lunes, 18 de marzo de 2019

EL ASEDIO: A la carrera.



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En vez de huir a techo descubierto me precipité sobre aquella congregación de fantasmas, la multitud de prendas secas que la vecina se disponía a cambiar por las recién lavadas. Dejó caer unos slips para presenciar aquella persecución por los tejados. Zigzagueé entre los incorpóreos centinelas o guardaespaldas que agitándose al viento me servían de pantalla. Oí a mis dos perseguidores forcejeando a mis espaldas contra los ubicuos espectros, que flameando y zumbando henchidos los cegaban y confundían, los impedían e interceptaban el paso. Las sábanas vibraban como velas desplegadas. No hubiera podido encontrar mejores aliados. Llegaron a trabarse entre sí, molestándose mutuamente como si además de hermanos fueran gemelos pugnando por su espacio en el útero materno.
Sentirme acorralado por el vacío refrenaba mi carrera. No podía impulsarme en exceso si quería frenar a tiempo. La lejanía del tráfago del tránsito, una especie de ruido de fondo, daba idea del precipicio de mi meta. Me aquejaba una especie de claustrofobia inversa, me agobiaba el exceso de aire libre. Tenía nostalgia de un espacio clausurado, de modo contrario a ellos echaba de menos la placenta. Inconscientemente creo que fue la primera vez que tuve la visión del patio de la casa familiar en el campo como posible refugio. Notaba cómo mis órganos, quizá ensayando la caída, se me despeñaban a los talones.
El viento aumentaba. Las mangas de mis aliados con aspavientos y molinetes abofeteaban a los dos hermanos, las perneras les pateaban y zancadilleándolos trababan su paso. Podía oír sus juramentos. Cuando se increparon entre sí, atropellándose entre la confusión de aquellos incorpóreos enemigos, creí llegado el momento. Viré al lado oeste y corrí. El viento me vidriaba la vista y me hacía aletear los faldones de la camisa. Ojalá hubiera tenido alas, pensé ya junto a la garita. Esta vez sin pensarlo tendí un listón sobre el terrado opuesto. Adelanté un pie. La madera vibró al vacío. Ahora sí que me pareció una plancha. Decliné pasar por ella.
Pensé ocultarme tras la garita, pero no tardarían en descubrirme. La idea era aprovechable, aquellos estultos tomarían la tabla como indicio de mi camino, no pensarían que si realmente hubiera huido por ella la habría quitado aunque solo fuera por retardarlos. Pero tenía que encontrar un escondite. No tardarían en asomar del tendedero. Observé la canal maestra, el reborde era muy alto. Sin tiempo para probar su resistencia, pues ya oí sus voces preguntando por mí a la lavandera, me tendí en aquella mortaja de cemento, un remedo de nicho descubierto, encajonado en un catafalco aéreo y con las mismas humedades viscosas que se filtrarán en cualquier ataúd.
No me atrevía ni a respirar, no solo por no delatar mi presencia, sino para no aumentar mi peso con el volumen del aire inhalado. Oí sus quebradas voces cercanas. Tras una breve deliberación debieron con ágil equilibrio salvar el listón hacia el terrado opuesto. Sus facultades físicas eran tan indudables como su zafiedad. Cuando calculé que se habían alejado lo suficiente me aupé con tiento a la terraza, no fuera una última brusquedad a desacoplar la canal de la cornisa, con una argucia que además les hiciera patente su reciente torpeza aparté el listón para cortarles el paso, y por segunda vez corrí a la puerta de la escalera.
A las voces delatoras de la lavandera estallaron dos detonaciones, supuse al aire. Me lancé escaleras abajo. Me ensordecía un estrépito de tambores de guerra. Sentía el corazón como un rítmico bolo alimenticio. Resbalé en el tramo del segundo al primero, y en un demencial claqué aterricé de emergencia en el rellano. Bajé el diapasón de la fuga. Los tambores se acompasaron a ritmo de tantán. Logré tragar el corazón de vuelta a la caja torácica. Gozaba de una ventaja considerable, en aquellos instantes la matrona estaría tendiendo a los agentes el puente de vuelta.
A través de la vidriera del portal vi la fornida espalda de un uniforme gris azul, con la porra y un destello de esposas flanqueando el cinturón. Mi ventaja estribaba en que aquel policía me esperaba más bien procedente de la calle, el sargento había apostado allí un refuerzo para la eventualidad de que no me encontrara en mi domicilio, lo cual no era sino otra prueba de su incompetencia, ya que si lo veía de lejos me pondría en guardia y fuga. Me deslicé por la puerta, a su derecha, como un vecino más. De reojo vi que se aplicaba un walkie a la oreja. Aspiré una fragancia de colonia barata. Improvisé un silbido de despreocupación. Contuve el impulso de echarme a correr. Sentía clavada entre los omóplatos la flecha de la mirada del agente. De un momento a otro descifraría los gritos de su jefe y su garra me atenazaría el hombro o me daría un imponente alto. La sequedad de la boca me hizo desafinar. Y aquel regusto ácido, el mal sabor de boca de sentir la enemistad y persecución del mundo todo me enmudeció. La esquina del bulevar cada vez se alejaba más, como si caminara de espaldas. Bajo mis pasos la acera se alargaba intolerantemente, como si una cuadrilla de albañiles la alargara. Oí un carraspeo, no sé si del agente o mío. Me besaba la nuca el frío cañón de su sospecha.
Al fin doblada la esquina, eché a correr. Y una oronda sombra se desató tras de mí. No podía tratarse del uniforme. Más adelante me volví lo suficiente para vislumbrar una americana acezante de psicodélicos cuadros verde fosforito. No me habría hecho falta atisbar el bamboleo de mofletes ni el bigote, hirsuto a la carrera, para identificar al gordo de la pareja artística de espías. Más que correr sus delicados pies de prima ballerina, sobre las plantas y sin avanzar, parecían ejecutar una sutil coreografía de persecución. Mi paso debió sorprenderlo en su puesto de vigía.
El tipo profirió una voz gutural, como con la boca llena, ignoraba si con el propósito de parlamentar conmigo o de poner a su compinche en guardia. Rocé con el mío el costado de un espectro, un traje enfundado en un plástico impermeable. Antes de abalanzarme por la siguiente perpendicular oí cómo una voz gangosa reclamaba a mi perseguidor cuidado con su traje traído de la tintorería. Accioné el mando a distancia del coche. Un piloto rojo pestañeó en la polvorienta carrocería azulona.
En la maniobra de salida una y otra vez me topé con los parachoques delantero y trasero de un deportivo rojo y de una ranchera blanca. La última embestida a ésta hizo que a su vez tocara al que tenía estacionado detrás. Con un rugido de triunfo del motor al fin salí al bulevar. Estuve a punto de atropellar a la americana verde, la salvó el fosforito idéntico a un chaleco de seguridad. Tenía a rebufo un utilitario negro. Dejé que se acercara. Empezó a trazar amenazantes zigzags. En el retrovisor reconocí tras el parabrisas, con las clavículas a la altura de cada volantazo, el estrecho, poliédrico rostro del canijo de las muletas.
                 
                                                          

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