lunes, 4 de marzo de 2019

EL ASEDIO: Delirio.



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Me miran los infinitos ojos de la noche, fríos, remotos, los insomnes ojos de la noche, las estrellas, los ojos de Ángela. En la relampagueante noche rojiza, pajiza de farolas, la ciudad trama con ellas un delirio de callejuelas, una red de emboscadas y asechanzas, una pesadilla de callejones que encalla en el sueño del bulevar, un sueño negro y ancho y fluido como un río.
El delirio de la ciudad es el delirio de Ángela. ¿Qué mejores cómplices podría ella encontrar que la ciudad y la noche? El delirio de la ciudad es mi delirio persecutorio pero sobre todo es el delirio de egoísmo de Ángela, su éxtasis de orgullo, su orgasmo de egoísmo y orgullo, su orgía de venganzas. El bulevar es la pista de un aeropuerto militar donde se aguarda el aterrizaje de un escuadrón de aviones nucleares. O más bien el bulevar es un río, un río enorme como un mar, el Amazonas o el Mississippi, un mar, y el jardín es un portaviones donde no se espera la vuelta de los kamikazes. Las sombras de los kamikazes son idénticas a las sombras sobre la hierba de las nubes impulsadas por el viento.
La soledad negra, asesina, del bulevar es mi soledad. Las flores de olmos y álamos son imaginarias, árboles mentales, recuerdos y fantasías de los paseantes, miedos y deseos y obsesiones sembrados en abstracto y germinados y crecidos en el inconsciente colectivo, de sus ramas cuelgan suicidas como frutos maduros, sus sombras pendulares, perpendiculares, pendientes, jalonan las lajas hexagonales. Los cuerpos de los suicidas son mi cuerpo. Las manos negras de la sombra son mis manos.
Mis pasos espectrales se deslizan mudos sobre las aguas del río, del sueño, de la noche descalza. Camino por el bulevar, por la soledad de un sueño que a la altura de un tramo terrorífico, como mi relación con Ángela, vira en pesadilla. En este tramo se suceden edificios obscenos, serán ministerios de un gobierno totalitario, cárceles de presos políticos, hospitales de sanos, y en cada esquina acecha una silueta, por allí mis pasos sí resuenan porque me he encarnado, me he incorporado en una carne que se puede desgarrar y en unos huesos que se pueden quebrar, y esos pasos míos me entristecen como zapatos viejos, los zapatos que en la gran literatura son metáfora de la muerte, metáfora de la muerte y metonimia de los muertos, metáfora si aún siguen vivos y metonimia si ya han muerto, mis pasos suenan y resuenan, arrancan un doble eco en la distancia negra.
Dos parejas de pasos responden a los míos. Aceleran cuando acelero. Se ralentizan si me ralentizo. Se traban conmigo en un demoníaco trío para percusión, sus pasos contrapuntean los míos con sincopados ritmos de parodia y amenaza, burla y terror. ¿No se ha convertido mi vida en una bufonada truculenta, en una mascarada letal? Luego también en mi novela documental alternará el tono ligero con el funerario, el humorístico con el lúgubre. Tampoco en sueños dejo de pensar en la novela; de hecho cuando realmente escribo es en sueños.
No necesito volverme para saber que me siguen el rollizo fortachón de pies de bailarina y el enclenque de ágiles muletas. Las punteras de éstas hacen de suelas, ahora distingo sus impactos pautando el silencio con notas de amenaza, repiqueteando como si clavaran un ataúd. A los dos pudo imaginarlos cómicos y mortales, patéticos y fatales, letales, emperifollados con el mal gusto de padrinos pueblerinos, una pareja de compadres borrachos que han olvidado que se dirigen a un bautizo o a un duelo, tal vez a un bautismo de sangre, luciendo rocambolescas galas, trapitos circenses, estrafalarios y destartalados en sus trajes chillones, el gordo con las costuras a punto de reventar y el flaco con las mangas ocultándole los puños, como si se hubieran entallado uno en el traje del otro. Todo sea por restar solemnidad a mi asesinato, ni muerto merezco el respeto de Ángela.
Sé que buceo en la sima de una pesadilla pero no logro emerger a la superficie de la realidad, a la realidad superficial de la vida consciente. Me siento transcurrir en el sueño de otro, tal vez de Ángela. El sueño de Ángela, la fantasía destructiva de Ángela, es mi pesadilla. Corro pero no avanzo, típico de los sueños. Me impulso con los remos de los brazos y pisando mis pasos no progresan. El bulevar es la cinta continua de un gimnasio que corre bajo mis pies. Tal impresión puede deberse a que mis perseguidores respetan la distancia, no se acercan. Me detengo y se detienen. Y es cuando intuyo que más allá viene el otro, el tercero, el que prefiere el incógnito y últimamente se enmascara en los múltiples disfraces del anonimato, el hombre de las mil caras que ya he visto caracterizado de turista, mendigo y de hombre corriente, y cuya identidad delataban como ahora la irrealidad de su presencia, la sensación de extrañeza e incomodidad que vehiculadas a través de una corriente de frío, de gélido silencio, contagia en su entorno, su carácter elusivo y escurridizo, espectral y esquivo, esquinado. ¿Será otra de mis visiones, una aparición invocada por mi portentosa imaginación, una fantasía autodestructiva, o estoy mitificando al enemigo, sobredimensionándolo por mi delirio persecutorio, por mi artística tendencia a la exageración?
Lo cierto es que el amor por el camuflaje de mi tercer seguidor lo delata como novelista y llego a tomarlo por mi doble. Su impostura y apostura son las mías. Me persigue mi reflejo del último espejo, mi imagen especular, virtual, ávida de fundirse conmigo. Las pocas veces que lo he reconocido, bajo las máscaras de sus versátiles transmigraciones, he detectado unos rasgos comunes, parecidos a los míos: la frente ilustre con el pelo en retroceso estilo Albert Camus; la nariz rapaz, aguda, judía, aunque solo sea de tanto husmear en las páginas de mis autores favoritos; los ojos oscuros, soñadores y sensuales de un decadente personaje de Thomas Mann; los cincelados labios de una boca sedienta, hambrienta entre los paréntesis de sendas arrugas.
Sigo a la misma altura, a la vera de los mamotretos de ministerios, manicomios, o lo que sean. Aunque infructuosa, estática, la ligereza de mis pasos es otro síntoma onírico. Abro los ojos hasta desorbitarlos y me palmeo las perneras, pero no logro despertar. Saberme en el interior de una pesadilla acrecienta la angustia en vez de limarla. Me trastabillo y aleteo para recobrar el equilibrio. Me rehago. La cinta mecánica de la acera se ha acelerado. Vuelvo a trompicarme. Caigo. A gatas tengo la humillante certeza de que Ángela me observa. Mediante algún logro tecnológico tiene acceso a la visión de mis sueños; también me ha hackeado el subconsciente.
Un soplo helado me anuncia el acercamiento de mi tercer perseguidor. Ha adelantado a los otros y trae intenciones homicidas, las acarrea la corriente fría. Salto de mi posición como un velocista de los tacos de salida. Sin embargo, me neutraliza el aire denso, avanzo como un astronauta o un buzo. Ya no caigo. El instinto de supervivencia desborda la torpeza de mis nervios. Los latidos de mi corazón acallan los pasos. Las luces de las farolas estallan en esquirlas de sombra. Ahora mis movimientos, aunque seguros, son más lentos, avanzo de veras, he dejado atrás los edificios terroríficos. La siguiente esquina se me acerca, deseosa de mi sombra. Pero me ahogo. Al buzo o astronauta se le acabó el oxígeno de la bombona. Nado a través de la corriente gélida. Miro atrás: se me acerca un tiburón con la boca abierta. El hombre de las mil caras esgrime una navaja parecida a una dentadura de tiburón. La hoja refulge como un espejo.
Abro de verdad los ojos.
                 

                                                                            

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