martes, 12 de marzo de 2019

EL ASEDIO: El perseguidor.



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-Me apuesto un perrito caliente a que el amigo Franz es vegetariano.
-Estoy por decir que lo perderías. Pero es verdad que no prueba la carne y está muy delgado.
-Yo le enseñaría.
Desparramado sobre un taburete de la barra, cliente de sí mismo, Salus aplica un desmesurado mordisco a una salchicha insertada en un diminuto panecillo. La grasa le reluce en el belfo de los labios y en los cañones de la barbilla. No desvía los golosos ojos de mi regazo para significarme las fantasías que le inspira el perrito caliente. La distancia y el olor a quemado, que se filtra por las rendijas, neutralizan el hedor de ajos o ajetes. Después de una semana el fuego sigue activo. Caigo en que el característico olor de Salus, no solo a ajos, sino también a rastrojos, guarda cierto parecido con el del fuego.
-Te explico, Salus. Franz no tiene prejuicios contra la carne, todo lo contrario, le encanta. Solo que no le sienta bien, físicamente, por sus problemas de estómago, ni mentalmente. Para él comer carne es un síntoma de salud y una exaltación de la vida. Una felicidad que él no cree merecer. Por eso en las comidas familiares y en los restaurantes le encanta ver cómo a su alrededor la gente disfruta con sus platos de carne.
-Total, que es un voyeur de los carnívoros. Ese chico tiene serios problemas, yo podría ayudarle. Necesita salir del armario.
Al hablar con la boca llena parece degustar las palabras, gana en expresividad, el kétchup reblandece las consonantes y la mostaza exagera los acentos. Me consta que está ensayando una nueva táctica indagatoria. Viendo que no me sonsacaba rondándome de cerca, después de comprobar que echándome a los ojos su pútrido aliento no lograba desempañar en aquéllos imágenes de mi vida en el pueblo, ahora se mantiene a distancia, me admira de lejos, aparenta dejar de agobiarme, apenas me pregunta nada, para cuando baje la guardia lanzarse en picado como un obeso halcón, más bien un estornino cebado de fruta, sobre la erizada resistencia de mi cuerpo ovillado en torno a mis secretos y entresijos.
-Está de muerte –propina un bocado a la salchicha sin desviar las amarillentas, turbias pupilas de su foco de interés-. El amigo Franz no sabe lo que se pierde. No hay nada como una buena salchicha. Son mi único vicio, no me harto de ellas.
-Que aproveche. Creía que eras vegano.
-Soy nudista, naturista y naturalista. Amante de la vida sana. Y la carne lo es, con precauciones, claro.
Ante el espectáculo del hilo de saliva que emanado de sus jugos gástricos le pende del labio, me dedico a releer el mail. Lo releo a los hipotéticos ojos de Ángela, esos ojos de lava líquida, de un negro incandescente, fosforescente, relampagueante de maldad, sus ojos de perversa gata. Con una especie de esquizofrenia lectora imagino la resonancia de cada palabra en su retorcida mente, me complazco imaginando las heridas que ciertas frases le abrirán, la sal con que otras se las escarnecerán e infectarán en carne viva, pero el deleite no es tan satisfactorio como otras veces, siento en la entrepierna la mirada de Salus como una ventosa o una sanguijuela. Más allá de que utilice su interés sexual como pantalla que disimule el encargo que –lo doy por cierto- Ángela le haya encomendado de fisgonearme, su concupiscencia es genuina, lo marca al rojo identificándolo sin lugar a dudas. Aparentando navegar por Internet, lo miro de reojo. Inmóvil, ha dejado incluso de masticar, parece haberle traspasado el rayo de la lascivia, empiezo a creer que se ha convertido en piedra, como un paródico personaje bíblico que se hubiera vuelto para contemplar la destrucción de Sodoma, cuando empiezan a convulsionarlo pequeñas descargas, ya lo eriza una corriente continua, si muy pronto no toca otro cuerpo, preferentemente el mío, que conduciendo la electricidad comparta su infierno interno, y agitándose ambos en la misma descarga puedan uno al otro apaciguarse, de un momento a otro lo carbonizará la libido. Lo que él hubiera querido sería disfrutarme como amante y verter a Ángela mis confidencias de almohada. Reacciona, logra tragar el último bocado y con una servilleta se enjuga la grasa.
-Lo que te decía, no hay nada más natural que las salchichas. Y éstas son de fiar, las hace el carnicero del pueblo, uno de mis proveedores. Si se comercializaran en la ciudad triunfarían. ¿Te preparo una?
-Gracias, pero soy más de pescado. No como carne.
-Yo con el pescado no puedo. Solo como atún.
Se atraganta quizá ante la imagen de un besugo de ojos abotagados, y cuando logra expectorar las gotas de la tráquea, me cuenta el chisme de que el susodicho carnicero ha trabado estrechas  relaciones con Candy, la cajera. Al parecer la última vez que trajo una provisión de salchichas los sorprendió con ella tendida sobre el refrigerador. Se queja de la deficiente profesionalidad de la cajera, que en vez de propiciar la confianza de los clientes, se dedica a ligar por gusto.
-Supongo que también habremos intimado con ella –ha arrastrado la conversación a este extremo para sonsacarme-. Ella intima con todos menos con los que debe. Es una irresponsable. ¿Cuál nos ha dejado probar, su intimidad delantera o la posterior? ¿Por qué entrada nos ha dejado pasar?
-De momento ninguna. Ya me gustaría.
-O sea, que las hamburguesas sí que nos las comemos –acabada la colación, se ha puesto a limpiarse las manos con servilletas que descuartiza compulsivamente.
-La verdad es que sí. No saben a carne.
-Solo si están muy hechas, y no es el caso.
-Tú lo tienes peor, solo te gustará el atún en conserva.
-Yo que tú tendría mucho cuidado con las hamburguesas, la carne no es de fiar… Voy a tener que despedir a Candy, no ha aumentado la facturación y no le cuadran las cuentas de la caja. Te lo digo porque se me va a quedar un cuarto libre. No sé cuánto estarás pagando de alquiler. ¿Conocemos a los dueños? ¿Hemos firmado un contrato o solo es de palabra? ¿Hemos dejado fianza?
Sin poder concentrarme en la relectura del mail ante semejante fuego a discreción, lo remito a mi propio correo y me vuelvo a Salus, a la espera de algún resquicio que me permita salir sin parecer descortés.
-Pago un alquiler simbólico.
-Conmigo te saldría gratis. Si quieres echar un vistazo, ya sabes que vivo aquí atrás. A la vivienda se entra por la otra calle… Tengo un buen jamón –salta del taburete con inesperada agilidad, vuelve la palpitante papada y admiro sus bamboleantes carnes, de la paletilla al muslo-. Tampoco parece carne y es más seguro que las hamburguesas.
Me ahorro la negativa. Entra el joven Pitu. Más azogado que azorado nos da las últimas noticias; la excitación ha desbordado su timidez de adolescente. Con él ha entrado una ráfaga de humo y un revoloteo de pavesas parecidas a mariposas negras. Han sido desalojados los habitantes del barrio avanzadilla del pueblo. Viene de camino una dotación de bomberos procedente de la ciudad. Salus se sonroja, como al resplandor de las primeras llamas. Entra un nuevo cliente, un forastero. Es un cazador, con la escopeta en bandolera y el cinturón de cartuchos ceñido bajo la cazadora verde claro. En la puerta ladra el mastín. Me atornilla al asiento el relámpago del reconocimiento. Su perfil, bajo el sombrero de ala levantada, camino de la barra, me confirma que se trata de él. Confiando en que no me haya visto, me vuelvo a la pantalla y me pongo a navegar por la sorpresa y la incertidumbre. Una demudada incredulidad me sume en la irrealidad. Ha llegado el momento tan temido. De nada me sirve haberlo prefigurado de tantas maneras. Aunque con relativa frecuencia he pensado que él podría ser el elegido, su imprevisible disfraz ha acabado por descolocarme. Lo he reconocido por su tez linfática, los ojos turbios bajo el ceño marcado como el estigma de un destino ominoso, el rígido sigilo de su actitud, la presencia impertérrita pero sutil de quien parece que está y no está, incluso me parece detectar su característico olor a cera quemada. Me ha contagiado su irrealidad, acaso este sea el objetivo de sus cambiantes máscaras, paralizar al oponente con esta sensación de extrañeza.
Salus lo recibe con el ánimo festivo. Es más que probable que él mismo haya reclamado su presencia.
-Bienvenido, amigo. Espero que se cobre la pieza de sus sueños. Se nota que está bien informado; hoy mismo se ha abierto la veda.
Se trata de mi camaleónico perseguidor, el tercero en discordia. Disfrazado de cazador, me ha husmeado el rastro desde la ciudad.
                 
                 
                                                                            

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