Los más jóvenes no recordaréis
cómo era Nueva York durante la presidencia de Harding: el traqueteo de las
carretas de lecheros y vendedores ambulantes entre el hormigueo de la gente;
las voces puntiagudas de los vendedores de periódicos o de los italianos desde
los puestos de fruta contrapunteando las notas eufóricas del organillo, que
ascendían hacia la ropa tendida entre las escaleras de incendios; los charcos y
el barro de las carreteras sin asfaltar formando surcos color chocolate entre
las bostas de los caballos. Y deslizándonos entre ese bullicio, aquel magma de
animación y vida, no faltábamos los rapaces de entonces, vagos golfillos sucios
y desarrapados que agotábamos los días eternos en travesuras y rapiñas. Yo,
Rocky Sullivan, era uno de los más osados cachorros de la avenida.
Huérfano de madre por
culpa de la gripe y con papá en la cárcel, dormía en la cocina de unos vecinos
y en todo el día no conocía más techo que el del cine ni otros maestros que los
borrachos de los callejones; gastaba las horas rodando por el barrio como un
salvaje en la selva. Mi mejor compinche era Jerry, un pillo que también tenía
doce años. Nos dedicábamos a burlarnos de los polis, colarnos en los cines y a
provocar a las chicas, sobre todo a Laury, mi preferida y a la que más me
gustaba hacer rabiar, quizá porque aún no estábamos en edad de salir juntos.
Pero sobre todo robábamos.
Lo hacíamos en el mercado y los almacenes, en los drugstores o las ropavejerías.
Solo nos faltaba hurtarle la colecta al Padre Boyle. Los centavos que por todo
aquello nos pagaba el buhonero los gastábamos en cigarrillos y chucherías. Un día
a Jerry y a mí se nos ocurrió pasarnos por la terminal de los trenes de
mercancías a ver si podíamos afanar unas bolsas de carbón, y nos encontramos con
un vagón lleno de estilógráficas suizas. Fue forzar la compuerta y
sorprendernos el vigilante. Llamó a un policía y nos persiguieron entre los vagones
y a través de los raíles y del miedo, me torcí un tobillo y, el corazón en la
boca, me atraparon al intentar saltar una valla.
Jerry sí se escabulló
pero a mí me condenaron a tres años de reclusión en el reformatorio Warrington.
Aunque por una vez tenía la comida asegurada, como un cachorro de león en el
circo, me agobiaba no poder mezclarme en la corriente de vida de la calle, verme
segregado del inagotable fluir, como un río caudaloso, de cualquiera de las
avenidas donde brillaba la espuma de lo fugaz y lo imprevisible, o rompían las
cataratas del peligro.
De visita, Jerry se
ofreció a entregarse para que yo no cargara con toda la culpa, pero lo disuadí,
no por generosidad, sino para que se cumpliera la ley de la calle. ¿Hay algún
león que en la selva se entregue al cazador? Justo allí se bifurcaron el camino
de Jerry y el mío, al punto de que ahora, quince años después, él es el
sacerdote de la parroquia, el sucesor del Padre Boyle, y yo llevo camino de
convertirme en el rey de las calles, el gángster más poderoso de Nueva York, el
león de la ciudad.
Volviendo al pasado, en
el reformatorio me condenaron a tres años más por romperle la pierna al
director, que se empeñaba en que yo no guardaba la línea de la fila, y mi
siguiente condena, de cuatro años y seis meses por contrabando de alcohol, la
cumplí en San Quintín porque ya tenía edad suficiente. Entretanto, en la banda
de Matteotti me respetaron la dirección del distrito norte, y a los dos años ya
había desbancado yo al mismo Matteotti y organizado tres destilerías
clandestinas en la ciudad. Ojalá al gobierno se le hubiera ocurrido ilegalizar
también el tabaco o hasta el aire de Central Park.
Una noche granicé el
ventanal del restaurante de los Baretti para confirmarles que me quedaría con
la explotación de la mitad de sus calles, y aunque al día siguiente me detuvo
la policía me tuvieron que soltar por falta de pruebas. Podía pagarme los
mejores abogados y me asocié al que me salvó del apuro, Frazier, un ingeniero
de las leyes capaz de saltárselas gracias a los provisionales puentes que
tiende entre ellas, tan sutil que se desliza como una culebra entre los
renglones y márgenes de las páginas del Código Penal.
Con Frazier abrí un
casino y sala de fiestas que camuflando los beneficios del tráfico de alcohol
los multiplicara, de modo que en pocos meses reunimos ochocientos mil dólares.
Pero después de otra batalla de la infinita guerra de bandas volvieron a atraparme.
Esta vez encontraron mis huellas en una ametralladora, y lo mínimo que Frazier
pudo obtener del fiscal fueron tres años de condena. Frazier me pidió que los
asumiera con tal de que dejaran de escarbar en los cimientos de nuestro
entramado, y en la inteligencia de que él seguiría con un negocio que no ha
dejado de prosperar, y que cuando me pusieran en libertad, ahora, la mitad del
emporio sería mía.
Así que por fin ha
dejado de girar para mí la rueda de la rutina de la cárcel: las pesadas tareas
del taller, las comidas insípidas, los paseos en el patio. Lo primero que he
hecho ha sido venir al barrio después de quince años de ausencia. Todo sigue
igual salvo que ahora los autos han sustituido a los caballos; los relinchos ya
son cláxones. Voy a entrar a la iglesia a saludar a Jerry. Aunque en todos
estos años no hemos vuelto a vernos y hace mucho que dejamos de escribirnos, en
seguida recobraremos la confianza; las semillas que se plantan en la infancia
nunca dejan de germinar.
No paro de mirar a las
chicas intentando reconocer a Laury, aquella pelirroja a la que tiraba del
pelo. Por estas calles al fin vuelvo a oír mis pasos, los del pasado y los del presente; necesitaba nutrirme de
las voces abigarradas de mi gente y de los colores en movimiento de mi ambiente
antes de presentarme en el estirado local del maquiavélico Frazier… su local y
mío, quiero decir. ¿Cómo no me va a poner objeciones en cederme la mitad si yo
mismo lo considero suyo? Ningún león regala la mitad de su presa.
Por doquier veo
chavales que me recuerdan al que yo fui hace quince años. Gracias a ellos puedo
detectar entre la algarabía del presente el eco de mis correrías de antaño.
Ahora incluso uno se topa conmigo; se me parece tanto que podría haber sido yo
mismo en los viejos tiempos. En el bar me han dicho que Jerry ha creado un
lugar de recreo para que los chavales no se conviertan en los golfillos que
éramos y con el tiempo no lleguen a ser lo que yo. El león de las calles.
Solo que por aquí los
leones no son especie protegida. Incluso me han robado la cartera: habrá sido
ese chico de antes, el Rocky de los viejos tiempos, el que me también me robó
la posibilidad de una vida larga, tranquila y feliz.
Me gusta la idea del blog. Me pasaré a menudo por aquí. Saludos ;)
ResponderEliminarEncantado, Luis, siempre serás bien recibido!
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