lunes, 22 de abril de 2019

EL ASEDIO: Duelo entre sicarios.


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Había ella tirado el periódico abierto por la sección de sucesos, así que aunque se reducía a media columna no tardé en distinguir el artículo en cuestión, mientras seguía de lejos a Ángela y a su padre. En una concisa reseña, la noticia que nos incumbía se insertaba entre otras igualmente tremendistas y más sensacionalistas, a ella parecía conducir un rastro de sangre y ecos de escándalo, pero ésta se destacaba por un toque poético. Se daba cuenta de que los cadáveres de dos desconocidos habían “amanecido”, uno de ellos con una “segunda sonrisa abierta en el cuello”, en un callejón “siniestro y estrecho como un ataúd”, anexo a cierto garito de juego controlado por las mafias. Por razones obvias no se daba crédito a la declaración de un pordiosero alcohólico y con delirios paranoicos, que minutos después de escuchar una detonación había visto salir de aquel dédalo de callejuelas a un hombre fornido ataviado con una americana muy llamativa; tan notorio matón, según el anónimo redactor, estaba en la nómina del dueño del garito, Silvio Malatesta. Después de aquella declaración el paranoico tendría motivos para sentirse perseguido, demostrando lo fiable que en mi opinión era su testimonio. Aunque no figuraba ninguna foto de la víctima del gigante de las chaquetas, sin duda se trataba del hombre de las mil caras. Había adoptado la última de sus máscaras, el último rictus. Recordé cómo tras acertar al traidor croupier entre los ojos (aquel era el disparo oído por el mendigo), salió en busca del que resultó su asesino. Éste lo habría acechado en alguna de las infinitas esquinas de la noche, tan familiares para él. Aceleré hasta volver a ubicar las espaldas de Ángela y el Jefe de Policía.
Aunque aún desconocía sus motivos, lamenté la suerte de quien inesperadamente me salvara la vida, y al poco, cazador cazado, había pagado por ello. Supuse que por alguna causa había surgido una rivalidad a muerte entre los matones a sueldo de Ángela. Seguramente su padre le brindaría sus servicios, bien conocidos son los contactos entre la policía y el hampa, y a tal disensión entre sus hombres respondía el desconcierto y desacuerdo entre padre e hija. Y estuve a punto de toparme con el primero. De repente tuve que afrontarlo, me enfrenté con su rostro duro, como tallado a troquel o excavado en cristal de roca, cruel, un poliedro de hirientes aristas. Se posaron en los míos sus sanguinolentos ojos de bebedor, estriados por relámpagos de venillas rojas. Tras abandonar a su hija quizá en un pronto de su enfado, venía malhumorado, y puede que por eso no me reconociera, me miró sin verme, ciego de rabia, el rostro contraído. Al pasar a mi lado refunfuñó. Era evidente que no había sido solo yo el único sorprendido por el duelo entre sicarios. Preguntándome en qué estribaría el desacuerdo entre los mandatarios de aquellos criminales o más bien qué causa defendía cada uno de ellos, esto es, si el policía se quejaba a su hija de no haberme acosado hasta última sangre o por el contrario de haberse excedido en su persecución, en suma, quién de los dos se lamentaba de que el hombre de las mil caras hubiera frustrado los propósitos homicidas del enchaquetado, me dejé arrastrar por la frustración de mis esperanzas de que hubiera ella estado esperándome en la cafetería del hotel, y por una difusa solidaridad masculina –o más bien pensé que sería el policía quien la experimentara-, y oscilando de nuevo en el péndulo de mi parecer le achaqué a ella haber prescrito mi muerte como colofón a sus ataques y atentados. El hombre de las mil caras se había rebelado contra su orden y sufrido las consecuencias. Encorvado de odio me encaminé a la calle Duende. Le pediría cuentas por su comportamiento. Al menos le daría un buen susto y me desahogaría. Le escupiría a la cara lo que pensaba de ella, su crueldad y la prevaricación de sus sentimientos, la cubriría de improperios e invectivas, de maldiciones y anatemas, por primera vez directamente, sin la mediación de la palabra escrita. El resentimiento se me había coagulado en la boca del esófago, insertado en la juntura de los huesos, enquistado en los poros de la cara segregando un sudor fétido. La hostilidad me desbocaba todos los pulsos e impulsos del cuerpo. Mis glándulas deliraban. No caí en que si le daba a conocer a Ángela mi ubicación, cuando la dejara le daría ocasión de volver a enfocarme con su ojo inscrito en el triángulo del nuevo misterio trinitario, la tecnología, una nueva Argos que todo lo traspasaba con su infinita mirada. Ella sí que lo veía todo. Y de nuevo mis movimientos serían contrarrestados y mis defensas inutilizadas al instante de ser levantadas, y volvería a oprimirme la presión psicológica de verme observado allá donde fuera. 
Al doblar la esquina la vi cerca del portal, parlamentando con un gigante de americana a rombos mostaza, el pluriempleado matón según el periódico también puño de hierro de Silvio Malatesta. Las tenazas de sus dedos dejaron de herir unas palabras ya insuficientes, o más bien todo lo contrario, excesivas; sobraban. La arrinconó y de un empujón la arrojó a la parte trasera de un monovolumen negro, mi viejo conocido, y la siguió al interior. El automóvil arrancó, se caló, derrapó y tras invadir el otro lado de la calzada se alejó. El canijo de las muletas no tenía su mejor día.
El péndulo volvió a oscilar.


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