jueves, 31 de enero de 2019

EL ASEDIO: La cuadra encantada.


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El abuelo decía que no hay que fiarse de los que gastan bisoñé porque son unos falsos. Recuerdo que también acusaba a quienes llevan tirantes y cinturón de ser unos inseguros, y a aquellos que no dejan de quitarse y ponerse las gafas de ser presumidos. Su foto de la salita como miliciano veinteañero, la guerrera desabrochada, los brazos en jarra, aguileño y radiante, la sonrisa viril y luminosa, franca la mirada como el mar abierto, desafiante, en la frente la estrella de la locura de los héroes y los justos, de quienes sirven a una causa que saben perdida, me anima a mi lucha presente. Él no me exhortaría a acudir al psiquiatra.
Porque al moler y remoler en la mente el episodio de ayer, no puedo sino concluir que Salus me está espiando a sueldo de Ángela. Debería haberme abstenido de aparecer por la plaza, saturada de cobertura, y sobre todo por el cibercafé. Provista de algún inconcebible localizador, al remitir a mi propia cuenta el mail a Kafka, ella habrá ubicado el establecimiento desde donde yo navegaba y contactado con su regente.
Esta vez no le habrá bastado, como ante ustedes, señoras y señores, con desplegar el abanico de sus encantos ni con su carismática simpatía halagar solicitando complicidad, sino que lo habrá contratado como a cualquiera de sus esbirros para que me fisgonee y la mantenga informada.
Desde la entrada a la vieja cuadra contemplo el patio y no me resigno a perder la amena sombra de paz que me han brindado estos frutales, la alegre canción de los colores de las flores, el hechizo de esta casa encantada. La atmósfera melosa del jazmín y del azahar embalsama el tiempo, en los arreboles y tornasoles aromáticos se trasparecen otras épocas. Aquí es posible atisbar presagios del pasado, recorrer el camino sombreado de la posibilidad, una vereda fresca entre retamas y enredaderas –antes de que el abuelo plantara los árboles-, desde la que se oyen alejarse enigmáticos pasos hacia el porche, inesperados botes de balón o misteriosas voces infantiles, intuir qué habría podido ser de no haber sido las cosas como fueron, vislumbrar otra dimensión, la transparencia de algún mundo paralelo superpuesto al presente.
El aire acarrea ahora un remolino de pavesas como mariposas negras y un olor a chamuscado. Me vuelvo a la penumbra polvorienta, ratonil, de la cuadra. Tantos años después el aire sigue rancio de estiércol, poblado de espectrales mugidos, astillado de inmemoriales cacareos. Aquí el pasado está aún más presente que en la vivienda. Arrumbados en el pajar, sustentado en la parte superior sobre un tablado de maderas apolilladas, duermen generaciones de obsoletos muebles y enseres en desuso, desfasados objetos cuya utilidad ha sido olvidada.
Paso junto al gallinero, acotado por una tela metálica, y a las conejeras; más allá, en la sombra enrarecida, las jaulas emiten en el recuerdo cantos de canarios y jilgueros, colgados en la pared rugosa los cepos y las trampas dejan escapar chillidos de fantasmales presas, las dos escopetas se encasquillan en la memoria –no recuerdo verlas disparadas-, y reverberantes desde el lago los reclamos para cazar patos y perdices devuelven sus falaces ecos del pasado.
Recapacito en cómo me han liberado mi vuelta a los orígenes, el hallazgo de los pasos perdidos de mis ancestros, la vuelta a la vida sencilla y primitiva del campo, si es que no estoy como de costumbre haciendo literatura con su materia prima, los recuerdos.
Observando el mecanismo de todas estas jaulas comparo el destino de los animales en cautiverio con las servidumbres de que me he evadido, el automatismo del chateo, la hipnosis de la televisión, el señuelo de las redes sociales, la obsesión con el número de visitas al redundante blog y el aumento de seguidores en Twitter, el alud de información de Internet, en definitiva, todos los ecos del ego concentrados en el teléfono, ese imán del pensamiento que coarta la imaginación en aras del monocorde, previsible, huero diálogo con las ideas vanas e inanes, inocuas y estériles –flotantes en el WIFI- del moderno inconsciente colectivo.
Una vez más haciendo de la necesidad virtud he revertido en mi favor las privaciones y persecuciones a que me ha sometido Ángela. En estos umbrales solo fluyen hados favorables, los familiares silencios de mis penates y las ondas benéficas de los recuerdos; en mis lares me hallo en mi hábitat genético.
Aúlla el perro. Recortado a contraluz en el vano de la puerta de la cuadra, sentado sobre sus patas traseras, el largo y tenso cuello sosteniendo la cabeza triangular con el hocico levantado, parece idéntico a la perra del abuelo. Salgo al siguiente aullido, afilado como un cuchillo. Inscrito en el recuadro de la ventana, del otro lado del cristal jaspeado de reflejos, mi perfil se encorva sobre la mesa. Cuando el humo se aclara veo que he perdido el privilegio de asistir a mi propia escritura.
                                                                                          
                              
                                         
                                                                                                                                                                                                   
            

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