viernes, 8 de marzo de 2019

EL ASEDIO: Con mamá.



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-¿Qué me dices? No has abierto la boca. ¿Te parece bien lo que me están haciendo?
Me respondió un tijeretazo seco. El rasgueo de una venda me había desgarrado en un gañido mi incrédulo silencio ante la indiferencia de mi madre, el mudo reproche con que culpabilizando a la víctima acogía el relato de mis vicisitudes y tribulaciones sin dedicarme una mirada o una palabra de ánimo, mientras en la enfermería se dedicaba a cortar vendas y disponer apósitos a la medida del próximo paciente, un maltrecho joven que aguardaba en la sala cariacontecido, atropellado por las circunstancias. Pero allí era yo el verdadero doliente y habría necesitado que ella me curara el alma. Nadie como una madre puede imponer a que Zweig llamara curación por el espíritu, en referencia a su admirado Freud, según Nabokov curandero, pero no seguiré perdiendo el tiempo con otra imaginaria discusión con Ángela sobre una ciencia tan atrasada que por mucho que ella diga nunca ha curado realmente a nadie, aunque cuenta en sus filas con estimables poetas inconscientes, oníricos y automáticos, ellos mismos geniales enfermos incurables, como Jung o el propio Freud, por no hablar que la curación equivaldría, en el caso de los artistas, a inhibirlos de su talento, esterilizarlos, de modo que si Freud se hubiera psicoanalizado no habría inventado el psicoanálisis, y ya basta de todo esto o extraviaré la narración del encuentro con mi madre por una bifurcación errática.
-Cualquier día me verás como ese chico de ahí afuera, tú misma tendrás que escayolarme. Sí, acabaré apaleado como un perro o fresquito en un cajón metálico. Y no me digas que los escritores somos unos exagerados.
Con un suspiro de impaciencia pareció rasgar, además del silencio, la siguiente venda. Contrapunteó severos tijeretazos a la gasa con tosecillas forzadas que al mismo tiempo que la garganta aclararon su postura. Después de toda una vida acosándome con sus desvelos por mis hipotéticos constipados, ahora se mostraba indiferente a los riesgos ciertos que amenazaban mi integridad física. En vez de quejarse por mis prolongadas ausencias, para verla había tenido que sorprenderla en su trabajo, tras perseguir su sombra esquiva a través de consultas y dispensarios, salas y enfermerías, y después de escabullirme en el crucero del médico de familia, interesado en saber si ya tenía cita con el psiquiatra, la había acorralado en el consultorio del ATS, donde me constaba atendía a partir de las once. Aunque el ambulatorio era nuestra segunda casa, me costó encontrarlo, estaban de reformas y con la confusión de tabiques derribados y el barullo de operarios, me perdí como un paciente nuevo.
Me indignaban el mutismo y la indiferencia de quien hasta entonces se había desvivido por mí y apoyado incluso cuando no me asistía la razón. Rejuvenecida por un gélido silencio que resultaba estruendoso en persona tan cálida y habladora, mis protestas le endurecían el perfil. Tácita y reticente, la envolvía un aire reluctante, era de rechazo toda la atmósfera que la rodeaba. En aquella pesadilla siniestra que había suplantado a la vigilia, caído en una pintura negra, del otro lado de un espejo mal bruñido que había invertido mi realidad, ni siquiera podía contar con ella.
Seguí contándole mi triste historia, mis quejas y lamentaciones resbalaban por su frente y pómulos como la lluvia por una insensible estatua. Temí que tomara mis avatares por el argumento de una nueva novela. Me senté frente a ella. Mitigué el rigor de la vigilancia de Ángela para resultar más creíble. La comisura derecha de sus labios se frunció en una expresión que traslucía su serena displicencia, la lejanía olímpica de un desdén que le impedía incluso lamentar mi torpeza e incomprensión de los misterios de la sensibilidad femenina. ¿Qué se podía esperar de mí? Era un hombre. Si acaso; como mucho. En otra reminiscencia kafkiana la identifiqué, por aquella manera de ningunearme, con el padre de Kafka. No en vano ella también había sido mi padre. Sus ojos verde oliva parecían congelados, de cristal, sin un líquido destello de comprensión, simpatía o compasión. Di por seguro que había hecho causa común con Ángela; la solidaridad femenina superaba el amor de madre. Aunque hasta entonces, que yo supiese, no habían coincidido más de dos o tres veces, con motivo de nuestra crisis seguro que Ángela había contactado con ella. Ni siquiera se inmutó cuando le expuse el caso del plagio, ella, guardiana tan feroz de mi propiedad intelectual que en su día se había apresurado a registrar mis primeros ensayos narrativos para evitar el plagio, cuando yo le rebatía que tal eventualidad era deseable, pues sancionaría su más que dudosa validez. Y al solicitarle algún bote de ansiolíticos me respondió que ella no era mi camello, aun después de manifestarle las insidias que me privaran de ellos.
-Necesitas dinero –después de pasarme la vida recurriendo a ella la tercera o cuarta semana de cada mes, no era tan raro que su pregunta sonara a afirmación. Pero además de la costumbre sus palabras tenían un deje de censura o reproche, sin que por ello dejara de parecer que lo decía por compromiso. Se comportaba como la madre de un forajido que le deseara suerte en su huida antes de cerrarle la puerta en las narices.
-¿Eso es todo lo que se te ocurre?
La rabia me impidió ver lo oportuno del ofrecimiento económico. La experiencia me ha enseñado lo necesario que es el dinero para enfrentarme a una enemiga tan poderosa como Ángela. Volvió a perjudicarme mi imprevisión de cigarra. En parte, con mi rechazo quería evidenciarle su falta de apoyo moral. En todo caso, calculé mal, pues esperaba que como otras veces insistiera y que incluso después de volver a negarme, introdujera un atado de billetes en mi bolsillo. Se conformó con regalarme un consejo práctico:
-Ponte a buscar trabajo.
Dando otro tijeretazo me miró por primera vez a los ojos, las manchas de aceite de oliva de sus pupilas se expandieron, y por primera vez dudé que toda la razón estuviera de mi lado. Intenté desabrocharme de su mirada, escapar a la hipnosis de aquellos ojos. Era consciente de que aquello era otra maniobra de Ángela, a este paso también se captaría mi propia voluntad y me haría participar en el complot contra mí mismo.
-Tengo que atender a los pacientes.
-Espero que con ellos seas más comprensiva. Hoy yo era tu primer paciente.
Su mirada me traspasaba como un rayo láser iluminando mis pensamientos más recónditos, oscuros e inciertos incluso para mí. Verlos reflejados en su mirada me los hacía patentes.
Eres como tu padre: no sabes lo que es el amor.
-Claro, los hombres no sabemos nada…  Aquí lo único que pasa es que os molesto, soy un bicho raro y queréis deshaceros de mí, barrerme, aplastarme como si fuera un insecto.
-Creo que has leído demasiado a Kafka.
-Estoy desesperado, todo el mundo se ha conjurado contra mí.
-Sí que eres un paciente, pero no mío. Ya que estás aquí te haría bien pasar por la consulta del psiquiatra.
                 
                                          
                                                               

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