Me llamo Hammer, Mike Hammer y soy detective privado. Mickey Spillane me formó en las malas artes indagatorias a golpe de pluma y tinta. Cloacas, y antros de mala muerte son los hábitats por los que me muevo con desparpajo. Quizás mi nombre no irradie el misticismo de mis compañeros Sam Spade o Philip Marlowe, pero puedo asegurarles que mis métodos son mucho más expeditivos que los de estos dos aburguesados fisgones de alta sociedad. Disparo primero y pregunto después, si es que el menda que me provocó sigue vivo. He roto muchas piernas y mi atlético cuerpo tatuado de cicatrices me recuerda que cada expediente que llega a mi despacho lo he defendido a capa y espada para obtener un resultado favorable a mis intereses.
Con el asesoramiento de Robert
Aldrich, un chico que promete en esto de la captación de imágenes
cinematográficas, me topé con un caso muy excitante y misterioso, al cual
denominé El Beso Mortal, que me dispongo
a compartir con ustedes en estas líneas que me dispongo a escribir. Era de noche y circulaba con mi poderoso
descapotable por una oscura y solitaria carretera. En el horizonte una extraña
silueta parecía correr sin un rumbo fijo. Al acercarme a toda velocidad esa insólita sombra resultó ser una mujer que
corría descalza por la calzada con el único abrigo de una gabardina.
La muchacha era un poco
desgarbada y fea y jadeaba bruscamente por la falta de aire que le provocaba el
cansancio de su alocada carrera. Como buen caballero que soy le ofrecí subir a
mi carro. La muchacha parecía desorientada y estar huyendo de algún majadero.
Una vez pasado el sofoco me comentó que la dejara en la primera parada de
autobús que localizara en Los Ángeles. Pasados unos kilómetros un control
policial me avisó que estaban buscando a una mujer ataviada con una gabardina
que se había fugado de un manicomio. No hacía falta ser muy inteligente para
asociar las pesquisas policiales con mi copiloto.
La cara de miedo de mi nueva
compañera me dio pena y por tanto decidí engañar al oficial del punto de
inspección indicando que mi acompañante se trataba de mi cansada esposa. Pasado
el control policial paramos en una gasolinera. La mujer dejó al mozo una carta
para echar al buzón y partimos de nuevo rumbo a Los Ángeles. A mitad de camino
un coche se cruzó en medio de la carretera obligándome a parar. Tres matones
bajaron del vehículo, me pegaron una soberana paliza que me dejó KO y mataron a la chica que había socorrido.
Creyendo que los dos estábamos muertos nos trasladaron inconscientes a mi coche para simular un accidente y
acabamos lanzados por un pequeño barranco ubicado en una curva de la carretera.
Lo siguiente que recuerdo es a mi
secretaria (y a veces amante) susurrando mi nombre en la cama de un hospital.
Llevaba tres días inconsciente y tras tres semanas de cuidado conseguí
recuperarme. Los sabuesos me frieron a preguntas, lo cual no me olía bien. ¿Por
qué se interesaban las altas esferas policiales en la muerte de una chiflada
que nadie había reclamado? Mis sospechas se acrecentaron cuando mi amigo Nick,
dueño del taller que pone a punto mis bólidos, me informó que unos extraños
individuos le habían estado bombardeando a preguntas sobre mí. El olor a
putrefacción se divisaba a kilómetros por lo que decidí ponerme en acción para
ser el primero en golpear.
Mi secretaria me informó que un tal Ray Diker, un antiguo periodista especializado en temas científicos, quería hablar conmigo. Este extraño personaje andaba desaparecido sin dejar rastro ni motivo de su huida. La intriga y las ganas de vengar la muerte de la asustada mujer que había conocido me estaba corroyendo por dentro. Decidí acudir a mi cita con Diker encontrándome con un ser paranoico cuya cara reflejaba las marcas de una brutal y reciente paliza. Diker me reveló el nombre de la mujer asesinada, Christina Bailey indicándome la dirección de la difunta. Ya en su residencia, gracias a las indicaciones de un amable anciano,descubrí que Christina tenía una compañera de habitación con la que compartía alojamiento y que ésta se había escapado muerta de miedo dos días antes de la muerte de Christina a un lugar cuya dirección amablemente me facilitó mi simpático interlocutor. Algo muy gordo estaba a punto de explotar delante de mis narices. Mi olfato de sabueso lo intuía y mis pronósticos se cumplieron con las explicaciones de la amiga de Christina la cual me comentó que unos policías se llevaron a Christina para interrogarla desapareciendo sin rastro tras este acontecimiento.
Alguien intentó asesinarme
poniendo una bomba en mi nuevo descapotable lo que significaba que mi
investigación iba por buen camino. Diker me volvió a llamar para cantarme los
nombres de unos tipos que podrían resultarme de interés. Mis pesquisas me
llevaron a la mansión de un tal Carl Evelo, un tipo inquietante que vivía
rodeado de gorilas feos y corpulentos con cara de pocos amigos. Reconozco que
me lo pasé bien con su ninfómana hermanastra y machacando al matón que Carl
había dispuesto para mí. El señor Evelo intentó sobornarme para que abandonase
mis averiguaciones y luego quiso amadrentarme con fanfarronadas y amenazas de
muerte. Este tipo no sabía con quien se enfrentaba, ¿a mí con bravuconadas?
Me crucé con un cantante de
ópera friki, novio de un científico asesinado cruelmente
cuya existencia me desveló Diker. Ciencia y muerte. Parecía que estas dos
palabras tenían una simbiótica conexión en este caso. El cantante me indicó que
los asesinos del científico andaban buscando un secreto que el erudito
aniquilado se había encargado de esconder para que no cayera en manos
peligrosas.
De regreso a casa la amiga de
Christina me andaba buscando. La invité a pasar a mi casa y enseguida se lanzó
a mis brazos. Mi desconfianza en su actitud me hizo aguantarme las ganas de
pasar una noche movidita con mi invitada. Salí a tomar el fresco en dirección
al taller de mi amigo Nick y para mi desgracia descubrí que mi fiel compañero
había sido asesinado.
La tristeza y rabia que me
produjo este hecho me hizo visitar a mi querida secretaria en busca de unos
brazos amables que calmasen mi ira. Mi
avispada empleada me indicó que un soplón le había proporcionado información
sobre la existencia de un extraño doctor que estaba intentando coleccionar un
novedoso y secreto producto que podría ser la clave que me llevase a concluir
con éxito mi investigación. Cansado y para tomarme un respiro decidí ir a
emborracharme a mi tugurio preferido, despejándome la embriaguez la impactante
noticia del aviso del secuestro de mi eficiente secretaria.
Debía resolver cuanto antes el
caso. Una bombilla se iluminó en mi cabeza al acordarme de la carta que
Christina había dejado al empleado de la gasolinera donde paramos a repostar,
por lo que decidí acudir a la misma y preguntar al trabajador si recordaba la
dirección del destinatario de la epístola. El joven me indicó que el receptor
de la postal era un tal Mike. ¡La carta iba dirigida a mi despacho! Corrí como
alma que persigue el diablo a revisar mi correspondencia. Abrí la carta cuyo
contenido era una escueta nota que indicaba “recuérdame”. No percibí la
presencia de dos de los matones que reconocí como dos de los gorilas de Carl
Evelo que aprovecharon la sorpresa para golpearme y trasladarme a una casa
situada en la playa donde me amordazaron a una cama.
Pronto apercibí la llegada de un
tercer personaje al cual asocié inmediatamente por sus llamativos zapatos con
el asesino de Christina. Por fin estaba llegando al final de mi investigación y
sabría quién estaba detrás de este turbio asunto y la misteriosa mercancía que
había desencadenado todos los acontecimientos. El tenebroso personaje me inyectó suero de la
verdad para intentar sonsacarme que es lo que Christina me instaba que
recordase en su carta. El lúgubre sujeto respondía a la identidad de Carl
Evelo, pero sus preguntas no encontraban respuestas en mí subconsciente que no
sabía que es lo que Christina me quería decir con esa frase tan directa:
“Recuérdame”.
Para salvar a mi secretaria de
las garras de tan siniestros personajes espeté una sarta de mentiras que Evelo
creyó punto por punto. Una vez liberado de las amarras que me mantenían sujeto
aproveché un descuido de mis oponentes para golpearles y escapar de su
cautiverio. Mi mente daba vueltas sobre qué podría significar la palabra
“Recuérdame” y gracias a un chasquito de genialidad asocié la famosa palabra
con la clave que iba a resolver el caso.
Un asunto turbio relacionado con
un descubrimiento científico que puede hacer controlar el mundo al que lo posea
fue la causa de todas las muertes que salpicaron este extraordinario caso. La
resolución del mismo es un asunto que mi buen amigo Robert Aldrich se encargará
de filmar de manera magistral como pocos directores han hecho en la historia
del cine. Me siento muy orgulloso de haber conocido a este tipo que gracias a
su maestría ha convertido mi nombre y el del caso que les he expuesto en un
relato inmortal que perdurará en los anales de la historia del arte. Si desean
mis servicios solo tienen que llamar a mi secretaria. Prometo discreción a
cambio de dinero, alguna aventurilla con féminas ardientes y un resultado final
óptimo. Me gustan las cloacas de la ciudad, sus habitantes son mi razón de ser.
Autor: Rubén Redondo.
Autor: Rubén Redondo.
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