Del poco tiempo que
lleva en EEUU lo que más le ha gustado ha sido el delicioso sabor de los patos,
las gallinas y hasta el cisne que pudo devorar después de que Susan embistiera
con su deportivo a la camioneta de la granja agrícola. A los humanos Nueva York
les parece una ciudad frenética, pero mucho más lo era el lugar de donde él
procedía, la selva del Amazonas, donde lo había cazado Mark, el hermano de
Susan, que se lo había enviado a ella después de ser amestrado y convertido en
un manso leopardo aficionado a la música ligera. Ya apenas echa de menos la
jungla, aunque allí la vida fulguraba bella y rauda como un relámpago: un golpe
de viento con el rastro de un ciervo, una jadeante carrera, el vértigo del
ansia y la vorágine de sangre.
En Nueva York es Susan
quien más se parece a una fiera. Voltea las más simples situaciones,
revoluciona la vida y libera de la realidad una fuerza centrífuga que desata en
torno a ella un remolino de equívocos y confusiones. Allá donde vaya parece
precederla un torbellino de nervios que todo lo arrolla a su paso, es una joven
rodeada de piernas y brazos. Por lo demás, se trata de una frívola y veleidosa
heredera que ahora se ha encaprichado de David, ese contrito y despistado
paleontólogo.
Lo conoció ayer y ya
está haciendo todo lo posible para boicotear su boda con la secretaria del
museo, prevista para hoy mismo. Baby, el leopardo, estaba hecho a la
promiscuidad selvática y a los devaneos de las clientes con los guías de caza, pero
nunca ha visto a ninguna fiera tan implacable como Susan, cercando a David con
su palabrería, promoviendo en torno a él un remolino de accidentes que lo
desvíen de su camino. ¡Parece azuzar contra su tranquilidad a todos los
imprevistos del mundo!
Por cierta conversación
telefónica con una amiga, Baby supo cómo la víspera se las había arreglado para
sacarlo de quicio y colocarlo en una situación insostenible respecto a Mr.
Peabody, el abogado de la benefactora que pensaba donar un millón de dólares al
museo si su asesor aprobaba el carácter de David. Susan arruinó la partida de golf de David con
Peabody, lo obligó a una salida poco airosa del club –rasgados los faldones
traseros de sus respectivos atuendos- y por la noche hasta lo hizo pasar por
vándalo cuando fue ella quien hizo blanco en la cabeza del abogado mientras
intentaba llamar su atención lanzando piedrecitas al cristal de su dormitorio.
No se necesita ser un
astuto leopardo como Baby para saber que ella pretende embrollar a David en una
madeja de equívocos, enredarlo en su trama de discusiones para evitar que acuda
a su cita en el altar. Y alguien tan ensimismado y torpe como él resulta su
víctima ideal; proclive a todo tipo de accidentes, amigo del yerro y del suelo,
inadecuado a la vida, está más condenado –piensa Baby- que un mal tirador ante
cualquiera de sus congéneres.
Para atrerlo a su
apartamento, esta mañana Susan simuló ante David que le atacaba el leopardo, y
él llegó apurado con su hueso de brontosaurio bajo el brazo. Aunque se casaba
pocas horas después, ella se las arregló para arrastrarlo aquí, a la mansión
campestre de su tía en Conneticut. En el trayecto Baby se ha deleitado con su
banquete de volatería. Y ahora, en el establo, mientras devora su ración de
solomillo, George, el perro del que se ha hecho íntimo, le cuenta cómo Susan ha
enviado el traje de David a la tintorería mientras se duchaba y aprovechando
que se ha enfundado en un salto de cama lo hace pasar por chiflado ante su tía,
que ha resultado ser la mecenas del millón de dólares. Y para colmo el perro,
aliado de Susan, le ha robado su preciado hueso de dinosaurio. Todo parece
conjurarse contra el matrimonio de David.
En un rugido Baby da a
entender que las irregularidades de los caracteres de ambos están predestinados
a ajustarse, verlo todo al revés los hace complementarios y de todos modos Susan
es una fiera que nunca dejará escapar a su presa.
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