El
horizonte se quiebra, el sol se hunde. Igual que la tarde que tu jefe te llamó
a su despacho y te confirmó los rumores que como gérmenes circulaban por la
oficina: habían vendido el laboratorio a una
multinacional que nombraría a su propio equipo directivo. Una mano que no parecía
la tuya firmó el finiquito bajo tu nombre escrito con tinta desvaída, y
volviste a tu mesa noqueado, a pasos malheridos. No podías percibir nada que no
fuera la sensación de desastre que se desprendía de tu ordenador, de tus
papeles esparcidos como peces muertos en la orilla. Ni siquiera pudiste
enfadarte como a veces te pasa con las contrariedades más triviales, ni
advertiste que hasta entonces tu orgullo y tu optimismo te habían impedido
creer que de verdad pudieran prescindir de ti. Ni siquiera podías ver con la
claridad de siempre las caras de Rosa, de Pedro, de la segunda Rosa.
Tampoco podías visualizar tu calle ni tu casa, así que por primera –última- vez
dejaste la oficina dos horas antes de lo convenido.
Te había abducido alguien mucho
menos inteligente y alegre que tú, que como a un hipnotizado te llevó a casa a
través de un atardecer de otoño que se iba despedazando sobre la ciudad sepulcral. De algún modo lograste subir al autobús adecuado y bajar en tu parada de Ventas. No saludaste al vecino que te dio paso en el portal. En el descansillo
advertiste que te habías dejado las llaves con el abrigo y llamaste al timbre.
No te abrían. Del interior no se oía nada. Y sin embargo Rosa y la cuidadora
ya deberían estar de vuelta después de haber recogido, respectivamente, a la segunda Rosa y a Pedro. Insististe varias veces, pero solo te respondía el silencio.
Con la frente en la puerta, reparaste en lo feliz que habías sido hasta
entonces y en lo fácil que gracias a tus bien situados padres te había
resultado todo, cómo se te habían abierto las flores de todas las
oportunidades. Más difícil que aprobar Análisis Económico fue que Rosa (¡la
primera morena después de tantas rubias!) aceptara casarse contigo, aunque
luego bien que te reíste de todos los que te habían advertido contra el matrimonio.
Con tanta suerte ya podías ser tan simpático como solías. Y ahora, a los
treinta y nueve, lo perdías todo aun con más facilidad que lo habías conquistado.
Una firma, un nombre en lugar de otro –el tuyo, Luis Pérez-, y tu realidad
se resquebrajaba. Hasta que un ladrido tras la puerta de al lado te encendió
una esperanza: en efecto, habías subido al tercero en vez de al segundo.
Cuando le diste la noticia, Rosa solo se encogió de hombros: los rumores habían resultado ciertos. Incluso
bromeó diciendo que la empresa era “puntera en chismografía”. Se lo tomó tan
bien quizá porque para ella la dificultad era una vieja conocida. Gracias a una
beca y al esfuerzo de sus padres, que cultivaban algunos campos de cereales,
había podido venirse de Sigüenza a estudiar Empresariales. Estuvo trabajando
de dependienta en un VIP hasta que logró un puesto en la administración de una
franquicia de supermercados de la que ya era gerente.
Después de acostar a los niños tuvo
que recalentarte la sopa en el microondas. Aquel extraño que, después del
alivio de encontrarlos a todos en casa, seguía incorporándote, solo sabía
decirle a ella: “Nunca encontraré un trabajo igual”. Desde el pasillo se astilló
un gemido y Rosa volvió al dormitorio. En la televisión informaban sobre la
hecatombe de Littman Brothers. Como una epidemia se había declarado una crisis
mundial contra la que no había vacuna segura. Sonó el timbre del microondas.
Ante la compuerta te sorprendió ver una agenda de 2002 –el año de tu
matrimonio-, de tapas encarnadas, que por ser de entonces había sobrevivido a
sucesivas limpiezas, y donde al cambiar de móvil días atrás habías apuntado los
teléfonos de tus contactos. Para cuando Rosa volvió ya habías subrayado los
nombres más prometedores. Sonriente, se te acercó tanto que en la ágata de su
pupila reconociste la cara del tipo al que iba a besar. Habías expulsado a
aquel intruso que hasta poco antes te suplantara.
Ni siquiera tuviste que acudir a la
oficina del INEM porque Don Felipe Esquivel, tu antiguo profesor, te encontró un milagroso puesto de profesor auxiliar en la Carlos
III. Aunque ganaras menos que antes, el cambio fue beneficioso. Tenías más tiempo
para los tuyos y, con la única contrapartida de los nervios previos a las
primeras clases, habías eludido el estrés de los objetivos de ventas. En
relación con los alumnos –sin olvidar ciertas miradas de algunas alumnas-, rejuveneciste;
entre ellos te creías otro estudiante.
A excepción de los alumnos fantasma, en junio
aprobaron todos, pero tú suspendiste. Después de una reunión en el
departamento, don Felipe te anunció que no podían renovarte el contrato; ya
habías oído que los profesores titulares aumentarían sus horas lectivas.
Saliste cabizbajo al crepúsculo de últimos de primavera. Nunca habías visto el
campus tan desierto. De nuevo el horizonte se apagaba, el sol se hundía.
Sin
embargo, esta vez despertaste del aturdimiento antes de llegar a casa. Rosa no tuvo que ocuparse de nadie más que de los niños, ni volvió a ponerte aquella
vieja agenda delante del microondas. Al día siguiente varias llamadas bastaron
para confirmarte que esta vez sería mucho más difícil encontrar un puesto: los
primeros conocidos con quienes hablaste, un empleado de banca y un
informático, también acababan de naufragar en el paro. En la cola del INEM, que
casi llegaba a Colón, cundía el nerviosismo, había cabezas gachas o miradas en
la nada.
A alguien tan impaciente como tú, al mes los
correos electrónicos ya te parecían partir de tu ordenador como palomas
mensajeras heridas, cada currículum iba impregnado de la desesperación de un
mensaje en una botella. En tu primera entrevista de trabajo te recibieron en
un sótano de Hortaleza con una hora de retraso. En la sexta, el tipo tenía un
lamparón en la corbata gris y llevaba bisoñé. A los tres meses empezaste a
contestar a ofertas de empleo de menos de mil euros, tú, que habías ganado casi
seis mil. Tu teléfono y mail seguían en coma. Cuando los telediarios se
referían al desempleo, cambiabas de canal.
Sin
apenas salir de casa, desde los primeros días habías descubierto que únicamente
no hacer nada era más agotador que las labores de hogar. Debido a la drástica
reducción de ingresos decidiste ocupar el lugar de la cuidadora y la limpiadora
(a ellas también les perjudicó tu situación), los pequeños dejaron de visitar
la piscina del Canoe, matriculasteis a Pedro en el colegio público Tierno
Galván, dejasteis de ir a El Corte Inglés y descubriste que las marcas de
pedigrí no justificaban sus precios. Solo la cuota de la hipoteca devoraba casi
dos terceras partes del sueldo de Rosa.
Los
pocos minutos que te sobraban te hundías en el sofá y te parecía que el polvo
del fracaso se asentaba en el salón, aunque puede que solo fuera porque limpiar
no se te daba muy bien. Se te volvieron en contra los ciento cincuenta metros
útiles que en su día buscaras con tanto ahínco. Seguro que Matilde no retocaba tu
trabajo por no dejarte mal. Pero cuando llegaba la hora de recoger a Pedro
salías, y con la expectativa de que te contara cómo le había ido el día, el
tráfago de la calle se coloreaba de tonos cálidos.
Hasta
que cierto día te llamó el bueno de Lorenzo, tu antiguo jefe. Al colgar, el
polvo había desaparecido del salón. Acababa de ofrecerte la posibilidad de
trabajar en Praga como director de compras de la filial de una multinacional
de complementos. Las condiciones eran óptimas, y si tras dos meses de prueba
convenía a ambas partes, podría firmarse un contrato definitivo. Aquella noche Rosa y tú no os acostasteis hasta las dos, la caja del té se quedó sin
bolsitas y adoptasteis una resolución.
Por
la mañana aún te devoraba el vértigo de aquella decisión, como si la mera
perspectiva del viaje te marease, y cuando llegaste al chalet de Las Rozas a
decírselo a tus padres, tu madre te miraba como cuando de joven sospechaba que
habías bebido. Sería duro dejar a los tuyos, pero Madrid iba camino de convertirse
en una ciudad con un millón de parados que como sonámbulos vagaran por las
calles.
Al
aterrizar en Praga tu soledad te pareció de la extensión de la pista. Pero
te animó la inminencia de la entrevista con el director de la empresa, un tal Havel, el conocido de Lorenzo. Al parecer, habiendo considerado tu
currículum y referencias, te creía un firme candidato al puesto fijo. No
obstante, respecto a eso te incomodaba entre los omóplatos cierta punzada de
inquietud, y no solo se trataba de la perspectiva de vivir sin los tuyos en una
ciudad extraña. En todo caso, si no acababan por contratarte, al menos no
tendrías que cruzar el desierto de aquel destierro. Pero recordar que en seis
meses nacería Luis volvió a hacerte pensar que tu desgarramiento sería un
precio barato por evitar que fuera un “hijo de la crisis”.
Esa
misma tarde se celebró la entrevista en la última planta de un cubo de vidrio y
acero, en pleno centro comercial. Te recibió un atildado calvo de bigote
tristón que te recordó a tu padre. La vista a través del ventanal del atardecer
de Praga invitaba a la melancolía. Al oír las primeras frases del señor Havel de nuevo te acometió aquella punzada en la espalda que te había
molestado en el vuelo. Habías dicho que dominabas el inglés cuando la verdad
era que tu nivel era ínfimo. Farfullaste una respuesta, el ejecutivo se
ruborizó y desviaste la vista a la cristalera. El horizonte se apagaba, el sol
se hundía.
Y
sin embargo a la mañana siguiente, después de una noche de insomnio en el
Hilton, te presentaste en el cubo, donde un conserje te condujo a una oficina
mucho mejor que la que habías tenido en Madrid. La tarde anterior, frunciendo
el bigote, al final Havel te había extendido el contrato y medio
entendiste que confiaba en tus posibilidades y que al principio él hablaba un
inglés más macarrónico que el tuyo. Incluso te dio un billete de ida y vuelta a
Madrid para el fin de semana. Solo la ignorancia de las costumbres checas
(¿qué habría pensado?) te impidió levantarte y darle un abrazo.
Después
de cinco semanas, de Praga solo conocías la calle del cubo,
la panorámica postal de la vista desde tu mesa, las múltiples oficinas de los
proveedores que habías visitado, el estudio alquilado dos calles más arriba
–eras incapaz de recordar con exactitud el multi consonántico nombre-, y el
lugar que más amabas y odiabas de la ciudad: el aeropuerto. Por las grietas de
los muros de tus jornadas, que solo escalabas tras once horas de trabajo, se
filtraban los luminosos rayos de tus conversaciones por Ipad con Rosa y los
niños. Entre una reunión y otra sabías que de nuevo ella se iba sintiendo como
una crisálida de vida, o le prometías a Pedro ir al Bernabéu el sábado y a la segunda Rosa llevarle una muñeca. De vuelta cada noche al estudio, sin tiempo de
sorprenderte de tu capacidad de esfuerzo y adaptación, ponías en marcha el CD
del curso de inglés y después de cenar te dedicabas a repasar el vocabulario
específico de los términos legales y de los materiales de bolsos y carteras, hasta que te
quedabas en duermevela susurrando en inglés al silencio de la ciudad, o mirando
el cielo te parecía que aunque extranjera la noche era tu aliada porque justo
entonces en Madrid acaso alguien estaría mirando la misma estrella que tú.
Los
fines de semana en Madrid transcurrían
como un río que se sale de madre, en un tiempo diferente al cronológico. La arena de
las horas se te desmenuzaba inadvertidamente entre los dedos. En vez de tejer
los hechos, era el tiempo el que rebosando de ellos se veía desbordado por
todas las actividades que los cuatro -¿cinco?- disfrutabais juntos. Los dos
días parecían un sueño, con su duración y lógica específicos. Pasaban demasiado
rápido para que pudieras enterarte de lo feliz que eras. Mientras esperabas el
cambio del camarero del McDonald, te daban cuatro tickets para una película de Disney. El sábado por la noche, cuando volvíais temprano de cenar en algún
italiano del barrio, querrías que el domingo no amaneciera, preferirías no
dormir o al menos sincronizar la coreografía de tus sueños con los de Rosa,
de modo que entre los laberintos del inconsciente los dos coincidierais para
bailar a cámara lenta en el mismo escenario onírico.
Al
menos así los niños aprenderían el significado del esfuerzo y la
responsabilidad. Para seguir viviendo en un piso tan cerca de sus amigos y donde
había tanto espacio para jugar, o hasta para ir al baloncesto o comprar un
juguete, debían tolerar el funeral de las despedidas de los domingos por la
tarde y tu ausencia el resto de la semana. Y en cuanto a ti, la mejor manera de
ampararlos era renunciando a verlos hasta el viernes siguiente; el miércoles
por la tarde ya intuías el primer reflejo de la luz que el jueves, al dejar
hecha la maleta para el viernes, brillaría con todas las promesas del mundo.
Y
así hasta que llegó la última semana de tu contrato. También en las oficinas de
Praga culebreaban las hablillas, y se decía que el definitivo director de
compras sería trasladado a la filial de París. El compañero con quien solías
desayunar te filtró que tenías pocas posibilidades porque varios clientes se
habían quejado al jefe de lo arduo de mantener una conversación contigo. Y
había presentado su candidatura el sobrino de uno de los socios, que venía de
graduarse en La Sorbona.
Así
que de nuevo se quiebra el horizonte y el sol se hunde, salvo que ahora esto
sucede, más allá de la señora sonriente en el asiento de al lado, a través de
la ventanilla del avión que, después de haber firmado el contrato fijo en el
nuevo despacho con tu nombre grabado en la puerta, te lleva de París con destino
a una felicidad hacia la que ha iniciado el aterrizaje.
Crudo, real. Me ha gustado. Muchas veces el tener este final o el alternativo que todos imaginamos es sólo cuestión de lanzar una moneda al aire. Hoy tocaba ver la luz al final del túnel / relato. De vez en cuando se agradece ;)
ResponderEliminarSí, la suerte es decisiva en la vida de todos. Por desgracia, los finales infelices son más realistas; en este caso me he atenido a la verdad de los hechos. Saludos, Luis.
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