martes, 28 de mayo de 2013

MY FAIR LADY




                            

Maldita sea, si como a todos les parece la empresa es inviable y en el baile de la embajada descubren que Eliza no es una dama de alcurnia, resultará cierto que en el fondo estoy chiflado por ella y que sin saberlo he aceptado el reto con tal de estar junto a Eliza, y eso sería muy peligroso para un solterón vocacional como yo. Entonces, en esta apuesta me juego mucho más que el prestigio o el mero dinero, nada menos que la tranquilidad y la independencia de mi edad madura.

Pero no puede ser, lo fascinante es el reto en sí, enseñar en seis meses a hablar y cómo comportarse en la más distinguida sociedad a esta criatura ordinaria, mísera, maleducada, una hija del arroyo acaso devota del alcohol y amiga del tabaco, inútil para todo salvo para demostrarle al mundo que yo soy el mejor lingüista de la historia. Una labor que ya me absorbe día y noche, dando plenitud y hondura a unas horas que antes se arrastraban grises y livianas como hojas de otoño, pero que ahora florecen con el profundo misterio de las rosas que la propia Eliza vendía en el Covent Garden: enseñar modales a Eliza, hablar con Eliza, vestir a Eliza, hacer vocalizar a Eliza, y ya está bien de tanto nombrar a Eliza porque me paso el día con… ella o, lo que es peor, pensando en Eliza… y eso puede acarrear consecuencias fatales, acaso una ceremonia casi tan nefasta como un entierro…

Eso es, lo interesante es el desafío, y no ella, que por sutil y delicada que la esté tallando el cincel de mis sabiduría, por tierna y tenue que resulte, aunque tenga esos pómulos tan poéticos y se le ahonden esos irresistibles hoyuelos en las mejillas, después de todo, intento recordar, solo es una vástaga del vicio y la molicie de los barrios bajos, una rosa –puede ser- pero nacida del estiércol y la corrupción de sus ancestros, y que solo con mi abono florecerá. Casi hubo que descostrarle con una espátula la mugre cuando Mrs. Pearce, mi ama de llaves, logró sumergirla en la bañera.

Pero bien mirado, mi vida no era tan árida, sino casi tan apasionante como ahora; no en vano llegué a escribir el Alfabeto Higgins, disipaba, quiero decir, aprovechaba todo mi tiempo en la Fonética –oyendo grabaciones dialectales o leyendo monografías menos interesantes que las mías-, y hasta realizaba estudios de campo por las calles, apuntando en una libreta las transcripciones fonéticas de los más variopintos ciudadanos. Por el habla soy capaz de ubicar en un radio de dos millas el paradero de cada londinense.

La otra noche, a la salida del teatro, al detectar un curioso acento de Lisson Grove, me aposté como un cazador tras una columna del pórtico para transcribir su extravagante pronunciación. La hablante resultó la andrajosa florista que hoy en día se aloja en una habitación de mi propia casa. Al principio me tomó por un policía anotando furtivamente sus injurias contra un lechugino que acababa de arrojarle a un charco su cesto de flores, y luego su oferta de venta floral –que ese imaginario sargento podría tomar por insinuación de prostituta- a un atildado y otoñal caballero que por su acento ubiqué procedente de Harrow, Cambridge y del norte de la India. En seguida colisionamos la chica y yo, como corresponde a una asesina del idioma y al mejor guardaespaldas del mismo.

Con lo ecuánime y educado, paciente y gentil que es mi carácter, el propio de un tipo maduro, reflexivo y amable cuya sangre fluye plácida por sus venas (en resumen, el caballero ideal para enseñar buenos modales), esta golfilla siempre logra precipitármela en una tempestad de cólera. Les hice saber tanto a ella como al provecto caballero, que no dejaba de asentir, que alguien con un inglés tan rudo como el de ella estaba condenada a pulular por las esquinas de la pobreza, que el lenguaje determina el futuro del hablante y que si yo tuviera la veleidad de enseñarle a hablar, su suerte se agraciaría con el rango de doncella de una familia noble o encargada de una floristería.

Tanto me daba la razón el caballero y se reveló tan nítida nuestra comunidad de intereses que incluso antes de presentarnos respectivamente descubrimos que él era el capitán Pickering, el segundo mejor lingüista vivo, y yo el profesor Higgins, el más grande: lo había demostrado él viniendo a Inglaterra para conocerme antes de que a mí se me ocurriera embarcarme a la India para conocerlo a él. Le rogué que aceptara mi hospitalidad y ya nos íbamos, charlando sobre las ciento cuarenta y siete lenguas vernáculas de la India, cuando ella impidió que la olvidara reclamándome una indemnización por el accidente, y con tal de que me dejara en paz le concedí una espléndida propina. Pero no sería tan fácil desembarazarme de Eliza Doolitle. Solo había comenzado este paraíso infernal.

De hecho a la mañana siguiente se plantó en casa mientras el capitán y yo agotábamos mis grabaciones y distinguíamos matices de vocales abiertas en mi estudio. Aquella mocosa que a duras penas logró hacerse presentar al mayordomo, otra sucia y desgreñada nieta de la cloaca que venía tocada con un chambergo de ropavejero y chillones ropajes raídos, desarrapada como una bruja novata, pretendía nada menos que una eminencia como yo accediera a instruirla, y para colmo se creía capaz de pagarme unos dignos honorarios. Entonces supe que tenía la facultad de desquiciarme.

En su ánimo había prendido la ilusión de ser dependienta o emplearse en una floristería –hasta aquí lógico-, pero creía que mi generosidad de la víspera se debía a que yo estaba achispado y que me convendría reparar el gasto con los emolumentos que me pagaría. ¡Aquello era irritante! Liza lograba que se electrizara el manojo de cables de mis nervios a punto de cortocircuitarse. Y de repente le rugí que se sentara: me había saltado la chispa de aquella idea que había concebido la noche anterior. El capitán me dio el último impulso: apostó todos los gastos del experimento a que yo no conseguiría hacer pasar por duquesa a Eliza en el baile de la embajada. Y lo más grave es que él deseaba perder; estaba más entusiasmado que yo.

Que Eliza no estuviera casada (¡menos mal!) ni que sus padres se ocuparan de ella allanaba las dificultades respecto a su alojamiento aquí. Tras otra serie de encontronazos y disputas con la susodicha, y hasta una discusión con Pickering y Mrs. Pearce respecto a la responsabilidad que yo contraía al inmiscuirme en la vida de Eliza, el ama de llaves la condujo a la bañera como si fuera al patíbulo. Una caja de bombones había decidido a la fierecilla a someterse a la prueba a cambio de la manutención y la ropa. Fácilmente me convencí de que me era indiferente lo que fuera de Eliza una vez coronado el experimento.

Y en pleno aprendizaje se halla ahora, y yo con mis rutinas en total desbarajuste, arrepentido pero también orgulloso de arriesgar mi prestigio de docente y mi tranquilidad de ánimo por esta perezosa que en una semana aún no ha aprendido ni a pronunciar las vocales y me hace mostrar el lado más agrio de mi carácter, convirtiéndome por su perniciosa influencia en intolerante y saturnino, rabioso y sombrío, obligándome a renunciar a mi estudiosa existencia por el continuo conflicto de su exasperante presencia, y arriesgando mi resolución de nunca entrometerme con ninguna mujer, y menos con la incorregible, caprichosa e insoportable cuyo nombre no puedo dejar de pronunciar, Eliza, Eliza, Eliza…       

                                                                                                                                                                   

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