jueves, 28 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Interrogatorio.



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-¿Quizás tienes deudas de juego? ¿Consumes sustancias estupefacientes? ¿Quién te ha dado permiso para sentarte? ¡Esto no es un bar!
Salté de la silla de hierro. Las palabras de pedernal resonaron entre dientes, que desde la última vez se habían afilado. Su tono incisivo, el ángulo agudo de las entradas del pelo –crecidas en el corto intervalo-, las cejas picudas y diabólicas, el triángulo en el pecho de la desabrochada camisa que dejaba ver la tupida pelambrera, la irregular geometría de retrato cubista en que se descomponía su rostro, aquella vez más zorruno que simiesco, denotaban las aristas de su carácter avieso, atravesado, atrabiliario. Ante él jadeaba yo en aquella atmósfera enrarecida de miedo y de un irrespirable frío de acero.
El mismo agente que dos días atrás me cacheara en la oficina del gerente del supermercado, me observaba impertérrito de indignación, las manos sobre el teclado a la espera de mi respuesta, estatuario como el Comendador a la mesa de la cena, monolítico e hierático, como si con la inexpresividad de su mandíbula de pelícano y del ojo sano, por otra parte enrojecido como por el cloro de una piscina, manifestase su indiferencia por mi suerte, su resistencia a manifestar el menor signo de empatía o comprensión, su rigor compacto, de hormigón apenas agrietado de tanto en tanto por toques de humor de enterrador.
Por momentos creía que ya no saldría de aquel húmedo, reptiliano sótano de Jefatura adonde por escaleras de caracol y un corredor circular traspasado por chasquidos metálicos y tintineos de hierro (¿esposas? ¿cerrojos?), pese a mis protestas de que yo por mi cuenta encontraría el camino, me había guiado su mudo compañero, el presunto hermano menor en proceso de aprendizaje, ahora vigía de brazos cruzados y en pie junto a la puerta acorazada, tachonada de clavos, acaso para impedirme la fuga. Más con objeto de ahorrarme la tortura de la duda que a instancias de su perentoriedad, al instante de recibir una llamada que me conminaba a declarar, me había presentado en el grandilocuente vestíbulo de la comisaría.
Y en aquella oficina lacónica y austera como celda de monasterio, me había recibido el hermano mayor, que a golpes de nudillos sobre la mesa con unción de juez me hizo saber que Ángela Mayo Huertas me acusaba de robo. El corazón se me hinchió como un globo a punto de explotar.
-¿Robo de qué?      
-¿Tiene noticia de dónde puede encontrarse un Audi modelo T color azul Prusia matrícula M-789548…?
-¡Ese coche es mío!... Lo tengo aparcado en la esquina.
Quizá por el impotente furor tuve la sensación de haber perdido la voz. Podía articular las palabras y movía la boca, pero no emitía sonido alguno, era como un actor en la tele sin voz, mis frases se evaporaban y mis palabras sordas, huecas, como burbujas de jabón subían a aquellos rincones manchados de humo de tabaco y humedad donde entre telarañas e insomne polvo se apagaban los ecos de inmemoriales mentiras y coartadas, atenuantes y protestas de inocencia, pero también de infundios y calumnias, amenazas y acusaciones en falso. El agente me miraba los labios tal vez para leer en ellos, o calculando dónde me asestaría el primer puñetazo. Le mostré el lado derecho, puede que me librara de alguna de mis caries.
-Ella tiene un Jaguar. En el Audi creo que ni ha llegado a subirse. Lo compré de segunda mano, está a mi nombre. ¿Cómo me voy a robar a mí mismo? –en verdad no estaba seguro de la respuesta, soy el peor enemigo de mí mismo.
-A ver la documentación.
-La tengo en casa, ya sabe que no uso cartera.
Palideció y se ruborizó a un tiempo, algo tan raro como un cubito de hielo rociado con manchas de vino.
-Supongamos que está a su nombre, le doy el beneficio de la duda. ¿Pero quién lo ha pagado?
-¡Yo, quién va a ser! –grité para oírme a mí mismo.
-¿Cómo dice? ¡Vocalice!
-Cada mes me descuentan la cuota de mi cuenta en el banco.
-¿De qué cuenta?
-De la mía, ¿cuál va a ser? Tengo trabajo… tenía –sí que escuché la última palabra, una especie de graznido.
-¿Y a partir de ahora cómo piensa pagarlo?
-…
Sentí que el cuarto decrecía como mi cuenta corriente, las paredes se comprimían y el techo descendía hasta oprimirme.
-No te voy a pedir la cartilla del banco porque no la llevarás encima… ¿De qué estás viviendo?
-Tengo derecho a una prestación por desempleo.
-Según tu antiguo jefe no hay nada de eso. Estabas dado de alta como autónomo –el estrechamiento continuaba; si daba un paso atrás mi espalda tocaría al hermano menor.
-¿Si tiene todas las respuestas, por qué me pregunta?
-Nos consta que la cartilla estaba a nombre de ella y tuyo. Luego es copropietaria del coche.
-Oiga, ella saqueó la cuenta cuando nos separamos. Podría acusarla de alzamiento de bienes.
-¿En realidad quién ingresaba todo el dinero de aquella cuenta?
Para responder a aquello articulé con claridad aunque solo fuera para que pudiera leerme los labios.
-¿Y a usted qué le importa? Nuestra economía doméstica pertenece a la intimidad.
-Claro, y si robas también sería un asuntillo privado –me espetó cejijunto y tenebroso, antes de mostrar adónde quería ir a parar-. Te lo digo porque te acusa de haber cogido de la encimera un sobre con trece mil euros. ¿También eran tuyos?
Entonces sí resonaron mis palabras, de hecho toda mi presencia se redujo a ellas, negaciones y abjuraciones, denegaciones y protestas que no obstante como piedras fueron cayendo al pozo de su escepticismo. Las engulló el negro abismo de su venal maldad. Aquello era imposible aunque solo fuese porque Ángela casi nunca manejaba dinero físico, todo su efectivo era inmaterial, pagaba con tarjeta y hasta las transferencias las efectuaba por ordenador sin necesidad de recurrir a ventanillas o cajeros.
-Ella sostiene que tenía dispuesta esa cantidad para abonársela al casero. Al parecer acordó con él pagarle en semestres adelantados.
-¡Mentira!
-Hemos comprobado que es verdad.
Sobre los hombros se me desplomó la evidencia de que Ángela también se había aliado con el propietario del piso. El mundo entero se conjuraba contra mí.
-Dime la verdad, ¿con qué dinero has pagado la fianza y el primer mes de tu apartamento?
-Tenía unos ahorros –me desplomé en la silla.
-¿Quizás tienes deudas de juego? ¿Consumes sustancias estupefacientes?
Con la razón nublada y abrumada por una furibunda confusión, no supe si era la primera vez que me lo preguntaba. Hice un esfuerzo para recordarlo, ya que si empezaba a repetir el cuestionario, la toma de declaración se degradaba a interrogatorio. Instintivamente parpadeé, deslumbrado por un flexo imaginario.

                                                         

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