante aquellos ojos suyos me veía como un
muñeco con la cuerda o la batería a punto de consumirse a través de la maqueta
de una ciudad.
Con
un agudo chirrido como aquella taladradora vecina me horadaba el orgullo la
obsesión de mi inferioridad e incapacidad ante ella; su poder me vapuleaba con
los impactos rítmicos y contundentes de aquel martillo hidráulico al otro lado
del tabique; me martilleaban el cerebro sus ataques y atentados contra mi
privacidad. Se abrió la puerta dando paso a una cabizbaja figura, de hombros
débiles y brazos caídos, inertes a los costados, un avejentado calvo que
parecía salir desahuciado de una consulta.
El
amigo Mínguez no alienta con falsas esperanzas.
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