sábado, 2 de marzo de 2019

EL ASEDIO: En el ambulatorio.



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Como si se les fuera a abrir la oportunidad de sus vidas, pero también con la prevención de un torero aguardando la irrupción por la bocana de una muerte potencial, de hito en hito todos miraban la puerta lacada en blanco. Descrucé las piernas y varios se incorporaron prestos a interceptarme si me adelantaba a ellos. Así lo había hecho conmigo aquella astuta anciana con la excusa de que solo precisaba una firma del doctor. Si había dejado pasar mi turno tendría que pasar después del último; no debía esperar clemencia, sentenciaban aquellos ojos inexorables, fanáticos. Cada nuevo paciente que llegaba era interrogado sobre el horario de su cita. El malestar me desenfocaba la sala de espera con el desencuadre del insomnio. Como mucho, había dormido unos minutos de madrugada y soñado que no dormía. No en vano soy un tipo que ha logrado hacer realidad sus sueños.
Me encontraba en el ambulatorio donde trabaja mamá, y del que tras vivir toda mi vida en el barrio ni siquiera había dejado de ser paciente al mudarme con Ángela; acaso inconscientemente sabía que mi traslado al centro sería provisional y no me había molestado en cambiar oficialmente de domicilio. Ni en su lugar de trabajo había dado con mi madre. Después de casi dos semanas esquivándome ya no me cabía duda de que se había alineado con Ángela. Me hubiera gustado contarle el motivo de mi visita; puede que en tal caso cambiara de bando.
Para mi incrédula indignación la víspera ningún farmacéutico pudo renovar mi provisión de ansiolíticos porque sin previo aviso ni motivo aparente el médico había anulado mi medicación. La receta electrónica no se encontraba operativa, concluían los dependientes encogiéndose de hombros después de pasar por el ordenador mi tarjeta sanitaria. Y ya que no era creíble en el médico de cabecera una actitud obstruccionista, no tardé en achacar el desmán a Ángela, mi hacker de cabecera. Sin duda que había descifrado la clave de seguridad del sistema informático de la Seguridad Social y manipulado –anulado- las prescripciones del doctor Conde.
Corrí al locutorio y obtuve cita con el facultativo para el día siguiente. Pese a la inmediatez de la atención, sin pastillas, quedaba condenado a una noche en blanco, una velada de duermevela en el mejor de los casos. Se me hizo eterna, revolviendo mis problemas y las sábanas de un camastro desquiciado. Lo más agobiante era comprobar cómo husmeaban los lobos de la policía el rastro de mi sangre inocente de cordero. La tarde anterior el anguloso y esquinado agente me había dejado ir del sótano con la advertencia de que no saliera de la ciudad. Dando tumbos temía abrir los ojos y encontrarme a los dos hermanitos al pie de la cama, como le ocurría a Joseph K. El padre de Ángela era implacable. No dejaba de recordar cómo devoraba la parrillada de carne aquel día que nos conocimos en el restaurante, la avidez lacrimosa de sus ojillos de cerdo al despedazar la carne sanguinolenta, el mecanismo atroz de su mandíbula de bulldog mientras la trituraba con sus dientes de lobo, los chasquidos a los postres de las falanges de sus garras. Sus subordinados me habían advertido que mi declaración sería cursada al juzgado donde el titular decidiría si me procesaba.
Un vozarrón pronunció mi nombre con la autoridad de quien fuera a imponerme una condena e instintivamente me puse en pie a escucharla. A través de la puerta blanca había sido el doctor quien me invocara. Aliviado, envidiado, me dirigí a la consulta, notando por todo el cuerpo las picaduras de las miradas.
La espalda de la bata blanca con un lamparón en el cuello me confirmó que mi medicación estaba en orden. Después de asegurarme que él no la había suspendido, mientras lo comprobaba me advirtió que ningún hacker podría abordar el programa de la Seguridad Social. No había novedad, repitió, volviéndose a mí y entrecerrando los gruesos párpados. No sé si sospechaba de la competencia de los farmacéuticos o de mi cordura. Debí haberlo imaginado: al ver que concertaba una cita con el doctor y que probablemente no lo intentaría en ninguna otra farmacia, Ángela se había apresurado a reactivar la medicación para hacerme pasar ante el médico por un pánfilo. Después de renovármela hasta diciembre para aprovechar mi visita, me observó desde diferentes ángulos, más que con sus soñolientos ojos, con los orificios de sus fosas nasales, de donde a modo de pestañas le brotaban hirsutos vellos.
-¿Podría redactarme la receta por escrito? Me temo que cuando salga por la puerta la medicación volverá a quedar suspendida.
-No tema, ya le digo que es imposible –hundió la cabeza como un galápago y elevó las pupilas para escrutarme el rostro en contrapicado.
-Dígaselo a los farmacéuticos. No quiero pasar otra noche en blanco. Por algo he venido.
Seguro que él podría encontrar todos los motivos y justificaciones que quisiera para mi visita. Ahora estiraba el cuello para verme en primer plano.
-¿Sufre jaquecas? –con el nuevo cambio de posición su cabeza quedó jaspeada por las listas de sombra de la persiana laminada-. ¿Puede concentrarse en su trabajo?
-Creo que si pudiera trabajar no tendría problema.
-¿Se le olvidan las cosas con frecuencia?
-No… Pero ahora se me olvidaba preguntarle si puedo doblar la dosis del ansiolítico.
-¿Cambia de opinión a menudo?
-No… Sí… No.
-¿Cree que lo siguen por la calle?
-Me siguen a sol y a sombra, dos de cerca idénticos al Gordo y el Flaco, y otro de lejos, disfrazado de turista. Mientras no me ataquen, no les hago caso.
Palpitaron como negras pupilas sus cavernas nasales, quizá por la emoción lagrimearon un fluido verduzco, mucilaginoso.
-¿Y piensa que todos se han conjurado contra usted?
-Por descontado: la policía, mi madre, el editor...
-Voy a cursarle un volante para el psiquiatra.


                                                                            

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