Solo en la noche, el
abandono desprendiéndose de sus pasos, el larguirucho de traje gris y ascético
rostro arrastra por la calle su desamparo y la maleta, mirándolo todo con el
extrañamiento de un forastero, como si estuviera en Washington por primera vez.
Se le nota desajustado con el mundo; lleva una cara que en mucho tiempo no
parece haber visto a un amigo. Del sarcástico asombro con que ahora mira en
torno se evidencia que viene de muy lejos. En los visillos iluminados por
cálidas luces se agitan siluetas en torno a las mesas puestas; después todo,
quizá solo le sorprende lo temprano que se cena aquí.
Por las ventanas entornadas
resuenan los noticieros: ha huido del hospital el alienígena que la víspera
salió del platillo volante aterrizado en el parque, junto al Capitolio. Los
rádares habían captado su frenético acercamiento a la Tierra a seis mil
kilómetros por hora. La histérica multitud vio cómo se deslizaba de la nave
una escala automática que daba paso a cierta figura humana enfundada en una
especie de escafandra.
Al larguirucho de la
maleta parecen hacerle gracia tales noticias enunciadas con voces tan
tremendistas. Al fin localiza una pensión al parecer con habitaciones
disponibles y se adentra en el vestíbulo sin encontrar a nadie. Todos se
encuentran en la sala, viendo la televisión con el aliento en suspenso; hasta
se han olvidado de encender la luz. El locutor refiere que uno de los soldados
del cordón que rodeaba el platillo disparó sobre el extraterrestre sospechando
de uno de sus movimientos. Dispuesto a defenderlo, salió de la nave un autómata
gigante, blindado de un metal inexpugnable, que con otros tantos rayos que
emitió desde la ranura de su casco desintegró una metralleta, un cañón y hasta
un tanque. Lo inmovilizaron unas palabras del extraterrestre, antes de que se lo
llevaran al hospital del que acabaría por fugarse.
En la sala de la
pensión el forastero nota el ambiente ensanchado por las respiraciones
contenidas de los inquilinos, que ahora se sobrecogen al ver su figura perfilada
en la penumbra. Se serenan cuando él se presenta como Mr. Carpenter y le
demanda un cuarto a Mrs. Crockett, la casera. Alguien enciende la luz.
Carpenter conoce a los demás y se queda absorto en Mrs. Benson, una joven viuda
que a su vez, desde su convulsa belleza, cava con los enormes ojos
oscuros en la profundidad del misterio de Carpenter.
En el desayuno los
inquilinos siguen espantados por la visita de los marcianos, a excepción de
Mrs. Benson y Carpenter, que aventura que quizá vengan en son de paz. Entre
ambos fluye tal confianza que ella le permite hacer de canguro de su hijo Bobby,
un despierto niño de ocho años que mientras su madre sale con su prometido, le
enseña a Carpenter la ciudad. También van al parque a ver la nave, y Carpenter
le explica a Bobby detalles sobre su propulsión, velocidad y aterrizaje. Para
pagar las entradas del cine el hombre le cambia al niño dos diamantes por un
par de dólares. Además, visitan al eminente profesor Barnhardt y como está
ausente, Carpenter resuelve una ecuación de mecánica celeste que el científico
tiene planteada en la pizarra de su despacho. Con ello pretende llamar la
atención del profesor y le deja sus señas a la asistenta.
De vuelta a casa un
agente del gobierno se lleva a Carpenter. Todo esto desconcierta a Bobby, que
no sabe si tomarlo por un ingeniero o un ladrón de joyas; a su madre, cada vez
más fascinada por él, y a Tom, su prometido, celoso del desconocido.
En las noticias se
refiere que aún no han capturado al hombre del espacio. Se rumorea que éste
pretende comunicar algo a los dirigentes del planeta, pero que las discordias
entre estos impiden siquiera concertar una reunión conjunta. En efecto, la
Guerra Fría está tan caliente que en cualquier momento puede desatarse una
conflagración nuclear. Los comentaristas más disolventes elucubran si el
marciano no habrá venido a advertirnos de que esto puede destruirnos a todos.
Carpenter vuelve a la
pensión (el agente del gobierno solo lo condujo al despacho de Barnhardt, donde
se encerró con él más de dos horas) y todos siguen subyugados por su misterio,
que lo sigue como un perro fiel y peligroso. Esa noche Bobby lo sorprende
saliendo a hurtadillas de la casa y no puede resistir el impulso de ir tras él.
Carpenter se dirige al parque. Tras un árbol espía el operativo de vigilancia
de la nave. Bobby ve cómo el robot gigante se activa y pone fuera de combate a
los policías. Carpenter le imparte unas órdenes en un idioma ignoto, que hacen
descender la rampa automática, e ingresa a la nave.
Ha traído el “Ultimátum
a la Tierra”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario