domingo, 10 de marzo de 2019

EL ASEDIO: Tercer mail a Kafka.



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De: Felipe Leal.
A: Franz Kafka.
Asunto: El pueblo.
Estimado Franz: Yo no conocí a mi padre, murió a mis cuatro años y apenas conservo la idea de una sombra enorme y cálida con olor a pino, un pino poblado de los pájaros de sus silbidos y tarareos –era bohemio, en todo bohemio hay un músico nato-, y solo ahora caigo que era medio paisano tuyo, puede que ahí radiquen nuestras coincidencias, sin que con ello aspire a parangonar mis intentos con tus logros, mis tanteos con tu talento.
Como te decía guardo de mi padre una imagen que bien puede  ser un sueño o una ficción, una especie de árbol pletórico de savia y sol, un frondoso pino talado en la plenitud de su verdor. No tuve como tú la desgracia de sufrir a un padre que a fuerza de exigirte movimiento te dejaba sin espacio, que incitándote a la vida te quitaba las ganas de vivir, y que con la excusa de enseñarte a respirar inhalaba todo el aire disponible. Sospecho que también tú sufrías crisis respiratorias no solo achacables a patologías físicas. Pero ese odio también te propiciaba la fuerza y la energía necesarias para escribir, para defenderte te refugiaste en un reducto propio, te acogiste al santuario de la literatura.
Estas semanas he descubierto hasta qué punto se puede escribir contra alguien. También Ángela acaparaba todo mi mundo. Si pretendía ayudarme era para evidenciar su superioridad y mostrar cómo era ella el verdadero foco de todas las miradas y cámaras, el centro de la atención pública, y a mí apenas me iluminaba un reflejo de su esplendor. Ahora entiendo el fracaso comercial de mis novelas, incluso publicadas por Atlántida y auspiciadas por su aparato publicitario. ¿Quién va a comprar una novela del marido de ….?
Ella incluso ha usurpado mi papel creativo llegando al extremo de apropiarse de la autoría de El Centro del Vacío. Y desde que nos peleamos ha venido a desempeñar por completo el papel de tu padre. Es evidente que ambos representan el poder. Tú te sentías empequeñecido ante el corpachón de tu padre y yo ahora indefenso ante los medios que Ángela dispone contra mí. Indefenso, sí, e inerme, castrado. Lo único que me queda contra ella es el bolígrafo, el último símbolo fálico al que agarrarme. Porque igual que tu progenitor suscitó tu Carta al Padre, también Ángela sin quererlo ha desatado la escritura de esta novela, mi Carta a Ángela. Es posible que la titule así.
Franz, tú y yo con nuestras tenues pero tenaces fuerzas intentamos sustraernos a toda forma de poder. No escribimos contra el poder político, no somos activistas ni cebamos nuestras frases con cargas explosivas contra los gobernantes de turno, sino que nos volvemos contra las más sutiles insidias del poder carismático. ¿Se conocía en tu época a Max Weber? Los dos somos supervivientes, hemos sobrevivido gracias a la literatura. Nos hemos asido al salvavidas de la escritura. Gracias a ella es imposible derrotarnos. Somos inmunes a la muerte porque de nuestras debilidades extraemos la fuerza. O quizás nadie puede matarnos porque ya estamos muertos. A veces pienso que la literatura es una enfermedad que nos impide morir. Solo pueden perder los felices y los vivos, los que no escriben. ¿Significa algo que durante el año de relación con Ángela escribiera tan poco? ¿Fui sin saberlo feliz con ella? En todo caso queda confirmado que la infelicidad es la clave de bóveda de la creación. Los analistas de cabecera de Ángela quedan refutados. Según sus monsergas, si hubieras sido feliz con Felice te habrías convertido en un gran escritor.
Mi madre tiene razón, lo ignoro todo sobre el amor. Prefiero la libertad al amor. El amor es una agonía, una lucha que no me interesa ganar. Me niego a perder en esa batalla mi tiempo y mi energía. Prefiero consagrarle a la literatura todo el esfuerzo, el empeño y la dedicación que requiere el duelo amoroso. Tú y yo solo queremos ser prisioneros de la escritura. Hoy en día la defensa de mi independencia y mi libertad es lo único que puede activarme. Por lo demás, soy un tipo pasivo. Pasivo y negativo. Amo el silencio y el letargo, la soledad y la inmovilidad. No decidirse a hacer nada, la pura vacilación, esa pasividad que es expresión de mis dudas, son síntomas de que se está incubando una creación. El silencio también es creativo. Nada es más creativo que el silencio, y la sociedad en que vivimos, esta sociedad industrial cuyos males diagnosticaste, tiene pavor al silencio. El miedo al silencio es la nueva forma del horror vacui del Barroco.
En la última época junto a Ángela los silencios eran incómodos, había que llenarlos con palabrería. Nos convertimos en a típica pareja que precisa rodearse de gente. A partir de cierto momento empezó a violentarnos precisamente la soledad que necesitábamos. Se destejió la confianza de las primeras semanas, la urdimbre de la intimidad y la complicidad del principio se desgastaron muy rápido. A su lado mi característica indecisión era inviable. Su voluntad me arrastraba y aturullaba. Mientras que yo tiendo a la lentitud y a la contemplación, soy proclive a la vacilación y a la indeterminación, al pensamiento, ella desborda de acción y apresuramiento, la impulsan la voluntad y la decisión más voraces. Rebosa de una vitalidad que me rebasa.
Dado mi carácter, detesto viajar tanto como tú. Los viajes son frenesí, pura aceleración. Te obligan a salir de ti, te saturan de precipitadas imágenes extrañas y apenas puedes mirar a tu interior. Te enfrentan al infinito y al vacío del mundo. No entiendo cómo puede haber escritores viajeros, al estilo de Graham Greene o Somerset Maugham. Por eso me resultaban tan penosos los itinerarios de nuestros fines de semana, los viajes de unas vacaciones cuyos puntos de destino ella hacía coincidir con sus compromisos publicitarios, de modo que en el rincón del auditorio de cualquier ciudad siempre acababa asistiendo a alguna de sus apariciones públicas. Si al menos hubiera tenido que firmar alguna de mis novelas me habría aburrido menos.
Aquí, en el pueblo, he vuelto al mundo más tranquilizador, al mundo que incluso tras mi larga ausencia más conocido me resulta, un lugar donde el tiempo vuelve a transcurrir tan lentamente como las serenas aguas del río del valle. Aquí Ángela se aburriría como una piedra, su presencia en el campo es inconcebible. Disfruto de paseos que me habrías envidiado, del aire puro. Ya no tengo que respirar aquella atmósfera contaminada de envidias y monóxido de carbono, el ambiente viciado de enrarecidas emanaciones que tú considerabas un mal presagio, el pálpito de la desgracia, la premonición de la catástrofe. Y lo mejor es que después de veinte años nadie me ha reconocido, ni siquiera después de saber que habito la casa de mis mayores. A nadie he tenido que referir mis recientes desengaños y decepciones. Si nadie conoce el rechazo de mi último manuscrito, el tamaño de mi fracaso se reduce al mínimo.
Lejos de amigos y conocidos, no tengo que justificarme ni que exhibirme ante nadie, no he de competir ni compararme con otros escritores. Justo ahora que mi novela ha alcanzado el éxito, los laureles me son indiferentes. Me siento aliviado de no participar en la pantomima de las relaciones sociales, esa charada hipócrita en la que nadie improvisa nada, una comedia de costumbres que nunca deja de representarse, que se escenifica naturalmente. Después de haber hecho mutis por el foro comprendo tu tendencia a desaparecer, tu gusto morboso por el desvanecimiento propio. También me alivia haber descargado a los demás de mi presencia; solo tengo que pensar en el último encuentro con mi madre. Tan harto como yo de ellos estarían de mis manías y frases hechas, de mis ocurrencias y protestas, de mi vanidad herida y personalidad compulsiva, de mi impuntualidad e informalidades, de los desahogos y la desesperación de quien últimamente odia a los demás tanto como a sí mismo.
La relajación y comodidad, mi fácil aclimatación aquí han acabado por marginar a Ángela del centro de mi pensamiento, algo que a mi llegada parecía tan imposible como arrancarme el corazón. Me refiero a la Ángela real. Ya amainaron mis disputas imaginarias con ella, las crisis esquizofrénicas, las tormentas de ira. He dejado de desgranar el rosario de invectivas contra ella. Aunque mi escrito verse sobre Ángela, ella ya no interfiere en él, he proyectado su sombra en la ficción sin que me dañe la original, puedo mirar su reflejo sin que me perturbe su cuerpo, estoy logrando modelar un personaje en este infernal libro de arena sin que la modelo me trastorne. La literatura me ha inmunizado contra Ángela. Resulta como si la hubiera enredado en la trama de mi novela, la he atrapado en la telaraña de la ficción más que ella a mí en la suya, real. La he reducido gracias a mi novela. Inmovilizada, ya no me alcanza su veneno. Incluso aprovecho éste como tinta para mi pluma.
Y sin embargo, me pregunto si no se estará resintiendo mi novela de mi bienestar, si mi paz no la estará estancando, si no era más incisiva cuando me atormentaba a todas horas el fantasma de Ángela. Tú mismo para escribir necesitabas sentirte vulnerable. De un suceso que te traumatizó tanto como tu frustrado compromiso con Felice  te nutriste para escribir una obra maestra, El Proceso. Ojalá pudiera seguir tu ejemplo y metabolizar el sufrimiento, y como un alquimista transformar el dolor en puro arte.
                 
                 
                                                                                                      

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