Maldita sea, si como a
todos les parece la empresa es inviable y en el baile de la embajada descubren
que Eliza no es una dama de alcurnia, resultará cierto que en el fondo estoy
chiflado por ella y que sin saberlo he aceptado el reto con tal de estar junto
a Eliza, y eso sería muy peligroso para un solterón vocacional como yo.
Entonces, en esta apuesta me juego mucho más que el prestigio o el mero dinero,
nada menos que la tranquilidad y la independencia de mi edad madura.
Pero no puede ser, lo
fascinante es el reto en sí, enseñar en seis meses a hablar y cómo comportarse
en la más distinguida sociedad a esta criatura ordinaria, mísera, maleducada,
una hija del arroyo acaso devota del alcohol y amiga del tabaco, inútil para
todo salvo para demostrarle al mundo que yo soy el mejor lingüista de la
historia. Una labor que ya me absorbe día y noche, dando plenitud y hondura a
unas horas que antes se arrastraban grises y livianas como hojas de otoño, pero
que ahora florecen con el profundo misterio de las rosas que la propia Eliza
vendía en el Covent Garden: enseñar modales a Eliza, hablar con Eliza, vestir a
Eliza, hacer vocalizar a Eliza, y ya está bien de tanto nombrar a Eliza porque
me paso el día con… ella o, lo que es peor, pensando en Eliza… y eso puede acarrear consecuencias fatales, acaso una ceremonia casi tan
nefasta como un entierro…
Eso es, lo interesante
es el desafío, y no ella, que por sutil y delicada que la esté tallando el cincel de mis sabiduría, por tierna y tenue que resulte, aunque tenga esos
pómulos tan poéticos y se le ahonden esos irresistibles hoyuelos en las
mejillas, después de todo, intento recordar, solo es una vástaga del vicio y la
molicie de los barrios bajos, una rosa –puede ser- pero nacida del estiércol y
la corrupción de sus ancestros, y que solo con mi abono florecerá. Casi hubo
que descostrarle con una espátula la mugre cuando Mrs. Pearce, mi ama de
llaves, logró sumergirla en la bañera.
Pero bien mirado, mi
vida no era tan árida, sino casi tan apasionante como ahora; no en vano llegué
a escribir el Alfabeto Higgins, disipaba, quiero decir, aprovechaba todo mi
tiempo en la Fonética –oyendo grabaciones dialectales o leyendo monografías
menos interesantes que las mías-, y hasta realizaba estudios de campo por las
calles, apuntando en una libreta las transcripciones fonéticas de los más
variopintos ciudadanos. Por el habla soy capaz de ubicar en un radio de dos
millas el paradero de cada londinense.
La otra noche, a la
salida del teatro, al detectar un curioso acento de Lisson Grove, me aposté
como un cazador tras una columna del pórtico para transcribir su extravagante
pronunciación. La hablante resultó la andrajosa florista que hoy en día se aloja
en una habitación de mi propia casa. Al principio me tomó por un policía
anotando furtivamente sus injurias contra un lechugino que acababa de arrojarle
a un charco su cesto de flores, y luego su oferta de venta floral –que ese
imaginario sargento podría tomar por insinuación de prostituta- a un atildado y
otoñal caballero que por su acento ubiqué procedente de Harrow, Cambridge y del
norte de la India. En seguida colisionamos la chica y yo, como corresponde a
una asesina del idioma y al mejor guardaespaldas del mismo.
Con lo ecuánime y
educado, paciente y gentil que es mi carácter, el propio de un tipo maduro, reflexivo
y amable cuya sangre fluye plácida por sus venas (en resumen, el caballero
ideal para enseñar buenos modales), esta golfilla siempre logra precipitármela
en una tempestad de cólera. Les hice saber tanto a ella como al provecto
caballero, que no dejaba de asentir, que alguien con un inglés tan rudo como el
de ella estaba condenada a pulular por las esquinas de la pobreza, que el
lenguaje determina el futuro del hablante y que si yo tuviera la veleidad de
enseñarle a hablar, su suerte se agraciaría con el rango de doncella de una
familia noble o encargada de una floristería.
Tanto me daba la razón
el caballero y se reveló tan nítida nuestra comunidad de intereses que incluso
antes de presentarnos respectivamente descubrimos que él era el capitán Pickering, el segundo
mejor lingüista vivo, y yo el profesor Higgins, el más grande: lo había
demostrado él viniendo a Inglaterra para conocerme antes de que a mí se me
ocurriera embarcarme a la India para conocerlo a él. Le rogué que aceptara mi
hospitalidad y ya nos íbamos, charlando sobre las ciento cuarenta y siete
lenguas vernáculas de la India, cuando ella impidió que la olvidara
reclamándome una indemnización por el accidente, y con tal de que me dejara en
paz le concedí una espléndida propina. Pero no sería tan fácil desembarazarme
de Eliza Doolitle. Solo había comenzado este paraíso infernal.
De hecho a la mañana
siguiente se plantó en casa mientras el capitán y yo agotábamos mis grabaciones y distinguíamos matices de vocales abiertas en mi estudio. Aquella mocosa que a
duras penas logró hacerse presentar al mayordomo, otra sucia y desgreñada nieta
de la cloaca que venía tocada con un chambergo de ropavejero y chillones
ropajes raídos, desarrapada como una bruja novata, pretendía nada menos que una
eminencia como yo accediera a instruirla, y para colmo se creía capaz de
pagarme unos dignos honorarios. Entonces supe que tenía la facultad de
desquiciarme.
En su ánimo había
prendido la ilusión de ser dependienta o emplearse en una floristería –hasta
aquí lógico-, pero creía que mi generosidad de la víspera se debía a que yo
estaba achispado y que me convendría reparar el gasto con los emolumentos que
me pagaría. ¡Aquello era irritante! Liza lograba que se electrizara el manojo
de cables de mis nervios a punto de cortocircuitarse. Y de repente le rugí que
se sentara: me había saltado la chispa de aquella idea que había concebido la
noche anterior. El capitán me dio el último impulso: apostó todos los gastos
del experimento a que yo no conseguiría hacer pasar por duquesa a Eliza en el
baile de la embajada. Y lo más grave es que él deseaba perder; estaba más
entusiasmado que yo.
Que Eliza no estuviera
casada (¡menos mal!) ni que sus padres se ocuparan de ella allanaba las
dificultades respecto a su alojamiento aquí. Tras otra serie de encontronazos y
disputas con la susodicha, y hasta una discusión con Pickering y Mrs. Pearce
respecto a la responsabilidad que yo contraía al inmiscuirme en la vida de
Eliza, el ama de llaves la condujo a la bañera como si fuera al patíbulo. Una
caja de bombones había decidido a la fierecilla a someterse a la prueba a
cambio de la manutención y la ropa. Fácilmente me convencí de que me era
indiferente lo que fuera de Eliza una vez coronado el experimento.
Y en pleno aprendizaje
se halla ahora, y yo con mis rutinas en total desbarajuste, arrepentido pero
también orgulloso de arriesgar mi prestigio de docente y mi tranquilidad de ánimo
por esta perezosa que en una semana aún no ha aprendido ni a pronunciar las
vocales y me hace mostrar el lado más agrio de mi carácter, convirtiéndome por
su perniciosa influencia en intolerante y saturnino, rabioso y sombrío,
obligándome a renunciar a mi estudiosa existencia por el continuo conflicto de
su exasperante presencia, y arriesgando mi resolución de nunca entrometerme con
ninguna mujer, y menos con la incorregible, caprichosa e insoportable cuyo
nombre no puedo dejar de pronunciar, Eliza, Eliza, Eliza…
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