sábado, 18 de mayo de 2013

EL MANDO A DISTANCIA





Ocurrió mientras comprobaba que para ser primeros de julio no había tanto trasiego en los andenes. Sentado en un banco, me sentí ridículo de haber temido que me engullera una multitud convulsa y frenética, como uno lee que se ponen las estaciones en las guerras o las revoluciones, y volví a recordar que el conflicto estaba dentro de mí y que en todo caso serían los viajeros, que pasaban balanceando con calma sus maletas, quienes me verían rebulléndome frenético y convulso en el banco.
 Y eso que después del dilatado encierro en el caserón, durante el que había perdido el sentido de la realidad y toda dimensión social, creía haber pasado desapercibido por la calle y hasta pude hablar sin llamar la atención con el vendedor de billetes y pedirle la botella de agua al camarero. Y de momento tampoco mis compañeros de viaje se espantaban del espanto que la soledad había sembrado en mis ojos, sino que parecían ocuparse de lo suyo. Los más impacientes aguardaban la apertura del maletero al costado del autobús.
 Apenas hacía una hora que me había arrancado del portón de la casa de campo, por así decir, en libertad condicional que esperaba confirmar con mi buena conducta, y, como también había perdido el sentido del tiempo, del otro lado del muro de la eternidad, ya me parecía llevar varias horas de vuelta a la cronología auténtica. Durante la reclusión, abandonado a mí mismo, había descubierto que, como en las revoluciones, un máximo de libertad es idéntico a una prisión. Pero en la realidad, en el mundo exterior, ahora todo me parecía ajeno e irreal, como aquellas dos monjas parecidas a golondrinas parlanchinas o el desnortado anciano con sahariana caqui que solo dejaba de dar tumbos aquí y allá para preguntar a todos los conductores. Incluso el señor tan normal de mediana edad, pantalones cortos y polo celeste, con una sombra canosa de barba, que se dirigió a mí:
-Perdona, joven, ¿vas a la costa, no? –señaló el autobús con el inequívoco cartel en el parabrisas tras el que se agitaba con las cuentas un chófer obeso.
-Sí –respondí con fluidez, también asintiendo con la cabeza.
-Era para ver si me hacías un favor –la esperanza se desprendió de su cara seria e ingenua-. Si pudieras dejarle esto a mi mujer en la estación…
Me mostró un mando a distancia envuelto en plástico, bastante antiguo por lo grueso, negro y de botones grises con los pequeños dígitos casi borrados por el uso.
-Es que tengo a la familia de vacaciones y se les ha roto el mando. Y los niños no pueden estar sin la tele, ya sabes, así que te lo agradecería un montón.
En efecto, aquel objeto me evocó niños corriendo por el pasillo para ver los dibujos animados, el aroma del arroz cociéndose en la cocina, la repisa con figuritas de porcelana y recuerdos de viaje en el vestíbulo. Lo que yo nunca tendría. Aunque mal afeitado y con los ojos irritados, lo rodeaba el aura de confianza y seguridad de dos pagas extras al año; mostraba un aspecto melancólico matizado de atónita disipación, la típica mezcla de descuido y abnegación de un funcionario “de rodríguez”.
-De acuerdo, no hay problema –después de volver a hablar cara a cara con alguien, me sentía ecuánime, solidario con aquel hombre; nos unía la corriente de simpatía de dos tipos que se cruzan en el desierto. Desde el banco de al lado nos miraba otro solitario maduro, muy bronceado y de bigote hacia abajo, que carraspeó forzadamente y pareció denegar con la cabeza.
-Muchas gracias. Mi mujer estará esperándote en la estación. Es una rubia con gafas, pero ella te reconocerá a ti. Voy a mandarle un mensaje.
Y entonces, sopesando ya el mando, me imaginé a aquella mujer identificándome inequívocamente entre los que bajábamos, según la denigrante –realista- descripción que de mí le hiciera su marido, cuyos ojos, enfocándome de través mientras tecleaba, ahora sí reflejaron todo lo que yo había perdido en el caserón. Tuvo un movimiento de inquietud, como previendo un arrepentimiento que para colmo él mismo acabara de provocar. Bajé la vista. En la sandalia se le agitaban los dedos mugrientos como una tarántula de cinco patas.
-Mejor mándelo por correo exprés –le devolví el mando desviando la vista. El viejo despistado impacientaba al chófer gordo golpeando la puerta del autobús.
-¿Pero por qué?
Aunque intentó que la desilusión le enturbiara la voz, con el rabillo del ojo vi que no parecía sorprendido de verdad.
-No te costaría ningún trabajo y contigo llegaría antes. Además, me cobrarían una pasta.
-No.
Se volvió y alejó sin intentarlo con nadie más. Estábamos a sábado; si era funcionario, ¿por qué no iba a pasar el fin de semana con los suyos? Como una persona casi normal que empieza sus vacaciones, me dije que no era para buscarme problemas tan rápido por lo que había roto el hechizo de mi soledad. Por un momento lamenté haber huido del caserón; ¿tenía síndrome de Estocolmo de mi auto encierro? Allí nadie me habría molestado encomendándome ningún mando. Torvo, el del banco de al lado seguía observándome, y un sentimiento de ultraje me obligó a levantarme camino del lavabo: ¿por qué de entre todos los viajeros me había elegido a mí y luego no lo había intentado con nadie más?

Ya en el autobús, antes de salir, no pude imbuirme ni de un simulacro de confianza, porque mi asiento era uno de los dos primeros tras el conductor y hube de soportar la mirada de cada pasajero encontrándome en la cara algo que no hubieran querido ver, y menos antes de emprender viaje –aunque apenas fuera de un par de horas-. Me pareció llevar a cuestas al demonio que me había acompañado todos aquellos meses de exclusión. Seguro que varios estuvieron a punto de renunciar, darse la vuelta y esperar al siguiente autobús. Por los andenes el viejo seguía molestando a todo el mundo. Recibí un mensaje de texto de mi primo: a la una estaría esperándome en la estación con su novia y aquella amiga que al parecer quería conocerme. Habían alquilado un bungalow en un pueblecito de la costa. ¿Qué le habría dicho sobre mí a la amiga? ¿Qué podría decirle yo cuando la conociera? Como si los demás no se movieran en un tiempo distinto al mío, o impunemente yo pudiera cortar la alambrada que me retenía y engañar a aquel vigía con metralleta que era idéntico a mí mismo, como si cada vez que se acercaba alguien no se me cerrara automáticamente una puerta interior cuyo mecanismo fotoeléctrico detectaba a distancia al intruso. Para empezar, ¿cómo se iban a tomar los tres aquella historia del mando a distancia, que no podría dejar de contarles para eludir el silencio? Creerían que me la había inventado y que estaba loco. El penúltimo en subir fue el mostachudo, que se me sentó al lado, como en el andén.
 El último fue el de los pantalones cortos, blandiendo el mando a distancia; ahora la rotación de las pupilas en torno a las órbitas impedía tomarlo como un convencional padre de familia. ¿Se habría decidido por mi culpa a efectuar el viaje? Me puse los auriculares, pero no pude dejar de mirarlo de reojo mientras parlamentaba con el conductor, que asido al volante empezó a denegar con la cabeza. A mi lado se removía el del bigote. Desvié la vista de las velludas piernas, como de fauno, del pseudo funcionario y de sus dedos escarabajeando en la sandalia. Ahora el anciano desorientado había interceptado a un mochilero. Como todas las emisoras emitían una especie de estrépito de catarata que me atronaba en la cabeza, me quité los cascos.
-Lo siento, caballero, ya le digo que nos lo tienen prohibido –decía el chófer-. Tenemos a su disposición nuestro servicio de mensajería.
-¿Para un mando a distancia? Mientras llega se pasarán el día entero sin la tele.
El conductor cabeceó con impaciencia. Al fondo de mi oído persistía aquella batahola desconcertante de la cascada.
-Pues yo no puedo ayudarle.
-No le estoy pidiendo la luna.
-Tengo que salir ahora mismo. Lo único que le digo es que si no quiere venir, compre un billete y ponga el mando en el asiento –mientras el tipo se lo pensaba, una oleada de inquietud agitó a los primeros pasajeros.
-¿Y si alguien me lo coge?
-¿Quién va a querer eso?
-¿Usted se hace responsable?
-Mire, si no quiere un billete, haga el favor de bajar –la papada se agitó de impaciencia..
-¿Tú tampoco? –me extendió el mando sin convicción alguna.
-No.
-Imbécil –lo dijo con la frialdad de un psiquiatra que diagnostica la deficiencia psíquica o el cretinismo de un niño. Al dirigirse al conductor sí crispó el rostro y la boca se le abrió como una fosa séptica-: ¡Y tú, cabrón, eres un gordo asqueroso! –mientras bajaba lentamente escupió un reguero de maldiciones-: ¡Ojalá os despeñéis todos por el primer barranco! ¡Os merecéis que el autobús arda en una bola de fuego! ¡Gordo, vas a salirte en una cuneta, ya verás que…!
Al fin zumbó la puerta tras él, y resoplando el chófer inició la maniobra de salida del andén.
-Lo que hay que aguantar –se quejó-. Si le parto la cara no salimos en todo el día. Me denuncia y hasta puede que me despidieran.
No me sentí tan agraviado como él, y no precisamente porque mi equilibrio mental fuera mayor. Pero no me había insultado tan gravemente y de todos modos sentía que tampoco me había tratado con demasiada injusticia.
-¿Qué llevará ese mando adentro? –preguntó la mujer, morena y arrugada como una pasa, del maduro matrimonio que ocupaba los otros dos primeros asientos.
-Quién sabe –respondió su cabezudo marido, las manos entrelazadas sobre la barriga de la placidez.
-Pues droga, seguro –respondió el conductor, aguardando a que pasara otro bus para salir del andén. Tras el matrimonio habló con tono de falsete un joven teñido de rubio platino:
-Pues yo no me hubiera quedado tranquilo si me pone eso aquí al lado.
-Tienes razón –lo apoyó la señora volviéndose a él-. Podría haber sido una bomba.
-Nos vamos –el conductor halló vía libre-. Diez minutos de retraso.
El viejo de la sahariana me sorprendió subiendo al autobús de al lado; no estaría tan demente: habría otros más locos que lo disimulaban mejor.
-Mírenlo –exclamó alguien-. Todavía anda ahí.
 Desde el andén el tipo no dejaba de agitarnos el puño con el mando a distancia, quizá pulsando los botones como si quisiera cambiarnos de cadena y que desapareciéramos de la pantalla, de la vida. Conmigo no necesitaba esforzarse tanto para mandarme a otro canal invisible, a la pura irrealidad. Sin embargo, para neutralizarlo, intenté actuar en el mismo programa que los demás, en sintonía con ellos:
-Se creería que nos chupamos el dedo –mi voz me sonó como una serie de graznidos-. ¿A qué clase de primo se le iba siquiera a pasar por la cabeza hacerle el trabajo sucio? Esperaría encontrar a un imbécil.
Tosiendo admonitorio, como hiciera en el andén, junto a mí se agitó el del bigote, al que había olvidado.
-Lo tenía bien pensado –proseguí, no podía parar-, que algún cretino corriera el riesgo y en la estación, si no había moros en la costa, la rubia de las gafitas recogería el material. Puede que vuelva a intentarlo con el próximo autobús.
Mi vecino se levantó y, recobrando su bolso de mano de la redecilla, se fue a la parte de atrás.
-¿Y usted cómo sabe que sería una rubia con gafas? –en el retrovisor el conductor me ensartó con su mirada de búho e intenté eludir la cuestión:
-Aunque lo único que querría sería ahorrarse el viaje. Con la ida y la vuelta y la espera serían más de cinco horas. Podría haberlo hecho él mismo: no vamos a pasar por ninguna aduana.
-Esa mujer será una adicta –supuso la señora-. Pero así va a tardar mucho más en recibir la cosa. Se va a subir por las paredes.
Mientras el joven aventuraba que tal vez solo fuera un loco y lo apoyaba otro por allí atrás, el chófer volvió a asestarme un vistazo antes de acelerar en la avenida. Entonces empecé a plantearme cómo le pediría que parase en un trayecto directo. Parecía un fanático del reglamento y ya íbamos con retraso. No es que temiese yo que por su falta de atención en la carretera se cumpliera la maldición del tipo del mando, sino que no podría tolerar durante dos horas la cercanía de alguien que me había descubierto. Con el agrio tufillo que emanaba de la mancha de sudor de la camisa encorvada, parecían sustanciarse sus sospechas. Miré atrás y, en lugar de ningún puesto libre, encontré la mirada fulminante del bigotudo. De un momento a otro cualquiera de los dos empezaría a burlarse de mí delante de los demás: aquel tipo tan grotesco había estado a punto de camelarme. Lo recordé intentando cambiarnos de canal, como si todos fuéramos los personajes difusos de una mala película, pero ahora me sentí solidario con él –estábamos vinculados- y me dio por pensar que, en efecto, el mundo se merecía que solo él y yo fuéramos reales.
 No parecían funcionarme aquella especie de par de ojos desorbitados del aire acondicionado instalados en el techo, pero, ya que no las de los viajeros, al menos desvié de mí sus pupilas. Por la ventanilla, a través del resplandor del sol, las calles parecían huir al pasado, hacia la primavera y el invierno de soledad en los que yo había estado encerrado, adonde ahora quería volver a toda costa. Había sido un imbécil creyendo que el verano y el mar y mi primo o su amiga serían mi salvación. En cuanto lograra bajar del autobús, cogería un taxi de vuelta al caserón. Pensé que el mejor sistema sería empezar a llamar gordo asqueroso al conductor y, crispando la cara y abriendo la boca como una fosa séptica, vaticinar que nos despeñaría por un barranco o se saldría por la primera cuneta y el motor estallaría y el autobús se convertiría en una bola de fuego.
Me imaginé lo que dirían de mí cuando reemprendieran la marcha.


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