El arabesco en el paso,
una tirita en la mejilla y el fracaso como un glaciar que se le derrite desde
las pupilas zafiro turbio para volver a solidificarse en las ojeras, el cuarentón
se escora hacia el bar de Sunset Boulevard como un velero descuadernado hacia
el puerto. El pelo rubio ceniza y el enfermo traje de alpaca conocieron mejores tiempos. Lo reciben las carcajadas de un corro de actores, y
a sus espaldas un productor se escabulle para evitarlo. Él ya
sabe que su trabajo de guionista barato promueve piedad e irrisión.
El quinto (¿o sexto?)
Old Fashioned de la tarde –tampoco este barman sabe prepararlos como los de
antes- le insinúa en el oído, bajo esta música de moda, una de las
románticas canciones de Gerswin que en aquellos
bailes de Princeton al aire libre se enamoraban de la brisa, cuando con el nivel de las botellas bajaban
las luces de los farolillos y como estrellas fugaces los deseos relampagueaban
en una penumbra propicia a los besos que naufragaban a orillas del alba. Fue
una época que vivió y describió en su primera novela.
En una de aquellas
fiestas conoció a la mujer de su vida, que un amanecer se adelantó desde el
estrado como una diosa antigua recién salida del mar. Para él ella fue la
gloria y después el tormento, la rosa y el invierno, la lluvia y la sequía. La
llamó Nicole en otra novela que transcurría en la Riviera, en París, en Suiza. De
las mansiones de Cannes a las clínicas mentales de Zurich. El protagonista,
Dick, era un psicoanalista cuya propia psiqué terminaba rayada por la piedra de
la locura de su esposa y paciente. Cuando se palpó el bolsillo para asegurarse
de que podía pagarse otro Old Fashioned, le crujió la carta recién recibida del
sanatorio de Berna.
Aquel Dick era tan
romántico como este otro personaje que ahora se le transparenta en el ambiente
del local, el millonario que misteriosamente se había labrado una fortuna de la
nada para ponerla a los pies de Daisy, una mujer que no lo merecía, aunque
ninguna hubiera estado a la altura de los sueños de él, cuya espuma se
derramaba fúlgida como la del champán.
Ve en el espejo de la
barra el revoloteo de una mariposa que ha entrado por el resquicio del
ventanal; es blanca y con lunares azules y dorados, y vuela tan tenue y grácil
y maravillosa que parece imaginaria. Mientras escribía aquellas novelas aún
gozaba de la juventud y el éxito como para tolerar toda la ginebra y la felicidad
posibles. Menos aquella vez que tuvo que pedirle al chófer que se detuviese y
corrió a una esquina a llorar porque había comprendido que ya nunca, nunca,
sería tan feliz como entonces.
En su particular crack
ardió el decorado de su fantasía y las palabras se le hundían entre las teclas
de la máquina de escribir. Quizá por el humo de los cigarrillos la mariposa se
posa en el cuero rojo de un taburete, se aletarga y permanece inerte, acaso
muerta. El aliento de la brisa le inspira por la cristalera la idea de escribir
sobre Irving Thalberg, el último magnate de Hollywood. Un personaje que será
otro romántico incurable, como él mismo, que ya anota ideas en una servilleta
de papel. La mariposa agita las alas, asciende y sus alas vuelven a encender el
ambiente de maravillas.
Él no sabe que aunque
la novela se publicará –incompleta- nunca podrá ver su nombre inscrito en la
portada: Francis Scott Fitzgerald.
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