lunes, 1 de abril de 2019

EL ASEDIO: El regreso.


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Procedente del rellano reconocí un rebrote de la voz de roble, astillada de gallos, del locuaz propietario del estudio. Hablaba de mí en calidad del último bohemio cuyo errático vuelo había pasado por su nido –respecto a mi huida su metáfora resultó casi literal-, con el resuello del candidato a arrendatario, después de haber subido siete plantas, como fondo. Y ya coqueteaba la llave con la cerradura cuando arramblé con la maleta atestada con mis pertenencias y reproduciendo el itinerario de mi previa escapada me deslicé a la terraza y accedí a la escalera por el acceso comunitario.
Ya era un experto en renegar de mis pasos, en volver por ellos, en escapar como un ladrón de mi propia casa. Aunque técnicamente, transcurrido el único mes que había abonado, ésta ya no era la mía. Y más que como un ladrón escapé deslizándome como un fantasma. Escaleras abajo, con una punzada de deleite, imaginé el consternado asombro del propietario al encontrar, con el visitante como testigo, una taza con posos de café esperando a ser lavada con la insolencia de la porcelana, un rastro de migas de pan en el centro de la mesa, la huella de mi silueta en el colchón engendrado debajo del sofá, en la mesita un cenicero saturado de colillas con un penacho de humo de la última aún sustanciado en el aire, el tirabuzón de un cabello adherido a la fría piel del lavabo y el hediondo cadáver de un calcetín viudo en el rincón.
Me sentía regocijado pero también rabioso por mi mala suerte. Ojalá aquel pomposo perdiera al cliente. ¿Quién habría pensado que su jeta asomaría al día siguiente de haber vuelto a ocupar yo el estudio? Había disfrutado una sola noche de mi feliz idea, recién llegado y desembarcado de la furgoneta del carnicero, de regresar a sus umbrales gracias a mi tendencia a conservar todas las llaves. Pernocté bajo techo y mudé mi rústico atuendo. Y ahora no podía volver por culpa de mi imprevisión. Aunque tenía la maleta dispuesta para caso de fuga, confiado en que no vendría tan pronto, no me había preocupado de mantener la vivienda limpia de las huellas de mi presencia. Si el propietario no se la alquilaba al visitante, cambiaría la cerradura y en todo caso llamaría a la policía. Ya le habrían preguntado por mí.
Satisfecho de haberme librado de Viento, que habría trabado mi evasión, deportivamente dejé caer la llave en el buzón. La tarde anterior había repetido un antiguo gesto, dejar el perro como a su predecesor en casa de mi madre. A ella no la encontré. Me abrió su nueva compañera de piso, una viejita muy amable, encantadora, por suerte amiga de los animales, que acogió a Viento de buen grado. Su talente era tan bueno que estuve a punto de pedir el asilo del sillón yo mismo para pasar la noche. Esta vez mamá no podría esgrimir el carácter de su compañera como excusa para negarme refugio. Pero si estaba en connivencia con Ángela delataría mi presencia y perdería la ventaja de que ella desconociera mi paradero. Aunque tampoco era seguro que me hubiera sustraído a su vigilancia.
Salí al fragor de la calle en un día laborable, al trajín y al ajetreo mareantes. La  ciudad me había recibido bella y distante, fría y activa como una vieja amiga que mientras retoma la confianza nerviosamente se afana en cualquier actividad o dedica su animación a otros fieles. Tenía la sensación de haber regresado después de mucho tiempo. En mi ausencia las calles parecían haber cambiado imperceptiblemente. Las reconocía y aun tiempo las extrañaba, me extrañaban. Era como si en los avatares de una borrachera me hubieran llevado a una ciudad donde hubiera pasado unas vacaciones de la  infancia, y sumido en la lucidez espectral de una resaca hubiera despertado en alguna de sus plazas. Me sentía exánime y animoso, vacío y pletórico, cobarde y temerario, desolado y alegre; fluyendo en el horror tranquilo de una pesadilla que no era tan mala o en el frenesí de una alegría vacía, sin motivo. Balanceé con desenfado la maleta hasta que empezó a resultarme demasiado pesada. Caminaba como un zombi, a paso de sonámbulo. Me creí un caballo que cargado con el cadáver de su amo de madrugada vuelve al rancho. Y he aquí que mis mecánicos pasos me llevaron a la calle de Ángela. La calle que fue mía.
                 
                                                                                       

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