Soy un tipo que lleva
toda la vida huyendo. Primero de los matones del colegio, luego de mi
castradora madre, después de los acreedores y hasta de un apartamento en
llamas. De un lado a otro, tan lejos y rápido como he podido, y ahora, con
tacones, un collar de corales falsos, postizos en los pechos y peluca, incluso
tengo que hacerlo de los hombres. ¡No soy una cualquiera! Al menos mientras que para el mundo siga siendo una chica.
Todos los hombres parecen
tener dedos en las pupilas, y eso que me creía poco atractiva, pese a que me
haya depilado las piernas o lo bien que me he maquillado. Desde luego que entre
Joe y yo el ligón era él, pero parece que como mujer soy yo el que más éxito
tiene, y mi garbo va dejando por la calle una estela de suspiros y miradas
arrobadas. Lo malo es que estoy constipado, y este viento del lago Michigan
impulsa gélidas corrientes que que me suben por debajo de la falda, me ponen la
piel de los muslos de gallina y me congelan hasta los hirsutos vellos de la
entrepierna. ¡Ser mujer es mucho más arduo de lo que pensaba!
El único consuelo, hoy
día de San Valentín, es que hasta ahora no nos hemos echado novio. Todo empezó
anoche, en la funeraria Mozarella, que realmente lograba que cada cliente
pasara bajo sus umbrales a mejor vida, ya que como genial tapadera daba acceso
a un garito ilegal que con sus tragos, risas y músicas parecía el Paraíso.
Parte de la música la aportábamos Joe, mi compañero de tribulaciones, y yo, respectivamente
saxo y bajo, dos instrumentos que nos definían como hombres.
Por culpa de su mala
cabeza en el juego y mi docilidad –sí, él es el dominante de la pareja-
debíamos dos meses de alquiler, ya no nos fiaban en el colmado y hasta al
mismísimo Joe las bailarinas le arrugaban la frente si lo veían acercarse a
pedir un préstamo. Y para colmo, anoche, que era día de cobro, nos quedamos sin
paga ni trabajo después de la redada que se llevó detenidos a la mayor parte de
clientes y empleados. ¡Ojalá nos hubieran cogido también a nosotros! Pero fiel
a mi sino, una vez más volví a escapar, junto con Joe. Si bien él es un
donjuán que embauca a todas las chicas, a mí no me ha hecho falta vestirme de
mujer para que me engañe. Accedí a empeñar mi abrigo para apostar en el
canódromo y esta mañana, con un flemón y fiebre, hube de afrontar en chaqueta
un viento de carámbanos afilados. Joe es lo bastante afortunado con las mujeres
como para nunca acertar ningún ganador. Indignado, dejé de hablarle durante
casi cinco minutos.
Famélicos y con
agujeros en los bolsillos, en las suelas de los zapatos y hasta en el ánimo, al
filo de la desesperación, nos llegamos a la agencia de empleo, donde una de las
secretarias nos dijo que Poliakoff justamente necesitaba un saxo y un bajo para
una gira por Florida. Entusiasmados por tal ajuste de la pieza del deseo en el
rompecabezas de la realidad, accedimos a su despacho y no tardó el agente en darle un manotazo al puzzle: eran esos los instrumentos que necesitaban en cierta
orquesta, pero tocados por sendas chicas. Todo había sido una mala broma de
Nelly, la secretaria despechada por un plantón del caradura de Joe. Como me
repito desde que llevo falda, una no se puede fiar del primero que llega.
Fue entonces cuando con
tal de comer se me ocurrió la idea de travestirnos para que nos contratara
aquella orquesta, pero Joe la descartó porque era demasiado hombre para eso. Al
final Poliakoff nos encontró la ocasión de tocar en una fiesta universitaria,
en Urbana, a más de cien millas de Chicago, y como no tenemos dinero ni para un
autobús, Joe tuvo que camelarse a Nelly para que nos dejara las llaves de su
auto. Yo habría preferido Florida por el sol, las palmeras o las chicas de la
playa… Quién me iba a decir que yo sería una de ellas.
Entramos en el garaje y
nos encontramos a un grupo de malencarados tipos que ya me parecieron gángsters.
Mientras prolongaban su tensa partida de póker y el encargado nos llenaba el
depósito a cuenta de la dueña, irrumpió otra banda que sorprendió a los
primeros y los encañonaron con metralletas que brillaban mortales como
tiburones a ras de agua. Para entonces Joe y yo nos habíamos ocultado tras el
auto. Los del primer grupo fueron masacrados cara a la pared junto con el pobre
encargado, que no había sido tan hábil como nosotros. A vista de perro,
reconocí los botines del jefe de los sicarios, Colombo, que aunque intenta
conservarlos impolutos, con frecuencia acaba por manchárselos, casi siempre de
sangre. Precisamente era él el dueño de la funeraria-bar donde tocábamos y al
parecer se vengaba así de cierta delación que había provocado la redada de la
víspera. Dado que en aquel local se practicaban pocos ritos fúnebres, le
sobrarían ataúdes y necesitaría cadáveres para amortizarlos.
Nos descubrieron, y
aunque no querían testigos, gracias a que los distrajo el intento de telefonear
que hizo uno que agonizaba, pudimos huir entre las primeras sirenas. Ya
estábamos otra vez a la fuga. Momentáneamente a salvo, Joe telefoneó a
Poliakoff y con voz aflautada se presentó como una chica apta para el puesto
que necesitaba aquella orquesta de gira por Florida. El amor a la vida superó a
sus prejuicios. En Chicago éramos hombres muertos, así que acabó por adoptar
una idea que a mí ya no me parecía tan buena. Tener una fantasía no es lo mismo
que deber consumarla veinticuatro horas al día. El vestuario de nuestras antiguas
compañeras de trabajo hizo el resto.
En el andén de la
estación, donde nos esperaba la orquesta femenina, nuestras rigideces,
rectilíneas siluetas y trastabilleos contrastaron con la mullida opulencia y
las curvas de la rubia Sugar Kane, una de nuestras nuevas compañeras, que se
bamboleaba plena y sin embargo aérea, escorando a un lado y otro su redondeada
feminidad a un ritmo que pautaba el deseo de todos los hombres presentes en la
estación. Hasta el motor de la locomotora pitó, como ovacionándola con penachos
de humo.
Joe y yo nos
presentamos como Josephine y Dafne a la directora y al manager, que para mi
sorpresa al vernos apenas abrieron los ojos un poco más de lo normal. A Joe se
le ocurrió que camufláramos nuestra masculinidad con los típicos remilgos de
las chicas poco agraciadas que, según él, con escrúpulos justifican su escaso éxito, y como
sendos lobos con piel de oveja fuimos muy bien acogidos entre las chicas. En el
aseo conocimos a Sugar, la más atractiva de un harén donde vestido de mujer me
sentía como un eunuco. Supimos que bebía a escondidas, y ya que por eso estaba
amenazada de expulsión, admití como mía la petaca que durante el ensayo se le
cayó de la liga. No sabía yo el favor que me estaba haciendo a mí mismo.
Porque ahora que nos
hemos acostado en las literas –y como un marido celoso Joe, que ocupa la de
abajo, me ha retirado la escalerilla para impedirme escarceos nocturnos-, la
mismísima Sugar acaba de irrumpir entre las cortinas de mi cama. Viene a
agradecerme la ayuda, se me acuesta al lado y de inmediato me quema el calor de
su cuerpo y se me sube a la cabeza. Me pregunta si a cambio puede hacer algo
por mí y aunque me abrasa la llamarada de cierta posibilidad, solo la invito a
quedarse el tiempo que quiera porque con ella me siento muy a gusto. Y como me
pongo a temblar le birlo a Joe la botella de whisky y le propongo celebrar una
fiesta privada que para ella tendrá una gran, monumental, sorpresa final.
Con tal de llegar a
este punto, ha merecido la pena tanta huida.
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