Si mi clarividencia
para anticipar el futuro y detectar hasta el último fantoche del mundo ultraterreno
no hubieran hecho de mí, Madame Paravicini, la más renombrada médium y pitonisa
de Roma, pensaría que yerro en mi convicción de que el tal Henri Beyle, ese
oscuro vicecónsul de Francia en Civitavecchia, será inmortal.
Me lo cruzo cada tarde
en el paseo del puerto, cuando salgo de mis aposentos camino de algún palacio
donde se requieran mis contactos con el más allá y él se dirige a su despacho
en la legación. Ya resulta penoso ver de lejos su oronda levita remolcarse
contra las salpicaduras de las olas, la bufanda revoloteando a la brisa
glacial. A cada paso parece envejecer, y su cuello acortarse entre los
protuberantes hombros. A modo de saludo se sujeta un ala de cuervo del
sombrero. Hunde los ojos, tan separados como los de un caballo y enmarcados por
esas patillas de bonachón que desembocan en la zafia sotabarba, y no puede
dejar de lucir la estolidez de su maxilar, el flácido aburrimiento de sus
mofletes y la tristeza pudibunda de la boca. Si me vuelvo, veo su espalda
encorvada alejarse con andares de palmípedo hacia el horizonte encrespado de
Civitavecchia y hacia un futuro de expedientes sellados, partidas en el casino
y arduas digestiones. En resumen, la insignificante estampa de un patán
embotado por la inercia.
Y sin embargo, agraciada no solo con el don de invocar espíritus sino también con el de distinguir las fugaces figuras que se sustancian en torno a la testa de
los hombres, atisbar en esa bruma donde se trasparecen sus recuerdos, deseos o
fantasías, estoy segura, aunque ignore el motivo, de que ciertas estampas que
se trasparentan en esa niebla harán de ese mustio quincuagenario el hombre más
célebre de nuestro tiempo.
Ya me he informado en
umbrales y estrados de las peculiaridades de su carácter. De espíritu frívolo y
costumbres ateas, solo la impía Francia ha podido incluirlo en su embajada en
los Estados Pontificios. De semejante descreído estrujaré burla en vez de dinero si le hago saber mi halagüeña predicción. Varios mayordomos me han
hecho saber que en los salones intenta brillar con anécdotas de su pasado que acaban por iluminar su torpeza.
De su juventud como
subteniente de dragones provienen los nevosos paisajes escarpados y campiñas
meridionales que como lienzos a veces se despliegan sobre su pelo de caracoles. Serán los recuerdos de su paso por los Alpes y sus marchas por la
Toscana. Otras veces son óleos y frescos renacentistas los que en el aire se
difuminan a su paso, como testimonio de su afición a la pintura. La cual solo ha aprovechado para plagiar una monografía sobre pintores
italianos. También suelen materializarse, para al poco desvanecerse en esa
instantánea estela de niebla, los escenarios de los mejores teatros de Europa. Parece que sus autores de ópera y teatro favoritos son Mozart, Cimarosa y Shakespeare, unos desconocidos que en ninguna época serán apreciados.
Las tardes soleadas se
le pintan alrededor múltiples figuras femeninas que lo transfiguran de alegría
y tristeza. Se corresponden a las diez o doce amantes que ha querido sin ser
del todo correspondido y aún le hacen muy feliz, pero también infeliz. Contemplándolas, el
desgraciado pone cara de poeta o borracho, y muy pronto también estas imágenes
se diluyen como pinturas corroídas por la humedad.
Sin embargo, hay
ciertos fantasmas que algunos días se le corporeizan en torno y se concretan
con una nitidez y un esplendor de la que carecen no solo las efigies de sus
odiados padre y tía, sino la de sus mejores amigos y hasta la de su adorado
Napoleón aquella fría mañana que pasó revista a los dragones a orillas de un
riachuelo helado. Estas imágenes se me revelan tras un imperceptible aleteo en
el aire, una agitación que estremece toda la atmósfera del paseo y a él le
colorea las mejillas y le anima los ojos con una inédita vivacidad. Me refiero,
entre otras, al fantasma de un serio y agraciado joven que lee a hurtadillas en
el rechinante aserradero de una pequeña ciudad montañosa, al mismo que en un
banco ahora coge secretamente de la mano a una dama en un jardín nocturno,
luego cabalga marcial una yegua árabe engalanado con un uniforme de gala de
charreteras amarillas, y sucesivamente se desmaya en un seminario de austeras bóvedas, escala
el balcón iluminado por una cálida luz de un palacio donde lo aguarda una joven,
y acaba disparando en una iglesia a la dama cuya mano había asido. En todos
estos cuadros vivos predominan dos colores: el rojo pasión y un negro fúnebre.
Los colores de la ruleta y de la vida.
A diferencia de las
otras, ninguna de estas escenas se difumina, y aunque ignoro a qué época de la
vida del vicecónsul pertenecen (¡es imposible que él fuera ese joven tan
apuesto!) ni qué clase de mérito suponen por su parte para alcanzar tamaño
premio, me consta que, más allá de la ruleta, le harán ganar “la lotería de la
inmortalidad”.
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