Si EEUU es el país de
las oportunidades, soy un patriota. Lo que quiero es tener una, aun a costa de
conducir este camión dieciocho horas al día y estar las otras seis a un volante
imaginario que ya nunca podré soltar, comido por el hambre y el sueño,
mugriento y exhausto, por malas carreteras donde a veces se disuelve el polvo
de mis sueños, transportando la carga de frutas y de mis ilusiones a través de
los climas y paisajes de este país de ensueño que para la mayoría es una
pesadilla.
Iniciativa y voluntad
no me faltan. Tengo la cabeza más dura que la carrocería del camión, gasolina
en las venas y los ojos como faros siempre puestos en la raya blanca del
asfalto, la frontera de la supervivencia. Mi hermano Paul había empezado a
acompañarme. Desde que se había casado con Pearl era más partidario de la
seguridad del asalariado, mientras que yo, inconformista, aspiraba a contraer
las preocupaciones del empresario y soñaba con terminar de pagar ese camión
para comprar otros dos o tres y hacer fortuna. Aun ahora sigo creyendo que
estoy condenado al éxito.
Por entonces aún
trabajábamos para Williams, llevábamos un cargamento de manzanas a Los Ángeles
y aunque estábamos cerca, en la 99, nos vimos en un apuro. El Ford de unos
juerguistas me obligó a dar un volantazo y en la cuneta destrozamos una rueda
delantera. Las manzanas tenían que estar para la noche en el mercado. Fui
caminando hasta el bar de Barney para telefonear a Williams y exigirle que nos
mandara algo de los trescientos dólares que nos debía, para comprar una rueda y
cumplir nuestro horario de entrega.
Williams prometió
hacerlo a regañadientes. Corrían rumores de que era un aprovechado y que
especulaba con el trabajo de los más apurados. Al rato llegó Paul al bar de
carretera con el problema resuelto: en un taller le habían fiado una rueda de
segunda mano. Me fijé en lo atractiva que era la nueva camarera de Barney, una
pelirroja bien despierta y de fiar. Lo demostró cuando unos colegas nos
avisaron de que venía Farnsworth, el prestamista, y ella nos dejó escondernos
de su lado de la barra y lo despistó. Debíamos tres plazos del camión y tenía
derecho a embargárnoslo, pero antes tenía que encontrarlo (seguía en la cuneta)
o sorprendernos a nosotros. Sin camión soy tan inconcebible como una tribu
apache sin búfalos.
Aliviados, nos
disponíamos a cambiar la rueda y concluir el trabajo cuando nos tropezamos con
Dawson, otro empleado de Williams. Resultaba que el jefe le había encomendado
recoger nuestra mercancía y así no tener que pagarnos. Ya que no queríamos que
Dawson perdiera su trabajo, le dejamos hacerlo y nos dirigimos a la oficina de
ese miserable que además le habría filtrado al prestamista que estábamos en lo
de Barney para dejarnos fuera de circulación. Aunque encontramos a Williams
contando un fajo de billetes, se quejó de falta de liquidez, nos prometió
ilusorios transportes y por la fuerza tuvimos que exprimirle nuestros
trescientos.
Nos dirigimos a casa.
Llovía. Para pasar las millas, mientras que Paul seguía ansioso de ver a Pearl,
yo jugaba a decidir a cuál de mis amiguitas llamaría al día siguiente. En el
amor también era partidario de la aventura y la libre iniciativa. Siempre he
tenido suerte con las chicas. Últimamente me perseguía Lana, la esposa de Ed,
un viejo amigo que con el tiempo ha llegado a ser un próspero empresario de
transportes. Pero hay bastantes mujeres en L.A. como para tener que traicionar
a un amigo. Sin embargo, justo entonces ocurrió algo que me haría cambiar mi
relación con las mujeres.
Recogimos a una chica
que resultó ser aquella camarera pelirroja de Barney. Con lo desenvuelta que
era, en la rigidez de la cara se veía que le iba mal; por azaroso que pareciera
su pasado, había una luz en el fondo de sus ojos que te decía que no había en
él ninguna zona oscura. La fui conociendo en el trayecto. Ahora sin trabajo –no
le gustaba el largor de las manos de Barney-, ni ahorros o planes definidos,
sin embargo Cassie (¡qué nombre tan bonito!) se armó de ánimo contra la incertidumbre
e hizo un par de chistes. Igual que las luces del camión, su valor pareció
alumbrarnos el camino.
Paramos a cenar y nos
cruzamos con Harry MacNamara, un colega que acababa de pagar su camión con
miles de horas de sueño; las ojeras le colgaban como vigas de los párpados y ya
era inmune al café. Partió poco antes que nosotros y a las pocas millas vimos
su camión zigzagueando como un borracho por el medio de la calle. Intentamos
avisarle en la recta, pero a la primera curva se precipitó por una ladera y
aunque corrimos a sacarlo de la cabina las llamas hicieron estallar el camión.
Parecía que lo hubieran bombardeado. Fue cuando advertí que me había enamorado
de Cassie. No ya porque lamentara que tuviera que presenciar aquello, sino por
lo difícil que ahora me resultaría convencerla de que se casara con un
camionero.
Dejé a Paul en su casa
y la acompañé a una casa de huéspedes de confianza. Si logré que aceptara un
pequeño préstamo fue porque ella sabía que no tardaría en encontrar trabajo y
me lo devolvería. En todo caso pareció romperse alguna cuerda en su armonía
interior, ya que su voz se astilló y los ojos se le nublaron. Aquella luz de su
mirada pareció empañarse de humedad. Le había emocionado mi generosidad. Aunque
tenía buen humor y mucho ánimo, bajo su desenvoltura es muy sensible.
Intentó echarme del
cuarto; sin embargo, pasé la noche con ella. Y es que, agotado, me quedé
dormido en su cama mientras ella se instalaba, y la pobre tuvo que pasar la
noche en el sillón.
Por la mañana me crucé
con el bueno de Ed, ese magnate de los transportes cuya esposa, Lana, la típica
morena sombría, no deja de agobiarme. Ella me priva del sol cada vez que la
encuentro. Todo lo contrario que Cissie, que irradia sobre mí una luz y un
esplendor de mediodía de verano.
Después de volver a
rechazarle una oferta de trabajo, le conté a Ed mi idea de comprar con Paul las
próximas cargas por nuestra cuenta y quedarnos con los beneficios. Fue tan
amable que me facilitó la dirección de un granjero que necesitaba vender sus
limones. ¿Cómo voy a engañar a un tipo así? Que haga chistes malos no es motivo
sufieciente.
Fui a recoger a Paul y
efectuamos con ventaja el negocio de los limones. Pagamos al prestamista:
nuestros asuntos arrancaban con el ímpetu de un camión con el motor nuevo. Pero
cuando veníamos de vuelta, conmigo de copiloto, Paul debió dormirse poco
después que yo, porque nos despeñamos por una hondonada. Mientras que yo tuve
la suerte de salir diaparado por la puerta, Paul ha quedado gravemente herido y
ahora mismo lo están operando. Pearl viene de camino: cuando me mire la cara se
me va a despedazar por haber metido a Paul en el negocio… Ojalá me despertara
en el asiento del camión, Paul ciñera el camión a la siguiente curva y todo
hubiera sido una pesadilla.
A veces incluso el
sueño americano deja cenizas de pesadilla.
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