Ocurrió
mientras comprobaba que para ser primeros de julio no había tanto trasiego en
los andenes. Sentado en un banco, me sentí ridículo de haber temido que me
engullera una multitud convulsa y frenética, como uno lee que se ponen las
estaciones en las guerras o las revoluciones, y volví a recordar que el
conflicto estaba dentro de mí y que en todo caso serían los viajeros, que
pasaban balanceando con calma sus maletas, quienes me verían rebulléndome
frenético y convulso en el banco.
Y eso que después del dilatado encierro en el
caserón, durante el que había perdido el sentido de la realidad y toda
dimensión social, creía haber pasado desapercibido por la calle y hasta pude
hablar sin llamar la atención con el vendedor de billetes y pedirle la botella
de agua al camarero. Y de momento tampoco mis compañeros de viaje se espantaban
del espanto que la soledad había sembrado en mis ojos, sino que parecían
ocuparse de lo suyo. Los más impacientes aguardaban la apertura del maletero al
costado del autobús.
Apenas hacía una hora que me había arrancado
del portón de la casa de campo, por así decir, en libertad condicional que
esperaba confirmar con mi buena conducta, y, como también había perdido el
sentido del tiempo, del otro lado del muro de la eternidad, ya me parecía
llevar varias horas de vuelta a la cronología auténtica. Durante la reclusión,
abandonado a mí mismo, había descubierto que, como en las revoluciones, un
máximo de libertad es idéntico a una prisión. Pero en la realidad, en el mundo
exterior, ahora todo me parecía ajeno e irreal, como aquellas dos monjas
parecidas a golondrinas parlanchinas o el desnortado anciano con sahariana
caqui que solo dejaba de dar tumbos aquí y allá para preguntar a todos los
conductores. Incluso el señor tan normal de mediana edad, pantalones cortos y
polo celeste, con una sombra canosa de barba, que se dirigió a mí:
-Perdona,
joven, ¿vas a la costa, no? –señaló el autobús con el inequívoco cartel en el
parabrisas tras el que se agitaba con las cuentas un chófer obeso.
-Sí
–respondí con fluidez, también asintiendo con la cabeza.
-Era
para ver si me hacías un favor –la esperanza se desprendió de su cara seria e
ingenua-. Si pudieras dejarle esto a mi mujer en la estación…
Me
mostró un mando a distancia envuelto en plástico, bastante antiguo por lo
grueso, negro y de botones grises con los pequeños dígitos casi borrados por el
uso.
-Es
que tengo a la familia de vacaciones y se les ha roto el mando. Y los niños no
pueden estar sin la tele, ya sabes, así que te lo agradecería un montón.
En
efecto, aquel objeto me evocó niños corriendo por el pasillo para ver los
dibujos animados, el aroma del arroz cociéndose en la cocina, la repisa con
figuritas de porcelana y recuerdos de viaje en el vestíbulo. Lo que yo nunca
tendría. Aunque mal afeitado y con los ojos irritados, lo rodeaba el aura de
confianza y seguridad de dos pagas extras al año; mostraba un aspecto
melancólico matizado de atónita disipación, la típica mezcla de descuido y
abnegación de un funcionario “de rodríguez”.
-De
acuerdo, no hay problema –después de volver a hablar cara a cara con alguien,
me sentía ecuánime, solidario con aquel hombre; nos unía la corriente de
simpatía de dos tipos que se cruzan en el desierto. Desde el banco de al lado
nos miraba otro solitario maduro, muy bronceado y de bigote hacia abajo, que
carraspeó forzadamente y pareció denegar con la cabeza.
-Muchas
gracias. Mi mujer estará esperándote en la estación. Es una rubia con gafas,
pero ella te reconocerá a ti. Voy a mandarle un mensaje.
Y
entonces, sopesando ya el mando, me imaginé a aquella mujer identificándome
inequívocamente entre los que bajábamos, según la denigrante –realista-
descripción que de mí le hiciera su marido, cuyos ojos, enfocándome de través
mientras tecleaba, ahora sí reflejaron todo lo que yo había perdido en el
caserón. Tuvo un movimiento de inquietud, como previendo un arrepentimiento que
para colmo él mismo acabara de provocar. Bajé la vista. En la sandalia se le
agitaban los dedos mugrientos como una tarántula de cinco patas.
-Mejor
mándelo por correo exprés –le devolví el mando desviando la vista. El viejo
despistado impacientaba al chófer gordo golpeando la puerta del autobús.
-¿Pero
por qué?
Aunque
intentó que la desilusión le enturbiara la voz, con el rabillo del ojo vi que
no parecía sorprendido de verdad.
-No
te costaría ningún trabajo y contigo llegaría antes. Además, me cobrarían una
pasta.
-No.
Se
volvió y alejó sin intentarlo con nadie más. Estábamos a sábado; si era
funcionario, ¿por qué no iba a pasar el fin de semana con los suyos? Como una
persona casi normal que empieza sus vacaciones, me dije que no era para buscarme
problemas tan rápido por lo que había roto el hechizo de mi soledad. Por un
momento lamenté haber huido del caserón; ¿tenía síndrome de Estocolmo de mi
auto encierro? Allí nadie me habría molestado encomendándome ningún mando.
Torvo, el del banco de al lado seguía observándome, y un sentimiento de ultraje
me obligó a levantarme camino del lavabo: ¿por qué de entre todos los viajeros
me había elegido a mí y luego no lo había intentado con nadie más?
Ya
en el autobús, antes de salir, no pude imbuirme ni de un simulacro de confianza,
porque mi asiento era uno de los dos primeros tras el conductor y hube de
soportar la mirada de cada pasajero encontrándome en la cara algo que no
hubieran querido ver, y menos antes de emprender viaje –aunque apenas fuera de
un par de horas-. Me pareció llevar a cuestas al demonio que me había
acompañado todos aquellos meses de exclusión. Seguro que varios estuvieron a
punto de renunciar, darse la vuelta y esperar al siguiente autobús. Por los andenes
el viejo seguía molestando a todo el mundo. Recibí un mensaje de texto de mi
primo: a la una estaría esperándome en la estación con su novia y aquella amiga
que al parecer quería conocerme. Habían alquilado un bungalow en un pueblecito
de la costa. ¿Qué le habría dicho sobre mí a la amiga? ¿Qué podría decirle yo
cuando la conociera? Como si los demás no se movieran en un tiempo distinto al
mío, o impunemente yo pudiera cortar la alambrada que me retenía y engañar a
aquel vigía con metralleta que era idéntico a mí mismo, como si cada vez que se
acercaba alguien no se me cerrara automáticamente una puerta interior cuyo
mecanismo fotoeléctrico detectaba a distancia al intruso. Para empezar, ¿cómo
se iban a tomar los tres aquella historia del mando a distancia, que no podría
dejar de contarles para eludir el silencio? Creerían que me la había inventado
y que estaba loco. El penúltimo en subir fue el mostachudo, que se me sentó al
lado, como en el andén.
El último fue el de los pantalones cortos,
blandiendo el mando a distancia; ahora la rotación de las pupilas en torno a
las órbitas impedía tomarlo como un convencional padre de familia. ¿Se habría
decidido por mi culpa a efectuar el viaje? Me puse los auriculares, pero no
pude dejar de mirarlo de reojo mientras parlamentaba con el conductor, que
asido al volante empezó a denegar con la cabeza. A mi lado se removía el del
bigote. Desvié la vista de las velludas piernas, como de fauno, del pseudo
funcionario y de sus dedos escarabajeando en la sandalia. Ahora el anciano
desorientado había interceptado a un mochilero. Como todas las emisoras emitían
una especie de estrépito de catarata que me atronaba en la cabeza, me quité los
cascos.
-Lo
siento, caballero, ya le digo que nos lo tienen prohibido –decía el chófer-.
Tenemos a su disposición nuestro servicio de mensajería.
-¿Para
un mando a distancia? Mientras llega se pasarán el día entero sin la tele.
El
conductor cabeceó con impaciencia. Al fondo de mi oído persistía aquella
batahola desconcertante de la cascada.
-Pues
yo no puedo ayudarle.
-No
le estoy pidiendo la luna.
-Tengo
que salir ahora mismo. Lo único que le digo es que si no quiere venir, compre
un billete y ponga el mando en el asiento –mientras el tipo se lo pensaba, una
oleada de inquietud agitó a los primeros pasajeros.
-¿Y
si alguien me lo coge?
-¿Quién
va a querer eso?
-¿Usted
se hace responsable?
-Mire,
si no quiere un billete, haga el favor de bajar –la papada se agitó de
impaciencia..
-¿Tú
tampoco? –me extendió el mando sin convicción alguna.
-No.
-Imbécil
–lo dijo con la frialdad de un psiquiatra que diagnostica la deficiencia
psíquica o el cretinismo de un niño. Al dirigirse al conductor sí crispó el
rostro y la boca se le abrió como una fosa séptica-: ¡Y tú, cabrón, eres un
gordo asqueroso! –mientras bajaba lentamente escupió un reguero de
maldiciones-: ¡Ojalá os despeñéis todos por el primer barranco! ¡Os merecéis
que el autobús arda en una bola de fuego! ¡Gordo, vas a salirte en una cuneta,
ya verás que…!
Al
fin zumbó la puerta tras él, y resoplando el chófer inició la maniobra de
salida del andén.
-Lo
que hay que aguantar –se quejó-. Si le parto la cara no salimos en todo el día.
Me denuncia y hasta puede que me despidieran.
No
me sentí tan agraviado como él, y no precisamente porque mi equilibrio mental
fuera mayor. Pero no me había insultado tan gravemente y de todos modos sentía
que tampoco me había tratado con demasiada injusticia.
-¿Qué
llevará ese mando adentro? –preguntó la mujer, morena y arrugada como una pasa,
del maduro matrimonio que ocupaba los otros dos primeros asientos.
-Quién
sabe –respondió su cabezudo marido, las manos entrelazadas sobre la barriga de
la placidez.
-Pues
droga, seguro –respondió el conductor, aguardando a que pasara otro bus para
salir del andén. Tras el matrimonio habló con tono de falsete un joven teñido
de rubio platino:
-Pues
yo no me hubiera quedado tranquilo si me pone eso aquí al lado.
-Tienes
razón –lo apoyó la señora volviéndose a él-. Podría haber sido una bomba.
-Nos
vamos –el conductor halló vía libre-. Diez minutos de retraso.
El
viejo de la sahariana me sorprendió subiendo al autobús de al lado; no estaría
tan demente: habría otros más locos que lo disimulaban mejor.
-Mírenlo
–exclamó alguien-. Todavía anda ahí.
Desde el andén el tipo no dejaba de agitarnos
el puño con el mando a distancia, quizá pulsando los botones como si quisiera
cambiarnos de cadena y que desapareciéramos de la pantalla, de la vida. Conmigo
no necesitaba esforzarse tanto para mandarme a otro canal invisible, a la pura
irrealidad. Sin embargo, para neutralizarlo, intenté actuar en el mismo
programa que los demás, en sintonía con ellos:
-Se
creería que nos chupamos el dedo –mi voz me sonó como una serie de graznidos-.
¿A qué clase de primo se le iba siquiera a pasar por la cabeza hacerle el
trabajo sucio? Esperaría encontrar a un imbécil.
Tosiendo
admonitorio, como hiciera en el andén, junto a mí se agitó el del bigote, al
que había olvidado.
-Lo
tenía bien pensado –proseguí, no podía parar-, que algún cretino corriera el
riesgo y en la estación, si no había moros en la costa, la rubia de las gafitas
recogería el material. Puede que vuelva a intentarlo con el próximo autobús.
Mi
vecino se levantó y, recobrando su bolso de mano de la redecilla, se fue a la
parte de atrás.
-¿Y
usted cómo sabe que sería una rubia con gafas? –en el retrovisor el conductor
me ensartó con su mirada de búho e intenté eludir la cuestión:
-Aunque
lo único que querría sería ahorrarse el viaje. Con la ida y la vuelta y la
espera serían más de cinco horas. Podría haberlo hecho él mismo: no vamos a
pasar por ninguna aduana.
-Esa
mujer será una adicta –supuso la señora-. Pero así va a tardar mucho más en
recibir la cosa. Se va a subir por las paredes.
Mientras
el joven aventuraba que tal vez solo fuera un loco y lo apoyaba otro por allí
atrás, el chófer volvió a asestarme un vistazo antes de acelerar en la avenida.
Entonces empecé a plantearme cómo le pediría que parase en un trayecto directo.
Parecía un fanático del reglamento y ya íbamos con retraso. No es que temiese
yo que por su falta de atención en la carretera se cumpliera la maldición del
tipo del mando, sino que no podría tolerar durante dos horas la cercanía de
alguien que me había descubierto. Con el agrio tufillo que emanaba de la mancha
de sudor de la camisa encorvada, parecían sustanciarse sus sospechas. Miré
atrás y, en lugar de ningún puesto libre, encontré la mirada fulminante del
bigotudo. De un momento a otro cualquiera de los dos empezaría a burlarse de mí
delante de los demás: aquel tipo tan grotesco había estado a punto de camelarme.
Lo recordé intentando cambiarnos de canal, como si todos fuéramos los
personajes difusos de una mala película, pero ahora me sentí solidario con él
–estábamos vinculados- y me dio por pensar que, en efecto, el mundo se merecía
que solo él y yo fuéramos reales.
No parecían funcionarme aquella especie de par
de ojos desorbitados del aire acondicionado instalados en el techo, pero, ya
que no las de los viajeros, al menos desvié de mí sus pupilas. Por la
ventanilla, a través del resplandor del sol, las calles parecían huir al
pasado, hacia la primavera y el invierno de soledad en los que yo había estado
encerrado, adonde ahora quería volver a toda costa. Había sido un imbécil
creyendo que el verano y el mar y mi primo o su amiga serían mi salvación. En
cuanto lograra bajar del autobús, cogería un taxi de vuelta al caserón. Pensé
que el mejor sistema sería empezar a llamar gordo asqueroso al conductor y,
crispando la cara y abriendo la boca como una fosa séptica, vaticinar que nos
despeñaría por un barranco o se saldría por la primera cuneta y el motor
estallaría y el autobús se convertiría en una bola de fuego.
Me
imaginé lo que dirían de mí cuando reemprendieran la marcha.
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