miércoles, 27 de junio de 2012

HALCONES Y PALOMAS


Ninguna melodía rescato de las cacofonías dodecafónicas que torturan el paisaje sonoro de mi vida. Cada mañana el jefe vuelve a registrarme el maletín y después de haberme sorprendido leyendo mi Cheever pasado de contrabando, también me cachea con la burlona minuciosidad con que una y otra vez se buscan entre sí la artillería los personajes de "El halcón maltés"; el sueño de Alma me ha privado de todo cine que no sea el de terror de mis pesadillas –cómo añoro aquellas veladas fulgurantes de crímenes y pasiones–, y para colmo me estoy envileciendo con el vicio, que creía curado, de ver imprecisos partidos de fútbol, que al menos –de momento– veo en casa y en camiseta interior de tirantes, no alienado ni alineado en ninguna mugiente manada marcada al rojo.


En algo me alivió sufrir la emboscada que mi hermano confesó haberme tendido en connivencia con mi cuñada para imponerme la lectura –escucha– de su relato, ya que éste resultó tan deleznable que al menos me reconcilió con mi destino de dominante hermano mayor. El inusitado interés  literario de ella responde a la idea de reanimar su agonizante salón de belleza difundiendo el rumor de que ha logrado que de la belleza interior (¿recordáis aquel poema de Shelley, el "Himno a la belleza intelectual") dimane la exterior y de que lo hace simultaneando la aplicación de sus tratamientos con la audición de cierta música, la lectura de la mejor literatura en vez de la típica prensa rosa (¿no decía Capote que la literatura era cotilleo de altos vuelos?) –como se hacía en los refectorios de los monasterios– y la visión de cuadros y esculturas determinados.

                             

Para todo lo cual cuenta con mi consejo y el de su concuñado, el doble de Hemingway, que apenas se ha dejado ver desde que oficia como asesor artístico del mafioso del Ferrari; seguro que le aconseja qué cuadros comprar para el blanqueo de dinero.

Cuando Ramón me consultó si su relato (léase en el post anterior, o mejor, no se lea bajo ningún concepto) merecía la lectura en aquel salón –de belleza– que pretendía emular el ingenio y la elegancia de aquellos otros (como el de Madame de Staël) frecuentados por Voltaire, Chamford, Balzac o el querido Stendhal, quise ser amable y le contesté que, además de profanar el nombre de Nureyev, el cuento me parecía de un simbolismo esquemático, la enésima parábola barata en conectar la idea del amor con la de la muerte, a su vez, representada con la original metáfora de un reloj. Lo dicho, me sentía liberado de mi propia sombra, aligerado de la losa de la sospecha de que mi hermano escribiera mejor que yo.

                                

Propenso a la autocrítica desde que el pobre se casó, Ramón aceptó mi juicio con la dócil ecuanimidad del apocado marido y hermano pequeño que es, con la sumisa veneración de Eliot a Ezra Pound, y me prometió suprimir el relato de su colección, lo cual me ahorrará la lectura del resto, si es que no quiere arrojarlos todos a la papelera.

Desde luego que no me habría atrevido a ser tan sincero delante de mi cuñada, pero llevábamos un rato él y yo tendiendo sábanas en la terraza comunitaria, coartada que mi hermano emplea para fumarse sus porros lejos de la nariz inquisitiva de su consorte, por lo que aquí y allá los lienzos están chamuscados y horadados por agujeritos que parecen ojos practicados a disfraces de fantasma. Aunque ya lo embargaba la risa floja y perpleja que lo habría anestesiado del rigor de mi sentencia crítica, después de ésta no consideré el momento propicio para consultarle ciertos temas relacionados con el blog, sobre su diseño, acerca de qué burlón espíritu cibernético pudo colarme hace poco un fotograma de "Tres padrinos" en lugar de "El fugitivo", y si merecía la pena seguir con él a la vista de la depresión de sus gráficas de entradas, dignas de la macro economía hispana.

Para animarlo, lo estimulé en sus avatares sindicalistas y le transmití mi convicción de que un sindicato libertario como el suyo, más allá de convenios genéricos, debería propugnar la negociación individual de cada trabajador con su patrono.

Y allí lo dejé, en lo más alto, casi tocando la espuma de las nubes con la punta de los dedos si se empinaba un poco, abismado en sus frustraciones literarias y en los restos de un atardecer a la deriva, como Marlon Brando observaba desde la terraza el vuelo de sus palomas sobre los infernales muelles de Nueva York, precarios símbolos, aquéllas, de paz y libertad en un mundo, según "La ley del silencio", tiranizado por los gánsteres del sindicato, capaces de colgar canarios muertos del cuello estrangulado de quienes tuvieran el valor de denunciarlos, de cantar a la policía.

                    

Falaz coartada esa de ensalzar a quienes delatan a los presuntos delincuentes –basándose en que menos por menos es igual a mas– con la que el director de la película, Elia Kazan, pretendió justificar ante sí mismo por qué había delatado ante cierto comité patriótico a tantos de sus viejos camaradas, cómplices suyos en el crimen de haber sido miembros del Partido Comunista.

Aquella vieja táctica de convertir a las palomas en halcones me recordó, bajo los copos de humo que lloraban del cielo, la tendencia hoy tan de moda en alguna prensa a desprestigiar a los sindicatos –su financiación– con la excusa de la recesión; y, hablando de coartadas, patrioterismos y de esos ciertos –inciertos– medios, el florecimiento negro de hollín de banderas rojigualdas como coronas fúnebres en los nichos de las ventanas me desterró a mi exilio interior recordándome aquello que decía Samuel Johnson por boca de Kirk el apátrida en “Senderos de Gloria”, que el patriotismo es el último refugio de los canallas.

Con un pequeño esfuerzo, esta noche solo veré la segunda parte del partido.

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