Mi único problema es
que no aprendo de la calle, desaprovecho las ventajas de ser huésped de las
esquinas, y como les ocurre a esas esposas que ignoran que sus maridos vienen
con chicas con yo, me fío del primero que llega y veo un príncipe azul en
cualquier macarra que se me acerca.
El último fue Giorgio,
que con disimulo me llevó a la orilla del río, me arrebató el bolso sabiendo
que tras una noche de trabajo iría al banco con la recaudación de la semana, y
me empujó a la corriente para que no fuera detrás suyo. No sé nadar, por
momentos me hundía lastrada con el peso muerto de mis ilusiones, me arrastraba
el agua hacia las cloacas –como a veces pienso de mi vida-, y unos chicos
lograron pescarme medio muerta.
Me hicieron expulsar la
dosis de río que había bebido y me fui a casa sin siquiera agradecerles haberme
salvado la vida. Después de todo, ésta apenas valía unos miles de liras para mi
amado. Llevaba muertas las palomas de mi esperanza, iba exhausta de la vida
misma y, lo que es más grave, añorando a ese canalla de Giorgio. O más que a
Giorgio llorando al cadáver de mi amor por él. Bañada en unas lágrimas que se
mezclaban con las gotas de agua, llegué a desear que hubieran tenido razón
aquellos niños que como ángeles me habían salvado de las aguas y de veras
hubiera intentado suicidarme; al menos aquello habría tenido más dignidad que
ser la víctima de la vileza de Giorgio, que durante una semana había simulado quererme
para al final empujarme al río. Sí, pensé, ojalá hubiera intentado suicidarme y
hubiera tenido éxito.
Pero en seguida me
consolaron la idea de que quizá Giorgio ignoraba que yo no supiera nadar y
sobre todo la visión de mi querido hogar, sito en un erial junto a la carretera
de Ostia, una caseta de conglomerado con luz, agua, butano, una radio, pierrots
de porcelana y hasta un termómetro. ¡No me falta de nada! Sobre todo en
comparación con las demás chicas, que a excepción de Wanda, mi única amiga,
duermen bajo los arcos de Caracalla. De noche recobré la alegría, que me sube
por el cuerpo como una marea y, según dicen los clientes, se me agolpa en las
mejillas con un tono amapola, y descarté denunciar a Giorgio a la policía. De nuevo
me encontraba en gracia y armonía con el mundo, como cualquier gatito que en
todas sus posturas se muestra acorde con su naturaleza.
A veces me ocurre que
cuando más de cerca me rastrea la bestia de la desgracia, la vida se me cierra
y me hundo hasta el fondo –como casi el otro día en el río-, recurro a la idea
del suicidio al estilo de un tahúr a la desesperada que se palpa la última
carta bajo la manga, y su mera posibilidad me conforta como a un alcohólico la
cercanía de la botella de emergencias, y entonces recompogo las piezas rotas de
mi propia imagen y a través de mi herida la luz de otra esperanza me ilumina
por dentro y esa especie de gracia me transfigura como a una paradójica Madonna
de algún cuadro antiguo. Eso sí, para desahogarme (nunca mejor dicho después de
casi ahogarme) hice una pira con las fotos de Giulio y el príncipe de Gales y
el abrigo de piel de camello que le había comprado.
Y a la otra noche ya
estaba en mi lugar de trabajo, la Passeggiata Archeologica, entre el escándalo
y la bulla que arman mis colegas, las socias de las sombras, y sus rufianes,
los siniestros cómplices de la noche. No será a mí a quien exploten ninguno de
esos con la excusa de la seguridad. El chulo de Wanda se había comprado un Fiat
con los beneficios del negocio. Tan contenta como siempre, alegre en la vida
alegre, en ascenso por la montaña rusa de mi ánimo, incluso me marqué un mambo,
pero cuando una de esas pelanduscas, la Gorgona, me mentó a Giorgio, me
abalancé a arrancarle los pelos. Pese a la diferencia de peso le hice frente y
solo con trabajo lograron separarnos. Me empujaron al Fiat y para alejarme de
ella me llevaron al centro.
Opté por quedarme en
Via Veneto. Aunque soy bajita y nada del otro mundo, mi pizpireta simpatía lo
compensa y tengo bastante éxito dentro de lo que cabe; pero aun así aquella
plaza está destinada a chicas de alto standing, comprendí que Via Veneto era
inviable para mí y en efecto caminando entre la distinguida animación de
aquellas terrazas me sentí como una gatita ante las tigresas que aquí y allá
mostraban sus preciadas pieles. Más que como profesional me había quedado allí
por curiosidad.
Me divirtió el
espectáculo y cuando la calle se vació y dejaron de chasquear las verjas de los
bares, me quedé como más me gusta, conversando con el viento y bailando con la
soledad, abrazada a mí misma y acompasada al silencio, hermana que soy de la
noche, hasta que me topé con el rígido rictus del portero de una discoteca.
Justo entonces salió de allí una joven enfurruñada seguida nada menos que por
el mismísimo Alberto Lazzari, el galán de moda de Cinecittà; aquello era uno de
los cotidianos milagros de aquel barrio. Disputaron, ella se fue y, frustrado,
él se acopló a su Alfa Romeo descapotable.
Su mirada perdida me
encontró, me di la vuelta avergonzada y me llamó. Se me desbocó el corazón, que
ya iba al galope. ¡Nunca me hubiera creído con glamour como para merecer su
atención! Ojalá me hubieran visto Wanda y las otras subir altiva a su auto,
frunciendo los labios de la indiferencia, como si a diario mis servivios fueran
solicitados por celebridades. Condujo bruscamente, ciñendo cada curva con la
repentina violencia de su decepción, pero yo iba encantada. Después de pasar
por una espectral sala de fiestas donde triunfé sobre aquellas exóticas
bailarinas con uno de mis mambos, me llevó a su casa. Aunque no hablaba mucho,
como estupefacto por el alcohol y la huida de la chica, y se limitaba a
dictarme órdenes, me lo estaba pasando genial. Me sentía tan henchida de orgullo
que tuve que sujetarme a la puerta del descapotable para no echar a volar hacia
las estrellas. ¡Aquel era el mejor cliente de mi vida! ¡El más guapo y elegante
y famoso y rico!
Vive en un palacio que
parece una galería de arte moderno. El lujo rezumaba de las paredes de estuco y
de los cielorrasos de pan de oro. Un criado nos trajo un carrito con la cena:
caviar, langosta, champán, y algo aún mejor para combatir la tristeza, pechuga
de pollo. Ahora sí hablamos, brindamos –le hizo efecto la pechuga-, y de la
emoción se me empañó la vista con una bruma de ensueño. Pero cuando me estaba
dedicando una fotografía se trizó mi sueño dorado a los porrazos que al otro
lado de la puerta daba la chica de la discoteca. Me sentí muy tensa, y luego
ofendida, cuando Alberto se apresuró a esconderme en el cuarto de baño y para
evitar sorpresas cometió la infamia de encerrarme por fuera. Al menos no había
soltado la pechuga.
Aquel aseo era tan
grande como mi casa entera; había hasta un perrito. La pechuga estaba requemada.
Me dormí y el perro se la comió. Al amanecer Alberto me hizo salir
discretamente mientras ella dormía; de puntillas, sentí que se me hundía la
dignidad; ese era mi sino, ir siempre a hurtadillas, escabulléndome por calles y
terrazas fuera del alcance de la policía, infame y furtiva como una ladrona
entre las sombras, solapando el orgullo por las ruinas de mi autoestima: yo
nunca sería la chica que duerme tranquila en la cama.
Por la calle, a través
de un alba lechosa y sórdida como un final de fiesta, otra vez me sentí con el alma en
bancarrota, traspasada de todas las vilezas y vergüenzas –los desaires de la
vida airada- como tengo que tolerar, muerta la última paloma de mi esperanza;
pero bastaron la sonrisa de un basurero, el guiño de una colega y el canto de los
pájaros para que me deslumbrara el resplandor de una nueva esperanza. Me inundó
la marea de la alegría y a mis pies se encendió el camino de la ilusión. Se
abría la rosa de otro día.
"Fellini dijo una vez que, de todos sus personajes, Cabiria era la única que le preocupaba. En 1993, cuando le entregaron el Oscar a su trayectoria cinematográfica, miró hacia la platea, donde Masina estaba sentada en primera fila, y le pidió que no llorara. La cámara hizo un plano sobre su rostro, mostrándola sonriente entre las lágrimas y allí estaba otra vez Cabiria." (Roger Ebert)
ResponderEliminarRecuerdo perfectamente aquello: fueron los últimos Oscars que seguí en directo. Fue muy emocionante. Gracias por tu aportación, Analia!
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