Todos los tipos vienen
a verme bailar en la sala El Caribe, aquí en Puerto España; puedo notar cómo me
reptan por la piel las larvas de sus miradas, y cuando me giro y agito la
cabeza, entre la lluvia del pelo atisbo los alucinados ademanes de su deseo,
los gestos soñadores de la lujuria y la expectación. Algunos hasta se atreven a
abordarme en el camerino con ramos de rosas que mis negativas no tardan en
marchitar. Se creen que el baile es una metáfora del sexo, y que al ejecutar
con pasión cada nuevo paso, estoy insinuándome a ellos.
A eso creí que venía el
maduro canoso de la otra noche, pero en vez de invitarme a cenar me comunicó
que mi marido, Neal Emery, se había suicidado. Tras el biombo, me quedé helada,
desnuda ante la verdad hasta que reaccioné y pude ponerme el vestido.
El visitante era Mr.
Anderson, del consulado norteamericano en Trinidad, y venía acompañado del
inspector Smythe. Me dijeron que Neal se había pegado un tiro. Dos pescadores
habían encontrado su barca sin amarre; en efecto, el pobre había ido a la
deriva desde que descubrió que no tenía talento para la pintura, como si en la
vida no hubiera más realidad que su manía de buscar una manera original de reflejarla
en un lienzo.
Los dos llevábamos un
par de años en Trinidad cuando nos conocimos, hace poco más de uno. Yo me vine
recomendada por el dueño de un local de Cleveland, un desgraciado que después
de convencerse de que no lograría nada de mí, prefería dejar de verme a diario
casi tanto como yo perder de vista a aquella ciudad tan gris. Neal también vino de rebote, porque cuando lo expulsaron de la Escuela
de Arte de Chicago, se le ocurrió cambiar de ambiente y su hermano Steve le consiguió
casi gratis un billete a Trinidad como pudo haber sido La Habana.
Neal llegó con la
esperanza de que la exuberancia de las palmeras al salvaje viento del trópico,
los atardeceres fulminantes como asesinos a sueldo o las lunas que bogan en las
aguas nocturnas como cisnes malheridos, le inspirasen una visión propia, un
estilo pictórico que lo expresase a él mismo. Me fijé en aquel joven moreno y
espigado, de ojos entusiastas y pródiga sonrisa, que de mesa en mesa
revoloteaba ofreciendo retratos por un dólar. Cuando me tendió el boceto de una
bailarina parecida a mí, que suscitaba tal sensación de movimiento que parecía
danzar en el papel como un dibujo animado, lo tomé por un genio. Mi padre había
sido profesor de Bellas Artes. Empezamos a salir, comprobé que no tenía ningún
talento y me enamoré de él.
A las dos semanas nos
casamos en el juzgado. Neal fue feliz mientras aún se creyó en el camino de
encontrar un estilo propio; a veces se pensaba a punto de lograrlo, decía que
nadie habría pintado tal cosa de aquella manera y que de algún modo era
necesario que él lo hubiera hecho así, y entretanto no le había importado
primero mendigar y ahora que yo lo mantuviera. Pero cuando se vio incapaz de
nunca pintar nada único se agrió, empezó a beber y a pensar en el dinero. Al
contrario que yo, al descubrir que no tenía talento dejó de quererme. Dejó de
querer al mundo entero, a sí mismo el primero, y por eso se envileció.
Averigüé que iba con
otras mujeres y a partir de entonces lo único que compartimos fue esta casa, y
eso las noches que él regresaba. Antes no le habían afectado los rechazos de
marchantes y galeristas, pero ahora se complacía en vender por mil dólares sus
cuadros a Max Fabian, el criminal internacional que de este modo le pagaba sus
servicios, ya que, hambriento de dinero, Neal se había alistado en sus filas.
Así me lo comunicaron
Mr. Anderson y el inspector Smithe, que desde el camerino me acompañaron a
identificar el cadáver. Por su vida disipada, el suicidio no era el amigo que yo hubiera esperado de la clase de amargado que era Neal. Iba yo como una autómata, la conciencia impermeable a buena
parte de lo que me decían ambos funcionarios. Curiosamente, después de todo lo
que me había hecho sufrir, no podía recordar sino los raros momentos felices que
había pasado con Neal. Solo reaccioné cuando el inspector insinuó que yo
mantenía una relación secreta con Max Fabian. Aquí todo el mundo me toma por
una diosa del amor. Es demasiado fácil pensar que me presto a realizar los
sueños y las fantasías de los espectadores de El Caribe y achacar a mi cuerpo las
variadas posturas y actitudes que sus sórdidas mentes haya combinado. ¿Acaso
soy yo la responsable de haber generado toda la basura de sus cerebros?
Esta mañana, cuatro
días después, Max Fabian me protegió en el juzgado de los periodistas.
Realmente, incluso con su rígida cortesía, se le nota muy interesado en mí; al
mirarme se le vuelve maleable el metal de la mirada. Volví a ser reclamada por
el inspector y el cónsul. Había novedades sobre el caso. A la hora estimada de
su muerte, un pescador había visto la barca de Neal en el embarcadero de Max
Fabian. Y la autopsia había revelado que, en vez del disparo, le había
producido la muerte una previa fractura del cráneo. Por tanto había sido
asesinado, y presuntamente por Max Fabian, que había eliminado a mi marido para
quedarse conmigo. Ni siquiera se molestó en indagar sobre nuestro matrimonio. El inspector me explicó que, no obstante, no había pruebas
contra él. Como tampoco nunca se había podido demostrar su directa implicación
en el tráfico de armas ni su concepción de variados complots criminales.
Ahora los servicios secretos lo sabían
promotor en el Caribe de algún tipo de actividad antibritánica. Al parecer
Fabian había espiado al mismo tiempo para bandos contrarios, urdido múltiples
intrigas y sido, en fin, responsable de miles de muertes. El pobre Neal ha sido
su víctima más reciente. Anderson y Smithe me pidieron que, ya que él me
deseaba, de momento le diera esperanzas, me informara de sus secretos y se los
transmitiera. Acepté. Aunque solo fuera en memoria de Neal.
Para que Fabian se
confiara, en el juicio confirmé que mi marido tenía una personalidad
autodestructiva y que varias veces habló de suicidarse. Así quedó corroborado
en la sentencia: muerte por suicidio. Max me llevó a casa y acepté cenar en su
mansión el domingo. Mi carrera de espía había empezado satisfactoriamente.
Al rato, alguien se
perfiló en el umbral del vestíbulo y antes de que saliera de la penumbra, su
pelo oscuro, los ojos furibundos y la cara ansiosa por un momento me hicieron
creer que era Neal de vuelta de alguna de sus frustrantes entrevistas con algún
marchante. Pero solo se trataba de Steve, su hermano. Y de hecho venía furioso
de que en el juicio hubiéramos arrastrado la reputación de Neal haciéndolo
quedar como un borracho, un mantenido y para colmo suicida. Hasta me acusó de
haberle arruinado la vida. También yo me indigné de que volvieran a tomarme por
una mujer fatal y lo dejé solo. Todo el mundo se cree que soy una devoradora de
hombres y que utilizo mis encantos indiscriminadamente; incluso Smithe me ha
reclutado para hacer eso mismo con Max Fabian.
Poco después Steve y yo
nos hemos tranquilizado y hecho las paces. Me ha explicado que el mismo día de
su muerte Neal le había escrito, con tono animoso, ofreciéndole un trabajo
aquí, lo cual no es propio de alguien que está al borde del suicidio. Para mí
ha sido un consuelo hablar con Steve, pero a causa de mi cometido contra Fabian
no puedo contarle la verdad sobre la muerte de su hermano. En su compañía me
siento como en los primeros tiempos con Neal, serena y a la vez emocionada, y
hasta pierdo la noción del tiempo. Ahora que me gustaría conocerlo más, tengo
que concentrarme en destruir a Max.
Físicamente Steve se
parece a su hermano, pero su impulsividad está matizada por una inteligencia
más diáfana, por un juicio más sensato. Lo he invitado a que pase la noche en
casa y ocupe el cuarto al que eché a Neal cuando nos peleamos.
El único motivo por el
que no quiero que Steve ocupe el puesto de Neal es porque éste nunca volvió a
mi dormitorio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario