Están maquillando al
actor de la cara triste, el hombre de las tres sombras; incluso cercado de
brazos, el aire que lo rodea está enfriado de soledad, el vacío se le ahonda en
las mejillas y tiene los labios fruncidos en un rígido rictus. Por ahora solo
ofrece la irrealidad de su reflejo en el espejo: no se cree ni a sí mismo. Para
detectarle el brillo de la expresividad y el ingenio de sus imposturas hay que
mirarle al fondo de los ojos, donde una lucecita va subiendo del fondo del pozo
conforme llega la hora en que Mr. Kubrick empiece a rodar.
El hombre de la cara
triste ha elegido la primera sombra: es el capitán Mandrake, un oficial británico
que en un programa de intercambio se halla en la base de Burpetson a las
órdenes del vehemente general Ripper. De su bigote victoriano y de la mirada
melancólica –es decir, inteligente- se trasluce la típica flema, que se le
descostra cuando advierte que Ripper pretende provocar una guerra nuclear. Se
ha inventado un ataque soviético a Washington para precintar la base, incautar
todas las radios y transmitir el plan de ataque Ala R a los treinta y cuatro
bombarderos que veinticuatro horas al día patrullan con una carga de cincuenta
megatones cada uno. Por casualidad Mandrake ha puesto una radio y ha comprobado
que las emisoras transmiten la música ligera de costumbre, lo cual sería
inviable de haberse desencadenado la agresión.
Cuando se dirige a Ripper
para convencerlo de que comunique una contraorden a los aviones, comprueba que
se encuentra ante un neurótico que bajo la máscara de la cordura ha
desarrollado un miedo paranoico a los comunistas. Para asegurarse de que sus
compatriotas no le frustren el plan y no puedan sino completar su acción si no
quieren ser aniquilados por el contraataque, ha ordenado disparar contra todo
el que se acerque a la base con la excusa de que serán rojos disfrazados con el
uniforme del Ejército de los EEUU. Mandrake redobla sus protestas hasta que
Ripper (¡vaya nombrecito!) lo amenaza con una automática. El hombre de la cara
triste tiene la expresividad de representar la inexpresividad de Mandrake.
Ahora el hombre de la
cara triste ha adoptado la sombra del Presidente de los EEUU. Es un razonable
sexagenario con su grave responsabilidad destellándole de la calva y de los
cristales de las gafas de concha, que preside una reunión de emergencia en la
Sala de Guerra del Pentágono. Está furioso contra el general Turgidson, un
acérrimo católico y belicista que mascando el chicle del desprecio le explica
la situación.
Poco puede hacer el
Presidente, ya que sin saberlo él mismo firmó que comandantes como Ripper
gozaran de atribuciones para ordenar un ataque atómico. Obsesionados por la
seguridad –casi tan paranoicos como Ripper- los militares han tejido una trama
de seguridad de la que ahora son víctima, imposibilitándoles dar la contraorden
a los bombarderos, ya a media hora de ser detectados por los rádares rusos. Y
es que para evitar tramposas instrucciones del enemigo, los aviones tienen
bloqueadas todas las transmisiones no codificadas con cierta clave que solo
conoce un Ripper que ha cortado las comunicaciones con su base.
El general Turgidson
aconseja extender la acción de Ripper y promete ganar la guerra con poco más de
veinte millones de víctimas. Escandalizado, el Presidente se niega: Turgidson
manifiesta una apenas velada solidaridad con su camarada Ripper. El Presidente
hace llamar al embajador soviético, y telefonea a su homólogo en la URSS y le
informa de la posición de los aviones norteamericanos para que los rusos los
abatan y no acometan sus represalias. Desesperado, el embajador advierte que de
todas formas, si cualquiera de los aviones deja caer la bomba de la que van
preñados, se alumbrará la última luz de la vida humana porque automáticamente
se pondrá en marcha un arma diabólica que nadie podría detener y sumirá a la
Tierra en la oscuridad definitiva.
El hombre de la cara
triste ya muestra su tercera sombra: ahora está sentado en una silla de ruedas,
se agita con movimientos convulsos y la parálisis de su cuerpo solo se
desmiente con espasmos y con la irreprimible tendencia del brazo derecho a
estirarse rígido en alto saludando a la romana, por más que con la otra mano
intenta evitarlo a toda costa. Es un acto reflejo, un movimiento natural tan
arraigado en las profundidades de su ser que ya resulta ineludible. Se trata
del Dr. Strangelove (otro bonito nombre), un alemán nacionalizado norteamericano
que dirige la investigación y el desarrollo armamentístico.
Consultado por el
Presidente, confirma que es factible, y hasta relativamente barata, ese Arma
del Juicio Final a la que se ha referido el embajador soviético. Los rusos iban
a anunciarla como arma disuasoria en el próximo congreso del Partido.
Guturalmente germánico, fulgurantes las gafas tintadas y el pitillo en la mueca
de los labios, el doctor Strangelove no puede esconder su complacencia ante el
probable exterminio universal. Y además guarda el comodín de la salvación para
una élite de dirigentes, quienes podrían prolongar bajo tierra una existencia
de reptiles.
Ofreciéndonos el juego
de la irrealidad y después de que hayamos aceptado sus reglas, el hombre de la
cara triste nos ha hecho factible el esperpento del doctor Strangelove.
Mientras lo
desmaquillan ante el mismo espejo de antes, el vacío vuelve a aflorar a las
mejillas de quien ya ha dejado de ser Mandrake, el Presidente y Strangelove; se
ha quedado sin sombras y hasta la próxima película no podrá ofrecernos ninguna
irrealidad, y por el túnel de su mirada se aleja la luz de la genialidad para
detrás de la sonrisa postiza volver a ser el hombre que parece haberse
emborrachado de tristeza: Peter Sellers.
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