A los cuarenta y dos
años, yo, Isaac Davis, estoy seguro de tres cosas. Primera: que en el amor soy
más inseguro que Hamlet o Kafka. Segunda: que ninguna mujer me va a aguantar ni
la mitad de lo que Isolda tuvo que aguantarle a Tristán. Tercera: que mi musa
es esta ciudad de mis sueños y mi realidad, sofisticada y romántica como mi
mujer ideal, lejos de cuyas calles no podría escribir ni una palabra, sin cuya
polución sería incapaz de respirar.
Poco más concluyo de
este crepuscular paseo por el parque, salvo que después de haber desertado de
mi trabajo en la tele, donde además de a mí mismo he alimentado las risas de
los espectadores, pediría a Dios de rodillas que el libro que estoy escribiendo fuera un éxito, si es que creyera en Él o no hubiera en el suelo tantas hojas
embadurnadas de excrementos de perro. Dependen de mi cuenta corriente el
analista, mis dos ex, mi hijo Willie y hasta papá, que sin mi suplemento no
podría permitirse la primera fila en la sinagoga y sería alejado de la gloria y
la misericordia divinas… Por lo demás, a veces me siento como ahora, tan desnortado como si
estuviera en una película de Woody Allen y aún no recordara en cuál.
La cuestión se planteó
hace un par de meses, cuando quedé tan fascinado por “Lolita”, esa melancólica
novela de Nabokov, que empecé a salir con Tracy, una chica de diecisiete. Me
fue fácil hechizarla con mi toque sarcástico y misántropo, mi inmaduro pero
intelectual encanto, el típico aire de paranoico experto. Por no hablar de mi
irresistiblemente canija figura, coronada de una rala cabellera y, más abajo,
de la mirada fulmínea que tras los cristales de mis gafas con montura de concha
alumbra como un faro la más fotogénica ciudad de la historia. Y quizá el
analista se está excediendo en potenciar mi narcisismo; querrá asegurarse de
cobrar sus facturas. O solo intenta que yo supere que mi segunda ex se haya
hecho lesbiana por no volver a tratar con ningún hombre después de mí.
Para apretarle los nudos que la sujetaban a mí, le repetía a Tracy justo lo contrario de lo que pretendía que
pensara: que un viejo como yo solo era un episodio en su vida y que no debía
tomarme en serio. Como hago con todas mis chicas, se la presenté a mis mejores
amigos, Yale y Emily, y varias veces salimos los cuatro. Gracias a que Emily
prefiere no enterarse de las infidelidades de él, pasan por ser la pareja más
estable de mi círculo. El último ligue de Yale era Mary, una atractiva
periodista divorciada. Coincidimos en una exposición y me cayó peor que Mozart
a Salieri. En todo me llevaba la contraria y cuando defendió con sus
tecnicismos la única pieza que a mí me había disgustado, me sentí tan frígido y
derrotado como Hitler en el invierno soviético.
Sin embargo días
después Mary y yo coincidimos en una fiesta y ya me pareció encantadora, una
ecuación de belleza e inteligencia cuya incógnita yo despejaría mucho más
rápido que Yale. Pudo hablar de Bergman durante casi media copa. Nuestras
discrepancias nos hicieron congeniar, incluso la acompañé a pasear a su perro
salchicha y a través de las avenidas de la noche le estuve hablando de mi
novela hasta el amanecer. Inspirado por ella y por las calles en blanco y negro
más amadas por el cine, me expresaba con una lucidez que me hizo lamentar no
llevar una libreta para acabar de escribirla en cualquier banco.
Con lo que me gustan los
melodramas –sobre todo si son de Douglas Sirk-, al día siguiente telefoneé a
Yale por si había dejado de querer a Mary. En todo caso ella no quería
prolongar una relación con un hombre casado; no le gustan los líos: es de
Filadelfia. Mary yo salimos otro día. Sorprendidos por una tormenta, nos
refugiamos en el Planetario y ataviada de lluvia la encontré tan atractiva que
la hubiera tendido sobre cualquier cráter como un alienígena pervertido. Por
supuesto no le hablé de Tracy. Para librarme de ésta la animé a irse a Londres
a estudiar Arte Dramático; yo no podría acompañarla porque soy alérgico al té y
me dan vértigo los autobuses de dos plantas.
Ahora hasta Yale, que
no quiere hacer daño a su esposa, me anima a salir con Mary. Reconozco que ella
tiene el equilibrio emocional de Silvia Plath, pero la quiero. Me pregunto qué
pasará cuando les presente a Mary a Yale y Emily, para salir los cuatro igual
que con mis anteriores parejas. Esto se parece cada vez más a una película de
Woody Allen; este tipo de cosas solo pueden pasar en la la ciudad que soy y amo,
Nueva York, y sobre todo en esta tramoya de mis tramas y traumas que es
Manhattan, Manhattan, Manhattan.
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