viernes, 24 de mayo de 2013

LAS NOCHES DE CABIRIA




                  


Mi único problema es que no aprendo de la calle, desaprovecho las ventajas de ser huésped de las esquinas, y como les ocurre a esas esposas que ignoran que sus maridos vienen con chicas con yo, me fío del primero que llega y veo un príncipe azul en cualquier macarra que se me acerca.

El último fue Giorgio, que con disimulo me llevó a la orilla del río, me arrebató el bolso sabiendo que tras una noche de trabajo iría al banco con la recaudación de la semana, y me empujó a la corriente para que no fuera detrás suyo. No sé nadar, por momentos me hundía lastrada con el peso muerto de mis ilusiones, me arrastraba el agua hacia las cloacas –como a veces pienso de mi vida-, y unos chicos lograron pescarme medio muerta.

Me hicieron expulsar la dosis de río que había bebido y me fui a casa sin siquiera agradecerles haberme salvado la vida. Después de todo, ésta apenas valía unos miles de liras para mi amado. Llevaba muertas las palomas de mi esperanza, iba exhausta de la vida misma y, lo que es más grave, añorando a ese canalla de Giorgio. O más que a Giorgio llorando al cadáver de mi amor por él. Bañada en unas lágrimas que se mezclaban con las gotas de agua, llegué a desear que hubieran tenido razón aquellos niños que como ángeles me habían salvado de las aguas y de veras hubiera intentado suicidarme; al menos aquello habría tenido más dignidad que ser la víctima de la vileza de Giorgio, que durante una semana había simulado quererme para al final empujarme al río. Sí, pensé, ojalá hubiera intentado suicidarme y hubiera tenido éxito.

Pero en seguida me consolaron la idea de que quizá Giorgio ignoraba que yo no supiera nadar y sobre todo la visión de mi querido hogar, sito en un erial junto a la carretera de Ostia, una caseta de conglomerado con luz, agua, butano, una radio, pierrots de porcelana y hasta un termómetro. ¡No me falta de nada! Sobre todo en comparación con las demás chicas, que a excepción de Wanda, mi única amiga, duermen bajo los arcos de Caracalla. De noche recobré la alegría, que me sube por el cuerpo como una marea y, según dicen los clientes, se me agolpa en las mejillas con un tono amapola, y descarté denunciar a Giorgio a la policía. De nuevo me encontraba en gracia y armonía con el mundo, como cualquier gatito que en todas sus posturas se muestra acorde con su naturaleza.

A veces me ocurre que cuando más de cerca me rastrea la bestia de la desgracia, la vida se me cierra y me hundo hasta el fondo –como casi el otro día en el río-, recurro a la idea del suicidio al estilo de un tahúr a la desesperada que se palpa la última carta bajo la manga, y su mera posibilidad me conforta como a un alcohólico la cercanía de la botella de emergencias, y entonces recompogo las piezas rotas de mi propia imagen y a través de mi herida la luz de otra esperanza me ilumina por dentro y esa especie de gracia me transfigura como a una paradójica Madonna de algún cuadro antiguo. Eso sí, para desahogarme (nunca mejor dicho después de casi ahogarme) hice una pira con las fotos de Giulio y el príncipe de Gales y el abrigo de piel de camello que le había comprado.

Y a la otra noche ya estaba en mi lugar de trabajo, la Passeggiata Archeologica, entre el escándalo y la bulla que arman mis colegas, las socias de las sombras, y sus rufianes, los siniestros cómplices de la noche. No será a mí a quien exploten ninguno de esos con la excusa de la seguridad. El chulo de Wanda se había comprado un Fiat con los beneficios del negocio. Tan contenta como siempre, alegre en la vida alegre, en ascenso por la montaña rusa de mi ánimo, incluso me marqué un mambo, pero cuando una de esas pelanduscas, la Gorgona, me mentó a Giorgio, me abalancé a arrancarle los pelos. Pese a la diferencia de peso le hice frente y solo con trabajo lograron separarnos. Me empujaron al Fiat y para alejarme de ella me llevaron al centro.

Opté por quedarme en Via Veneto. Aunque soy bajita y nada del otro mundo, mi pizpireta simpatía lo compensa y tengo bastante éxito dentro de lo que cabe; pero aun así aquella plaza está destinada a chicas de alto standing, comprendí que Via Veneto era inviable para mí y en efecto caminando entre la distinguida animación de aquellas terrazas me sentí como una gatita ante las tigresas que aquí y allá mostraban sus preciadas pieles. Más que como profesional me había quedado allí por curiosidad.

Me divirtió el espectáculo y cuando la calle se vació y dejaron de chasquear las verjas de los bares, me quedé como más me gusta, conversando con el viento y bailando con la soledad, abrazada a mí misma y acompasada al silencio, hermana que soy de la noche, hasta que me topé con el rígido rictus del portero de una discoteca. Justo entonces salió de allí una joven enfurruñada seguida nada menos que por el mismísimo Alberto Lazzari, el galán de moda de Cinecittà; aquello era uno de los cotidianos milagros de aquel barrio. Disputaron, ella se fue y, frustrado, él se acopló a su Alfa Romeo descapotable.

Su mirada perdida me encontró, me di la vuelta avergonzada y me llamó. Se me desbocó el corazón, que ya iba al galope. ¡Nunca me hubiera creído con glamour como para merecer su atención! Ojalá me hubieran visto Wanda y las otras subir altiva a su auto, frunciendo los labios de la indiferencia, como si a diario mis servivios fueran solicitados por celebridades. Condujo bruscamente, ciñendo cada curva con la repentina violencia de su decepción, pero yo iba encantada. Después de pasar por una espectral sala de fiestas donde triunfé sobre aquellas exóticas bailarinas con uno de mis mambos, me llevó a su casa. Aunque no hablaba mucho, como estupefacto por el alcohol y la huida de la chica, y se limitaba a dictarme órdenes, me lo estaba pasando genial. Me sentía tan henchida de orgullo que tuve que sujetarme a la puerta del descapotable para no echar a volar hacia las estrellas. ¡Aquel era el mejor cliente de mi vida! ¡El más guapo y elegante y famoso y rico!

Vive en un palacio que parece una galería de arte moderno. El lujo rezumaba de las paredes de estuco y de los cielorrasos de pan de oro. Un criado nos trajo un carrito con la cena: caviar, langosta, champán, y algo aún mejor para combatir la tristeza, pechuga de pollo. Ahora sí hablamos, brindamos –le hizo efecto la pechuga-, y de la emoción se me empañó la vista con una bruma de ensueño. Pero cuando me estaba dedicando una fotografía se trizó mi sueño dorado a los porrazos que al otro lado de la puerta daba la chica de la discoteca. Me sentí muy tensa, y luego ofendida, cuando Alberto se apresuró a esconderme en el cuarto de baño y para evitar sorpresas cometió la infamia de encerrarme por fuera. Al menos no había soltado la pechuga.

Aquel aseo era tan grande como mi casa entera; había hasta un perrito. La pechuga estaba requemada. Me dormí y el perro se la comió. Al amanecer Alberto me hizo salir discretamente mientras ella dormía; de puntillas, sentí que se me hundía la dignidad; ese era mi sino, ir siempre a hurtadillas, escabulléndome por calles y terrazas fuera del alcance de la policía, infame y furtiva como una ladrona entre las sombras, solapando el orgullo por las ruinas de mi autoestima: yo nunca sería la chica que duerme tranquila en la cama.

Por la calle, a través de un alba lechosa y sórdida como un final de fiesta, otra vez me sentí con el alma en bancarrota, traspasada de todas las vilezas y vergüenzas –los desaires de la vida airada- como tengo que tolerar, muerta la última paloma de mi esperanza; pero bastaron la sonrisa de un basurero, el guiño de una colega y el canto de los pájaros para que me deslumbrara el resplandor de una nueva esperanza. Me inundó la marea de la alegría y a mis pies se encendió el camino de la ilusión. Se abría la rosa de otro día.                           
                                                                                                                                             

2 comentarios:

  1. "Fellini dijo una vez que, de todos sus personajes, Cabiria era la única que le preocupaba. En 1993, cuando le entregaron el Oscar a su trayectoria cinematográfica, miró hacia la platea, donde Masina estaba sentada en primera fila, y le pidió que no llorara. La cámara hizo un plano sobre su rostro, mostrándola sonriente entre las lágrimas y allí estaba otra vez Cabiria." (Roger Ebert)

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    1. Recuerdo perfectamente aquello: fueron los últimos Oscars que seguí en directo. Fue muy emocionante. Gracias por tu aportación, Analia!

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