martes, 4 de junio de 2013

EL ÚLTIMO ROMÁNTICO




El arabesco en el paso, una tirita en la mejilla y el fracaso como un glaciar que se le derrite desde las pupilas zafiro turbio para volver a solidificarse en las ojeras, el cuarentón se escora hacia el bar de Sunset Boulevard como un velero descuadernado hacia el puerto. El pelo rubio ceniza y el enfermo traje de alpaca conocieron mejores tiempos. Lo reciben las carcajadas de un corro de actores, y a sus espaldas un productor se escabulle para evitarlo. Él ya sabe que su trabajo de guionista barato promueve piedad e irrisión.

El quinto (¿o sexto?) Old Fashioned de la tarde –tampoco este barman sabe prepararlos como los de antes- le insinúa en el oído, bajo esta música de moda, una de las románticas canciones de Gerswin que en aquellos bailes de Princeton al aire libre se enamoraban de la brisa, cuando con el nivel de las botellas bajaban las luces de los farolillos y como estrellas fugaces los deseos relampagueaban en una penumbra propicia a los besos que naufragaban a orillas del alba. Fue una época que vivió y describió en su primera novela.

En una de aquellas fiestas conoció a la mujer de su vida, que un amanecer se adelantó desde el estrado como una diosa antigua recién salida del mar. Para él ella fue la gloria y después el tormento, la rosa y el invierno, la lluvia y la sequía. La llamó Nicole en otra novela que transcurría en la Riviera, en París, en Suiza. De las mansiones de Cannes a las clínicas mentales de Zurich. El protagonista, Dick, era un psicoanalista cuya propia psiqué terminaba rayada por la piedra de la locura de su esposa y paciente. Cuando se palpó el bolsillo para asegurarse de que podía pagarse otro Old Fashioned, le crujió la carta recién recibida del sanatorio de Berna.

Aquel Dick era tan romántico como este otro personaje que ahora se le transparenta en el ambiente del local, el millonario que misteriosamente se había labrado una fortuna de la nada para ponerla a los pies de Daisy, una mujer que no lo merecía, aunque ninguna hubiera estado a la altura de los sueños de él, cuya espuma se derramaba fúlgida como la del champán.

Ve en el espejo de la barra el revoloteo de una mariposa que ha entrado por el resquicio del ventanal; es blanca y con lunares azules y dorados, y vuela tan tenue y grácil y maravillosa que parece imaginaria. Mientras escribía aquellas novelas aún gozaba de la juventud y el éxito como para tolerar toda la ginebra y la felicidad posibles. Menos aquella vez que tuvo que pedirle al chófer que se detuviese y corrió a una esquina a llorar porque había comprendido que ya nunca, nunca, sería tan feliz como entonces.

En su particular crack ardió el decorado de su fantasía y las palabras se le hundían entre las teclas de la máquina de escribir. Quizá por el humo de los cigarrillos la mariposa se posa en el cuero rojo de un taburete, se aletarga y permanece inerte, acaso muerta. El aliento de la brisa le inspira por la cristalera la idea de escribir sobre Irving Thalberg, el último magnate de Hollywood. Un personaje que será otro romántico incurable, como él mismo, que ya anota ideas en una servilleta de papel. La mariposa agita las alas, asciende y sus alas vuelven a encender el ambiente de maravillas.

Él no sabe que aunque la novela se publicará –incompleta- nunca podrá ver su nombre inscrito en la portada: Francis Scott Fitzgerald.                    

                                                    

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