sábado, 30 de marzo de 2019

EL ASEDIO: La despedida.


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-¿Por qué no te vas con Pepe en la furgoneta? –las luces han dejado de vacilar-. Tenía pensado salir de madrugada para llegar a la ciudad temprano, en cuanto se abra el mercado de abastos… No te preocupes por las copas, a Pepe le quitan el sueño y conduce mejor. Llevo años intentando convertirlo a la vida sana pero no hay forma. Dice que el alcohol le mejora la vista. Jura que ha llegado a la ciudad en solo tres horas, un récord histórico.
-No podré pagarle.
-¿Andamos justos? Yo te cobraría en especie, pero Pepe tiene otros gustos… En serio, tómalo como un favor… a fondo perdido.
-Entiendo, lo haces para joder a Candy.
-Pagaría por verle la cara cuando sepa que te has escapado. A esa tipa todo le sale mal y supongo que tu ex no pagará los fracasos.
El cráter de un mohín socava la luna llena de su cara. Llega el carnicero, rozagante y ansioso por salir. No deja de tentarse la ropa ni de subirse los pantalones sobre el vientre protuberante, y una y otra vez se vuelve a mirar atrás, mientras nos refiere que los bomberos acaban de abrir la carretera. Ha cambiado de planes, en voz baja confiesa que prefiere tomar las copas en cierto local de carretera. Salus acepta de buen grado, se siente decaído, subraya su languidez con un suspiro y asegura que le vendrá bien acostarse temprano.
Solo bebemos un café en la penumbra del cibercafé. Como pago a su amabilidad les trazo un esbozo de mi historia. A la escucha, la cara de pan de Salus, un pan redondo inflado con exceso de levadura, se parte en desiguales trozos. Al final prorrumpen en anatemas contra las mujeres. Pepe anima los posos del café con una dosis de coñac, se ciñe el cinto un orificio más allá, y al fin se serena. Salus nos abre la persiana. Salimos a la noche clara y a la vez oscura.
Mientras Pepe ultima los preparativos del viaje, junto a la furgoneta Salus y yo ensayamos la despedida. Oprimiría con un abrazo sus carnes fofas y hasta imprimiría sendos besos en las flácidas mejillas, infestadas por disolutas mejillas, reverdecidos por el prurito de reventárselas, si no fuera por sus exhalaciones a ajo y rastrojos. Le tiendo la mano y siento la suya lábil y hábil, helada y resbalosa, pringosa, lubricada como si acabara de comer churros fríos o de engrasar una pistola y no se hubiera lavado. Tiene los ojillos hundidos en pliegues de pesar, anegados, opacos de pena. Turbio de tristeza, purpúreo de lástima, todo él parece salido de una charca de lágrimas.
-Dale saludos al amigo Franz  cuando vuelvas a escribirle.
-Creo que a partir de ahora me limitaré a leerlo.
-Dile que se anime y se venga. Aquí lo tiene todo pagado.
-Anda pachucho. Le han prescrito tomar las aguas.
-Pues dicen que las aguas del arroyo son medicinales. Y no va a encontrar un clima más sano que éste.
-Creo que no te he dicho que escribe. Y ha conseguido publicar sus novelas a última hora, gracias a un fiel amigo.
-No hay nada mejor que un amigo.
-Aunque a él le daba igual porque lo que necesitaba era escribirlas, y le daba igual lo que fuera de ellas una vez que las terminaba. Esto mi ex no lo entendería, ella hace todo lo contrario, publicar sin escribir… Te mandaré las obras completas de Franz.
-Ahora voy a sentirme más solo que nunca.
-También te mandaré mis novelas, me hace ilusión que leas la última, te llevarás una sorpresa. Si es que logro publicarla… No pongas esa cara, la verdad es que no pinto, escribo… Y volveré, volveré pronto. ¿Sabes? En realidad es como si no me fuera, nunca me iré verdaderamente de aquí.
Abro la puerta del copiloto y desde el fondo de la medianoche se acerca una arritmia de ladridos. Galopa por la plaza un destello pardo, se precipita un tamborileo de pezuñas, un fuelle de jadeos y como jugando a privarme del sitio Viento salta al asiento. Lo acaricio con regocijada sorpresa. En mi afán por eludir posibles añagazas y asechanzas del hombre de las mil caras, al optar por no volver a casa, había olvidado a mi reciente amigo. Con la excitación del rastreo, al carrera y el reencuentro, ha olvidado sus magulladuras. Aunque en la ciudad yo mismo me encontraré sin techo, y con su compañía y ataviado con las raídas ropas del abuelo compondré la figura arquetípica del mendigo, no puedo sino aceptar su lealtad.
Arranca Pepe. Con Viento en el regazo se me atenúa la tristeza de abandonar el pueblo a escondidas y a medianoche, sin equipaje, como un prófugo. En realidad nunca he pertenecido a ninguna tierra ni a nadie. Mi querencia se reduce a una casa, a la fidelidad de los viejos afectos, a un puñado de recuerdos en gran medida recreados. Y he descargado en Salus buena parte de tristeza. Me asomo para dedicarle un último saludo: lo veo inmóvil, solo en la noche, y retrocede hasta el fondo de la plaza con el brazo levantado y extendido a la nada.
-Bueno, por fin han controlado de verdad el fuego –comenta Pepe al volante. Próximo a su destino, el mentado burdel de carretera, se ha desabrochado los botones superiores de la camisa de volantes para lucir entre la pelambrera del pecho de lobo la virgen auspiciadora de una medalla de plata-. Los bomberos dicen que la otra vez se reavivó por causas naturales, el viento y esta sequedad que tenemos. Todavía no está extinguido del todo, pero ya solo es cuestión de tiempo. Incluso han detenido al culpable de haberlo provocado.
-Ah, no sabía. Estos días he estado algo aislado.
-Ha sido el Farias. No sé si lo conoces, es el tonto del pueblo, ése que a todo el mundo le pide un puro. Él mismo ha confesado.
-Si está trastornado, puede que su confesión no sea tan fiable.
-Han encontrado gasolina en su choza. Lo indignante es todo lo que en la plaza se ha dicho en contra del Tuerto, el dueño de las tierras –quizá por la pasión o por la cercanía del local, conduce con intensidad inusitada, los nudillos se le blanquean de tanto apretar el volante, vibra el asiento y venciéndose a uno y otro lado traza con el cuerpo el dibujo de las curvas-. Que si quemó la alameda para que se la recalificaran, que si tenía la madera asegurada por encima de su precio, que si prendió el depósito de neumáticos para vengarse del dueño, en fin… Y cuando supieron que el Tuerto estaba de viaje  dijeron que era una coartada y que había encomendado prender el fuego a un cómplice. Algunos incluso se han atrevido a mencionar a Salus. Como el pobre es como es, todos se ceban en él. En cuanto pasa algo lo convierten en el chivo expiatorio. Y ahora, con la detención del Farias, nadie se acuerda de haber dicho nada… ¿Ves esa luz roja? Salus dice que andas justo de parné.
-Sí, te espero aquí.
-Yo también tengo el presupuesto ajustado, así que  no será más de media hora.
                 
                                                                                                         

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