domingo, 20 de mayo de 2012

EL CRIMEN NO PAGA


Aunque soleados, días me trae Mayo asolados y desolados tal hoy, en que me siento tan ayuno de comprensión como Stravinsky en el estreno de “La Consagración de la Primavera” o Schubert con sífilis, desarraigado y desarrapado y desarropado el espíritu, como un extracomunitario del pensamiento, o más bien comunitario, según va la Unión Europea. ¿Tendré derecho a asistencia médica, a que me reconduzca un conductista de la Seguridad Social que para reportarme simulará rememorar conmigo el sanguinolento crepúsculo que en “Centauros del Desierto” vaticina el ataque apache al hogar de los Edwards –él sólo sabrá de Monty Clift practicando lobotomías en “De repente, el último verano” o incorporando a Freud (cuando más loco estaba Monty) según Huston– o hará que recuerda con sus falaces tarareos los primeros compases de la Sinfonía Patética?


Con nadie salvo vosotros puedo hablar de lo que más me interesa, y cuando lo intento, todo el mundo me mira de través o con los ojos achinados por la sospecha. Tomándolo quizá por advocación poética, el cartero no me devolvió el saludo que intercalé entre mis recitados de las imitaciones provenzales y chinas –estilo “Canción de la Tierra”– de Pound, y me vi con ganas de beber como “el borracho en primavera” de Mahler o Li-Po a la caza de la luna en el reflejo de las aguas que lo ahogaron.

A la entrada el jefe me registró el maletín y requisó lo único que llevaba, “Sabotaje olímpico”, una farsa de Carvalho sobre Barcelona 92. ¿Lo tomaría por un manual anti sistema al modo de los del Ché? Le noté la opaca mirada de los cornudos, Leopold Bloom para abajo; su mujer seguiría haciendo de las suyas con esa jeta Priscilla Lane por Francis Bacon, y él la tomaba conmigo. Para congraciarme con el maledicente compi de al lado le dije que era más mordaz que Thelma Ritter cuando hace de asistenta en “La ventana indiscreta” o en “Carta a tres esposas”, pero él lo único que intentaba era que le bajara la presión arterial propalando el infundio de que los cajeros planifican pagarse la boda desfalcando el banco. Y en cuanto le he perjurado a un cliente que invirtiendo en las tabacaleras americanas le iría mejor que a Gary Cooper en “Bright Leaf”, de un bufido se me ha levantado de la mesa.

Debido a quien ya supondréis, no he plegado párpado en toda la noche, y lo peor es que con la esperanza de lograrlo no he saturado mi insomnio con el sueño filmado de ninguna onírica película tipo “Jenny”, y en el futuro el recuerdo de esta noche en banco (no blanca como la de Dostoievski) no quedará retrospectivamente impregnado, no, mejor ungido, por la habitual exaltación del cinéfilo. Y para colmo sigo arrastrando el “complejo de Faulkner” y hasta hace un poco que sí que he cogido carrerilla ante la virtual hoja en blanco, me he sentido como el nobelizado novelista sureño, ilustre caballista y delirium tremens de traductores, de lectores pasivos y asistentes de Alcohólicos Anónimos, cuando lo único que en su primera semana de guionista de “Tierra de Faraones” se le ocurrió escribir fue aquello que Jack Hawkins alias Ramsés les gritaba a los esclavos al llegar a su pirámide en construcción: “Chicos, ¿qué tal van las obras?”


Y aún hay más, amigos. Y no me refiero a que ningún banco le embargara a Ramsés la pirámide, sino a que han desenmascarado al “anarquista paciente”. En efecto, a un capitoste de la empresa donde trabajaba mi hermano como programador le han mostrado un mail en el que éste intentaba refundar la TNT, digo la CNN, no, tampoco, la CNT quería decir, y lo ha despedido según ley, esto es decretazo, con cinco segundos de preaviso y una indemnización de cinco céntimos. La peor consecuencia será la conflagración de sangre y fuego en que estallará el barrio, y no por la venganza de sus inexistentes correligionarios –Sacco y Vazzetti virtuales y culpables–, sino por las profecías de plagas, infierno y condenación que en esos casos, y desde la viudez, reparte nuestra madre por las calles al estilo de aquel predicador de “Sangre sabia” (débil versión de Huston). Menos mal que a mi cuñada le va bien con su paradójico salón de belleza. Por fortuna con ella no arrastro las disensiones que con mi cuñado, ya que no nos hablamos desde que en la boda le cambié a mi hermano la corbata Pierre Cardin por un pañuelo rojinegro que insistí era milanista y no anarquista. De todos modos me temó que será del Inter, del Inter de Mourinho.

A mamá la conformaremos con el nuevo trabajo de mi hermana, como sabéis, otra enferma terminal del celuloide. Y es que desde anteayer ha cumplido su viejo sueño de acceder al mundo del cine: provisionalmente, ha obtenido un puesto de dependienta en la sección de DVD unos grandes almacenes. Sí, me da Corte nombrarlos, son aquellos que según ella misma ningún medio de comunicación se atreve a cuestionar porque sus anuncios representan el no sé cuantos por ciento de su facturación publicitaria. Y ya es Primavera en mi vida porque infiltrada en el enemigo como Carol Lombard en “Ser o no ser”, cuando sólo esperaba hacer tiempo y algo de dinero mientras recibe la improbable llamada de otra emisora, ha descubierto un medio de sabotear al enemigo –esa metáfora hispana del capitalismo– y distraer varios DVD sin pasar por caja. Por supuesto, yo he sido el cómplice de la operación. Y ahora que caigo: ¿Qué fatales cromosomas de la rebeldía y la destrucción estamparon su impronta en los genes de los tres hermanos como las marcas de la ganadería de John Wayne en “Río Rojo”, que iba de una estampida en otra? Como hubieran dicho Oscar Wilde o Thomas de Quincey (otra vez citando las citas de Borges), ¿qué clase de asesinatos en serie habremos perpetrado como delincuentes juveniles si en la mediana edad llegamos al extremo de robar ya sabéis dónde invendibles películas de los años cuarenta con subtítulos ilegibles?


Ayer ejecutamos la primera entrega. Me acerqué cual vergonzante arrendador de cine porno a la soledad de su caja, donde sonriéndome como Audrey Hepburn en “Róbame un milloncito”, trémula y más frágil que nunca en un uniforme que la devolvía a la época de las monjas (aléjate, espíritu de Henry Roth), me pasó por el dispositivo eléctrico ocho películas que ella había elegido y simuló facturarme tecleando con el descuido aparente de un intérprete de Stockhausen. Así la bolsa y mientras salía, el vértigo en el esófago, me apresuré a ver los títulos: la decepción me atenazó el espinazo. Con los nervios de Marnie la ladrona, mi hermana había arrebatado horripilantes obras, por añejas que fueran. Léase (pero no se vean): “99 River Street”, “Las Campanas de Santa María”, “Mar de hierba”, “Pasaje a Marsella”, “The Painted Veil” “All through the night”.

Y las dos que desconocía también resultaron fiascos: “Romance”, anodino film lastrado por su pasado teatral en el que, eso sí, una portentosamente remasterizada Greta Garbo, transfigurada por una exaltante luz estilo CartierBresson en vena, tal y como hubieran querido Zelnik o Dios Padre para las apariciones de Lourdes (Jennifer Jones es la aparición de “La Canción de Bernadette”), como una vidriera en blanco y negro –y no polícroma– figurando a una Santa Juana que no sea de Premminger al crepúsculo del rosetón de esas iglesias que estudiaba Proust a través del Gótico francés… película en que, os decía –mil perdones, pero como todo neurótico sabe una cosa lleva a la otra–, Greta Garbo vuelve a deplorar que ella no disfrutó, como Marlene, de la apoteósica servidumbre de quien la soñó: Von Sternberg, sino del trato simplemente correcto, educado –edulcorado–, de Clarence Brown. Y además de lacrimógeno el guión demuestra que, recién iniciado el sonoro, los autores apenas balbuceaban.


En cuanto a la otra, era casi peor: “Mi hijo Edward”, de un George Cukor falsificado o recién abandonado por algún joven al borde de cualquier piscina hollywoodiense. Lo único bueno es que el tal Edward nunca llega a vérsele la jeta, pero no porque sea objeto de una caracterización en ausencia como la de Harry Lime, sino porque en todo caso no hubiéramos estado encantados de conocerlo.


Incluso actores como Deborah Kerr (ridícula y alcohólica por culpa de su hijo Edward: debería haber sido al revés o mutuo) y Spencer Tracy (que en la vida real no necesitaba excusas para amistarse con cualquier botella) reniegan de sí mismos. Por una vez olvidaron que la mejor manera de no desmentir su fama de buenos actores consistía en permanecer inexpresivos y no arquear ni la fatídica ceja de Victor Mature –quien al negársele la entrada a un club en que no se admitía a los actores, esgrimió el fajo de periódicos en el que se negaba que fuera tal cosa.

Total, un desastre lo de mi hermana. Como dicen los detectives al final de las películas de gánsteres, ante los inertes mocasines de James Cagney asomando de alguna manta, “el crimen no paga”.

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