Me he embrollado en
esto por casualidad, como todo lo que ocurre en la vida, sobre todo aquí, en
Los Ángeles, donde con el movimiento que tenemos nada es previsible, y más
tratándose de mí, Casey Mayo, hijo de irlandés e italiana, nacido en un autobús
entre dos estados y toda la vida un trotamundos amigo del azar, trabajando aquí
y allá para pagarme los estudios, y no digamos ahora, con una columna del
Chronicle a mi cargo y siempre al acecho de alguna noticia, de esa rara energía que las antecede, de esa claridad de
silencio que como un relámpago de escarcha anuncia en el aire la inminencia de
algún suceso.
Ya que por una vez no
había ningún tema candente, pensé escribir sobre ese símbolo de la modernidad
que es el teléfono. Así que mi compañero Al, el fotógrafo dormilón, y yo nos
plantamos de resaca en la Compañía de Teléfonos de la costa Oeste, donde la
supervisora nos estuvo mostrando la centralita donde se enhebran
todas las llamadas interurbanas de Los Ángeles. Hace años pensé escribir una
novela estructurada a partir de las llamadas que pasaba una atribulada
telefonista, pero de momento me conformaría con el Pulitzer de periodismo.
Me quedé flirteando con
una de las telefonistas entre quienes parecía muy popular un conocido mío,
Harry Prebble, que había sido retratista para el periódico en los juzgados y
ahora trabajaba para empresas de publicidad. A fin de ofuscarlo la rubia
ojerosa con la que yo conversaba me dio su número (he aquí una de las ventajas
del teléfono, propiciar las relaciones humanas), y Harry siguió requebrando a
las otras chicas. Acreditaba una fama de galán que estaba cerca de desmentir su
corpulenta figura. La verdad es que, sin nunca pertenecer a nadie ni a nada que
no sea mi columna, me identifico con esa promiscuidad suya, y buena prueba es
la agenda en la que apunté el número de la telefonista, repleta de teléfonos
junto a otros tantos nombres femeninos subrayados o no (fue el caso), y
resaltados o no (también) por uno o más signos de admiración.
Me llamaron del
periódico para entrevistar a un petulante director de cine alemán (el autor de la mítica "Metrópolis") que se había
prestado por sorpresa y me dejó sin almuerzo. La tarde también fue tan
ajetreada que cuando me deshice de todo me encontré a las puertas del Gardenia
Azul sin un plan para la noche. Así que entré para diseñar alguno a partir de
la libreta, si es que no me sobrevenía otro en su peligrosa barra, eléctrica de guiños e insinuaciones.
Al entrar en este local
la gente se deja las preocupaciones en el guardarropa y entre las flotantes
islas de las bandejas de cócteles y los arbustos tropicales, con la relajación
de la música, fluye un ambiente de frivolidad y disipación. Risas y gorjeos se
derraman con el champán. En los reservados parecen celebrarse equívocos ritos.
Y al primer conocido que vi fue a Harry Prebble, evolucionando en aquel
perverso exotismo de sofisticación y camareros chinos con la confianza de un
capo mafioso de Shanghai o Macao. Esperaba a una chica, y aunque el tipo no era
lo que se dice un caballero, no me confirmó si se trataba de la telefonista de
la mañana.
A mí me costó un par de
llamadas encontrar una pareja disponible (¡bendito teléfono!), cierta asistente
social que por suerte tenía al marido de viaje de negocios por el Este, así que
no tuve que tomarme la segunda en el Gardenia. Además, tenía que conducir
porque ella vivía en una ciudad del extrarradio.
A la mañana siguiente
Al, el fotógrafo, me recogió en el portal de una urbanización de Bay City, y
estaba yo contándole en qué ejercicios agoté la noche (tampoco soy un
caballero) cuando captamos en la emisora de la policía que había habido un
asesinato cerca de la Avenida Michigan. Ya que pasábamos a su altura, Al insistió
en renegar de su fama de dormilón y ser el primero en obtener fotografías del
caso. En el vestíbulo nos cruzamos con los camilleros portando un fornido
cadáver velado por una manta gris. Entramos un elegante ático atiborrado de
cuadros y caballetes –parecía que por el ventanal habían entrado toda una gama
de nubes-. En efecto, según mi amigo Sam Haynes, capitán de policía, la víctima era un pintor, que al filo del alba había sido golpeado en la cabeza con
un atizador mientras, según la vecina, sonaba un disco; un final digno de un
artista. Vi en el tocadiscos que se trataba del Tristán según Fürtwangler. La
asesina –pues de una mujer se trataba- había dejado el rastro de tres pistas:
un pañuelo con ribetes de encaje, un par de zapatos de ante del treinta y seis
y una deshojada gardenia azul, lo cual me hizo dar un respingo. Sobre todo en
combinación con el nombre de la víctima: ¡Harry Prebble!
Trabajo me costó
disimular mi asombro ante Sam. La policía y los periodistas coincidimos en
buscar al culpable de cualquier asesinato, pero ellos se lo entregan
al juez y nosotros los capturamos en una foto de primera plana.
Me fui directo al Gardenia
Azul, y mientras que de todos los camareros lo único que estrujé fue que la
acompañante que Prebble aún esperaba cuando salí del local era rubia, quien más me concretó
de ella fue la que menos medios de captarla tenía, la ciega vendedora de
gardenias. Entre otras cosas recordaba el sonido grave, metálico, profundo, de
la voz de la joven. En principio, eso descartaba a la telefonista, que tenía
una voz chillona.
Me puse a escribir en
la oficina, por supuesto que con mi amigo el dormilón echado en el diván.
Aquella historia tenía todos los ingredientes del éxito comercial: asesinato,
enigma y una belleza de por medio (las de esta clase siempre son guapas). Gracias a mi información privilegiada escribí el mejor
artículo sobre el caso y también ha hecho fortuna el alias que le he puesto a
la misteriosa asesina: “la Gardenia Azul”; sin querer me dio la idea el chico
de los recados. Cuando algo me obsesiona, todo cuanto percibo acaba por
referirse a eso.
Mi columna debió poner
muy nerviosa a la culpable, que veía cómo el cerco policial se estrechaba en
torno a ella… uf, veo que estoy contaminado por las frases hechas de la prensa,
así nunca escribiré nada serio. Ayer me empeñé en hacerle morder a esa mujer un
anzuelo para atraparla antes que la policía. Y fue el Gran Jefe quien, como
antes el recadero, me sugirió involuntariamente la idea de escribirle una carta
abierta ofreciéndole ayuda y comprensión bajo palabra de no entregarla a la
Ley. Se trata de una trampa para ella o un delito por mi parte, no hay
equilibrio posible, y ni yo mismo sé a qué atenerme.
Llevo horas soportando
el único inconveniente de mi idea, las decenas de llamadas de neuróticas y
bromistas que dicen ser la Gardenia Azul. Como credencial cuento con el filtro
de las características del par de zapatos, que no se han publicado, para
colgarles cuanto antes a esa legión de impostoras. ¡El teléfono! Ya sabía yo que iba
a ser crucial en esta historia, ya lo es en cualquier historia y más lo será en
el futuro, estoy seguro. Ahora vuelve a sonar, descuelgo y no necesito esperar
a que ella me diga el número y el material de los zapatos para que su tono
grave, profundo, metálico, me suene con la voz de las sirenas y de algún modo
intuya que a partir de ahora mi vida no volverá a ser la misma y ya nunca
volveré a mirar la agenda de los teléfonos. Ahora sí sé a qué atenerme: la
ayudaré.
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