jueves, 24 de mayo de 2012

EL CASO DE BENJAMIN BLACK

El estilista que dejó de ser estilita y elitista.


Lejana la plaga de entrevistas de promoción en que ya era el sosias quien siempre respondía lo mismo a diferentes preguntas, estos días leo en el autobús a ese, por desgracia, más que impostor de John Banville (el autor de “Imposturas”), doble autorizado por él, que se llama Benjamin Black. Pero no descartéis que la virulencia de mi requisitoria se deba a la abstinencia de nicotina, una vez abandonados mis maratones de tabaco rubio del trabajo a casa, a lo largo del palpitante circuito de mi asfixia.

Más que por dejar de pagar la cuota de alquiler que mensualmente me suponía el tabaco, posponer el trato de esa casera descarnada con sendas tibias cruzadas bajo la calavera, o purificarme las vías respiratorias –en el bus abarrotadas de agrios sudores o nostálgicos, estupefacientes perfumes de veinteañeras–, lo he hecho para disponer de más tiempo de lectura y ahorrarme transitar cuatro veces al día por mis grisáceos pensamientos, los harapos de mi espíritu, pues me resulta impracticable la lectura peripatética, a más de ser muy peligrosa para el mobiliario urbano, incapaz de apartarse en el último instante de ese vándalo involuntario que soy yo caminando con un libro ante las narices.

Y así, con el único riesgo de trasponer hasta la terminal de autobuses –ese acantilado del fin del mundo, según lo poco que descontando lo de Viena me aventuro fuera del barrio–, avanzo a través de “El otro nombre de Laura” (“The Silver Swan”, mucho mejor) –me doy cuenta que ahora sólo leo policiacas, quizá de más fácil aprehensión entre tantas voces y codazos–, atenazado a la barra de acero con la otra mano, hipnotizado por los pases mágicos de la prosa del estilista que logró bajarse de aquella columna donde Simón el estilita predicaba en el desierto. Entretanto los viajeros hablarán sobre la prima de riesgo y por las ventanillas se alejará el caleidoscopio de lo cotidiano-instantáneo hacia un pasado que si como de costumbre olvido el libro en la oficina será presente en el trayecto de vuelta camino de la horca, digo de casa, que me ha traicionado el título del western de Raoul Walsh que vi anoche, otra vez con el ineludible Kirk Douglas (¡decidme un mal título, siquiera mediocre, en su filmografía!).


También puede que mi devoción por la novela policial, que dirían B. B. (no Brigitte Bardot ni Benjamin Black, sino Bioy y Borges) se deba al deseo de aligerar mi oneroso estilo con la gimnasia propia del género, de modo que deje de ser ese mejunje de mediocre traductor de Mann que para ponerse a tono se distrae al paso de cualquier efebo, de Cabrera Infante impaciente por encontrar una llama para su habano y de Benet parodiándose a sí mismo bebiendo castillaza en alguna posada a orillas del Torce. Pero si es ese raudo ritmo tan típico de un Hammet o un Chandler lo que pretendía que me contagiara Benjamin Black, su realidad me ha propinado un suntuoso revés digno de Federer (muy superior a ese monocorde menorquín fatigador de la arcilla).


Porque si bien este trasunto (Black) exhibe todas las facultades del original (Banville) –la magistral integración de los ambientes en la acción, la caracterización de los personajes a través de unos gestos que acaban por desnudarles la psiqué, la miniada maravilla del último detalle descriptivo, una tempestad de metáforas sin igual–, las propias del primogénito de Nabokov que es Banville, la aportación de Black a la novela negra finca en su morosidad.

Lentitud inédita en una raza de novelas –y películas– vertiginosas por naturaleza, con tal precipitación de acontecimientos que a la centésima página de una novela de Chandler nos sorprendemos descubriendo que apenas haya transcurrido un día desde que el cliente irrumpiera en la oficina de Marlowe. Y tramas lineales las de Black, planas como una etapa ciclista sin abanicos, demasiado simples y con un culpable –ganador– previsible –el sprinter de siempre (¿seré un poquitín injusto con tal de mantener una imagen tan buena?).

Lo cierto es que proliferan los episodios demasiado estirados, los diálogos en exceso alargados, por mucho que el astuto Benjamin pretenda dinamizarlos obligando a los personajes a salir a trasegar una anacrónica cerveza en algún pub (la ambientación de los cuales es la especialidad de la casa) o a dar un desganado paseo que le permita ostentar aquello que Black el usurpador ha heredado de Banville, su impar capacidad descriptiva. Bien es verdad que hasta ahora me he limitado a la lectura de “El lémur” y de la susodicha Laura. En cuyo final Black hace pasar por tonto a su pseudo detective con tal de lograr –sin éxito– el típico vuelco final a la historia. Total, “un triste caso” como aquel cuento de su compatriota el apátrida Joyce.


Solo cabe esperar que ese tal Quirke, el protagonista de una serie que promete eternizarse, reincida en el precipicio del whisky como Holmes cayó en aquella catarata, pero que igual que éste reapareció de entre las aguas, no lo haga aquél entre los vapores etílicos. ¡Desautorice a ese impostor de Benjamin, Mr. Banville, retírele sus poderes y vuelva a ser el de siempre! ¡Ya que también usted se habrá valido de tan buen testaferro como él para multiplicar sus ingresos, recupere su nombre, resígnese a vender menos y vuelva a ser igual a sí mismo! ¡Vuelva a encaramarse a su torre como Simón el estilita (curiosa película de Buñuel)! ¡Que se destile sobre una novela no policiaca su estilo luminoso y mágico como aquella nieve del final de “Los muertos”, que incluso en la traducción de Cabrera Infante cubría el universo cayendo sobre la tumba del mejor escritor muerto (Joyce) y sobre el mejor escritor vivo (usted)!


Hum… intentemos rebajar el tono. Lo más inquietante es que he descubierto que desde que me ha dado por leer policíacas, me sigue a todas partes un tipo con cara de hurón (¿lémur?), encorvado como un buitre y de extemporánea gabardina de exhibicionista. Dilapida las horas atisbándome a través del ventanal de la oficina, salta al autobús justo antes del quejido de la puerta y cada vez que me asomo al velador su sombra se alinea en la esquina.

También abuso del western, pero en este caso la realidad precede a la ficción: será de ver tantas películas sirviendo de montura a mi hija. El de anoche, una maravilla: “Camino de la horca” (“Along the Great Divide”), otra celebración walshiana de la aventura por la aventura, rodada, al contrario de Black, con un estilo invisible que concatena las escenas a ritmo de purasangre. Con la novedad de tres precoces zooms acortando los horizontes abiertos –lejanos o de grandeza, no perdidos– del género.


Es la historia de Kirk el justiciero, que después de librar a Walter Brennan de un linchamiento, lo lleva a juicio a través del desierto (¿Arizona?). Por el lugarteniente de Kirk el huérfano, Walter sabe que cierta tonadilla le recuerda a su guardián el linchamiento de su padre y a partir de entonces no deja de canturrearla para desestabilizarlo y poder escapar, ya que Kirk el traumatizado se siente culpable de aquello. Sublimadora, catártica, freudiana, la escena en que el agonizante lugarteniente le pide delirando a Kirk que sea él quien justo entonces la cante y, en efecto, el hijo mismo entona el himno de la culpa por la muerte de su padre y así logra desencadenarse del recuerdo.



¿A que os han entrado ganas de verla? ¡Pues quizá esté a la venta en la sección de DVD de esos grandes almacenes que me da corte criticar! No tenéis más que acercaros a buscarla y, si no la han despedido ya, quizá veáis en la caja a cierta treintañera de aura infantil y delicada y falsa timidez, seria y retorciéndose un botón de la blusa, que con desorbitados ojos verdes mira cómo se le acerca tambaleándose un cuarentón cargado cual Sansón –Victor Mature rapado– de columnas y obeliscos de películas, con una cara que parece una caricatura de la suya y en la lengua la ansiedad del perro de Pavlov.

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